Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Suez y HungrÃa
El Diario Vasco, 1956-11-25
Los últimos acontecimientos de la polÃtica internacional son fecundo motivo de reflexión, no sólo para los historiadores y los observadores polÃticos, sino para todos los que se interesan en la filosofÃa del Derecho.
Los más novicios estudiantes de esta materia saben que hay dos concepciones opuestas de Derecho Internacional, dos grandes teorÃas o escuelas que dividen a los autores contemporáneos.
La primera es la teorÃa «voluntarista» o «contractualista», según la cual el Derecho Internacional emana exclusivamente de la voluntad de los Estados mediante el libre ejercicio de su soberanÃa y es, por tanto, un mero resultado de la costumbre y de los contratos, pactos o tratados, que en el transcurso de los tiempos han dado lugar a aquellos usos internacionales.
La otra teorÃa, más conforme con la filosofÃa del ser, afirma que el Derecho Internacional proviene de una realidad superior a los Estados y anterior a ellos, que es la comunidad natural de todos los hombres, sin distinción de razas, ni naciones.
El fin de esta sociedad natural es el Bien común internacional, consistente en el buen vivir del género humano, bien indiscutiblemente superior al de una sola nación o un solo Estado. Se considera este bien como algo «objetivo», es decir, como algo que «nos lo encontramos delante», que no se inventa ni fabrica por los Estados, sino que ha sido establecido en el mundo por la misma Fuerza o Poder supremo que ha hecho todas las cosas naturales. Esta teorÃa se llama «objetivista» en contraposición a la primera, la cual se denomina «subjetivista», porque, según ella, los Estados son libres sujetos para la creación del Derecho internacional.
La teorÃa «subjetivista» conduce, evidentemente, a relaciones mucho más débiles y precarias que la teorÃa «objetivista». La paz, el orden jurÃdico internacional quedan a merced de los Estados, sin que ninguna ley o voluntad superior pueda imponérseles. Si esto no es la ley de la jungla, es algo que se le parece mucho.
Basta que un Estado, grande o pequeño, alegue su soberanÃa y la intangibilidad de su territorio para paralizar la acción internacional, y esto es precisamente lo que está ocurriendo ahora en Suez y en HungrÃa.
Como el antiguo Pacto de la Sociedad de Naciones, la Carta de las Naciones Unidas, por razones de hecho, fácilmente comprensibles, se limita a un punto de vista contractualista. Afirma, pues, el principio de no intervención y respeta la soberanÃa de los Estados miembros.
Es suficiente que un Estado apele al famoso párrafo séptimo del artÃculo segundo de la Carta: «Nada de lo que contiene el presente estatuto autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en cuestiones que pertenezcan esencialmente a la competencia interna de un Estado», para inmovilizar la acción de la justicia o impedir la realización del bien común universal.
Si se trata de uno de los grandes, esta acción paralizadora será aún todavÃa más eficaz, a través del veto en el Consejo de Seguridad.
Pero la concepción contractualista está siendo sobrepasada por los hechos; los últimos acontecimientos han producido un fuerte «shock» en las conciencias, llevando al ánimo de muchas gentes la idea de que la Humanidad no puede seguir viviendo de esta manera.
A causa del progreso técnico y de la multiplicación de los medios de comunicación entre los hombres, la solidaridad y la comunidad de la familia humana se hacen cada vez más patentes.
Ningún Estado es realmente autárquico. El bien común de las naciones es superior al bien de una sola nación. Este principio trasciende el falso postulado de la soberanÃa absoluta y en el terreno de los hechos, enormes consecuencias.
El problema del Canal de Suez, por ejemplo, sólo puede ser correctamente enfocado de esta manera, tal como lo hubieran hecho los antiguos maestros del Derecho Internacional, Vitoria, Suárez y el propio Grotio. Otro tanto ocurre con lo de HungrÃa. La comunidad de los Estados no debe desentenderse de lo que ocurra dentro de unas fronteras si ello roza con la justicia y con la dignidad de la persona humana.
Abundante tema de meditación y de acción para los hombres de Estado contemporáneos.
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