Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Europa

 

El Diario Vasco, 1956-09-02

 

      En el último número de los «Quaterly», del Colegio de Europa —Universidad internacional destinada a formar el espíritu federalista de las nuevas generaciones—, el profesor Léo Moulin publica un extracto de sus lecciones del curso pasado sobre un tema auténticamente original: el gobierno de los institutos religiosos como fuente de inspiración de las libertades europeas.

      No se trata, en modo alguno, de un escrito apologético en favor de tales institutos, sino de un estudio minucioso de las constituciones de las órdenes y congregaciones religiosas y de la influencia de las mismas sobre las primeras cartas liberativas del Occidente europeo. En estas sociedades se ejercen, como en las sociedades políticas propiamente dichas, los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. En cierto modo, son como pequeños Estados, y Léo Moulin los analiza desde su punto de vista de historiador del derecho político.

      La técnica que asegura el perfecto equilibrio «político» de los institutos religiosos es realmente un modelo de ingenio inspirado y caritativo. El despotismo y la antropolatría quedan —al menos teóricamente— completamente eliminados. Un ejemplo de ello lo constituyen los asistentes, definidores o consejeros del general, cuyo número varía de seis o doce, según las congregaciones, y que son elegidos por la asamblea, cuerpo o capítulo. Sirven para contrabalancear y morigerar el poder de la autoridad suprema, y no son, por tanto, en ningún caso, hechura suya, simples adictos o criaturas del general de la Orden.

      Existen hoy más ciento cincuenta institutos de varones, con un total de cuatrocientos mil religiosos. Algunos de aquéllos son inmensas sociedades, como la Compañía de Jesús, formada en la actualidad por unos treinta y tres mil miembros. De los estatutos de estas instituciones de derecho eclesiástico se desprenden magníficas lecciones de «sagesse politique»: la elección de gobernantes de calidad, el equilibrio de poderes y sus límites, la disciplina social y el sentido comunitario, el respeto a la espontaneidad, la libertad y la dignidad de los miembros.

      La experiencia histórica de los institutos de vida religiosa no es, sin embargo, fácilmente aplicable a las sociedades profanas y por definición, impuras, de nuestros días, sobre todo porque en éstas falta la fe religiosa que caracteriza a las comunidades religiosas. A los europeos nos falta la fe en un objetivo común, mientras ciertos países asiáticos, como China, disponen de una agitada mística comunitaria, casi religiosa, en la que se conjuga un fuerte nacionalismo con la esperanza de la redención de proletariado.

      Ortega y Gasset escribió en alguna ocasión que el mundo aspira a una nueva revelación —no empleando, claro está, esta palabra en su sentido estricto o teológico, sino con una significación puramente temporal—. El mundo occidental necesita, en efecto, una nueva fe política, una meta histórica salvadora que unifique los esfuerzos de todos. Sólo sobre esta base cabe pensar en una mecánica social mejor equilibrada, como la que Léo Moulin descubre en las constituciones de las órdenes religiosas.

      Â¿Llegará a producirse pronto esta situación? No hay ningún motivo esencial que lo impida, y los europeístas, entre los cuales se encuentran los elementos del Colegio de Brujas, tratan de lograrlo mediante una educación adecuada de las jóvenes generaciones de intelectuales.

 

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