Karlos Santamaria eta haren idazlanak
EspÃritus puros
El Diario Vasco, 1956-10-28
«Se puede gritar ¡bravo!, Schwere Noth, Gottsblizz, ¡bravÃsimo!, sin haberse comprendido ni la propia admiración». (KIERKEGAARD).
Dos herejÃas fundamentales acosan desde hace siglos a nuestra vieja civilización. La primera ha sido hartas veces condenada para tener que insistir: es el materialismo, la impugnación del espÃritu, la afirmación de lo corpóreo, lo visible y tangible frente a lo invisible e incorpóreo.
La otra es menos conocida, menos criticada, menos combatida, sin que se sepa a ciencia cierta por que: es el falso espiritualismo, el angelismo, que menosprecia la realidad de la materia y quiere regir las cosas humanas como si de puros espÃritus se tratase.
Puede esta tendencia mostrarse muy exigente, rÃgida, puritana; tratar de imponer ideales heroicos; ocultarse a sà misma miserias esenciales o accidentales de la naturaleza humana.
Puede incluso interpretar la Historia a su manera, no queriendo ver en ella sino luchas de ideas, batallas apocalÃpticas entre la verdad y el error; pero habrá pasado junto a lo humano sin conocerlo. El angelista puede clamar todo lo que quiera, pero es un hombre que no se ha entendido su propia naturaleza.
Cuando el materialismo dialéctico afirma que la realidad histórica está «determinada» por las exigencias de la lucha por la vida, que son las masas desposeÃdas las que con su formidable presión para romper las fronteras de los paraÃsos terrestres hacen moverse la máquina de la Historia, se equivoca sin duda, pues hay en todo hombre una llama que arde de abajo a arriba y que es capaz de dominar y superar la dura ley de la necesidad fÃsica.
Pero se equivocan también quienes, con buen o mal propósito, se empeñan en ignorar que los más nobles ideales están «condicionados» por realidades terrenas que limitan bajo muchos aspectos la misma vida intelectual y espiritual del hombre.
Ese exigente espiritualismo, incapaz de compasión y de piedad verdadera hacia los miserables, es, en el fondo, un fruto de la soberbia, como la devoción de aquellas monjas de Port Royal «puras como ángeles y orgullosas como demonios» —en frase del famoso arzobispo de ParÃs, Mons. de Péréfixe, a quien tanto qué hacer dieron—.
Tomás de Aquino es, sin duda, el primer filósofo cristiano que acertó a expresar el perfecto equilibrio entre los dos elementos de nuestra naturaleza: cuerpo y alma. El vino a decir que no se puede hablar demasiado de religión a gentes que están acosadas por el hambre y la necesidad, porque la mayor parte de los casos no tendrán ninguna gana de escucharnos y hasta nos mandarán, con cierta razón, a paseo.
Hablar de cosas excelsas a gentes con las que la sociedad —acaso porque arrastra un viejo peso secular de pecados colectivos— no cumple sus deberes de justicia social, es, entre otras cosas, un sarcasmo, sobre todo si el que habla tiene asegurada, en su casa o en su convento, una existencia material relativamente aceptable.
Reconozcamos que la miseria prepara el camino de las más atroces desviaciones ideológicas y que no siempre puede culparse a los materialistas de ellas.
He aquà lo que no pueden olvidar los genuinos espiritualistas —que saben que tienen cuerpo—. Que la lucha por la vida es una necesidad imperiosa y agobiante de multitud de pobres gentes y que este hecho no puede ser desdeñado cuando se trata de pensar y de vivir cristianamente la Historia, no cayendo en un estetismo condenable.
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