Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Teatro religioso

 

El Diario Vasco, 1956-08-12

 

      Hace años que el P. Carré, un dominico francés de mirada viva y de inteligencia penetrante, se ocupa de los problemas del teatro y trabaja en lo que él mismo llama «la parroquia del espectáculo». Ahora acaba de publicar un pequeño libro titulado «¿Se ha reconciliado la Iglesia con el teatro?». En él se evoca una larga historia de equívocos e incomprensiones.

      Porque el teatro, que fue religioso en su origen, y que posee una enorme fuerza de expresión para expresar lo inexpresable —el misterio religioso—, había ido separándose o, mejor aún, había llegado a desentenderse por completo de los temas divino-humanos. Se había encerrado en un estrecho círculo en el que ni siquiera las pasiones humanas podían tener relieve. (Para cobrar autenticidad y fuerza de expresión lo humano necesita ser enfrentado, de un modo o de otro, con lo divino).

      Al mismo tiempo, una fuerte desconfianza se había suscitado en las esferas eclesiásticas con relación al teatro, por razones morales, y la inspiración cristiana había ido degenerando hasta caer en la más completa esterilidad y, lo que es peor aún, en la ñoñez de un teatro «edificante», que a nadie podía edificar precisamente por su total carencia de vigor artístico.

      Parece que estamos saliendo ahora de esta situación. El tema religioso vuelve a la escena y vuelve con éxito, traído por los unos y por los otros, por los creyentes y por los ateos, lo cual es un síntoma.

      También el teatro de Sartre es a su manera un teatro religioso y —detalle curioso— a fuerza de ver a los incrédulos ocuparse seriamente de Dios, aunque sólo sea para afirmar que no existe, muchos espectadores seudo-creyentes, perfectos idiotas espirituales, empiezan ahora a pensar que este es, «también», un tema importante.

      En España, el renacimiento del teatro religioso adquiere, desgraciadamente, menor relieve que en otras partes. Las obras teatrales y los films de motivación religiosa que han tenido éxito estos últimos años en nuestros escenarios y en las pantallas de nuestros cines, son, en su mayor parte, productos de importación.

      No hemos de entrar aquí en el análisis de esta carencia, que ya ha sido objeto de discusiones entre apologistas y detractores de nuestra situación religiosa.

      En lo que concierne estrictamente al teatro, dos títulos vienen en este momento a mi memoria: «La muralla», de Calvo Sotelo, y «La herida luminosa», de Sagarra.

      Hay, a mi parecer, entre estas dos obras una diferencia fundamental que me parece oportuno poner de relieve. «La muralla» plantea un problema moral o, por mejor decir, casuístico. En «la herida luminosa» el espectador se encuentra de bruces frente a un asunto teológico, ¡y qué asunto! El fenómeno de la «conversión a la fuerza», lo que García Morente llamaba la «gracia tumbativa», que no sólo es eficaz, sino que se impone, que «tumba» al incrédulo y le trae o le lleva como un muñeco allá donde no quería ir.

      En el curso de la Historia, este extraño proceso ha tenido innumerables y siempre sorprendentes ediciones, pero la primera y la que servirá de modelo es la de Saulo, derribado de su cabalgadura en el camino de Damasco.

      Por desgracia, la escasa capacidad del buen público católico español para salir de la esfera casuística y de las cuestiones puramente moralistas —para plantearse, en suma, el verdadero tema religioso— dará lugar a muchas incomprensiones. Y así como de «La muralla» bastantes espectadores salían con sus escrúpulos a vueltas para «tranquilizar la conciencia» —aunque, claro está, que con el menor gasto posible—, mucho me temo que de la representación de la obra de Sagarra sean pocos los que saquen una genuina inquietud teológica por los problemas de gracia y de salvación que son el meollo de la misma.

      Me temo que la mayor parte los dejen pasar de soslayo, para interesarse sólo en el drama pasional de una mujer que es una esponja empapada en hiel y vinagre y de un marido que desespera y desespera hasta el final.

 

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