Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Indocilidad y rebeldÃa
El Diario Vasco, 1956-07-22
«Al que hace algo, algo le cuesta». He aquà un aforismo popular que deberÃan tener en cuenta los crÃticos, los inoperantes, los que ven los toros desde la barrera.
Todo el que acomete una empresa de cualquier suerte, aprende a conocer el peso de «las cosas», la resistencia que éstas oponen a quien intenta removerlas o penetrarlas.
El hombre maduro, el que ha luchado ya contra la vida, sabe que la realidad es rebelde, que no se deja dominar ni contener sin un enorme y continuado esfuerzo.
El niño, en cambio, no distingue el mundo exterior del dúctil universo de sus caprichos, y de sus ilusiones. TodavÃa no ha encallado por primera vez en los acantilados de la vida y vive aún en un paÃs encantado, en el que todo se pliega con facilidad a la inquieta sirena que se llama deseo.
El hombre que duerme vuelve, en cierta manera, a ser niño. El sueño se acomoda a la imaginación de la que es producto.
En él uno puede salir de las situaciones más difÃciles por los medios más absurdos; todo se arregla y, si las cosas van demasiado mal, queda aún el recurso de despertarse, es decir refugiarse de nuevo en el universo real para escapar de la pesadilla de lo irreal.
Otro tanto ocurre en el ensueño imaginativo: los poetas y los novelistas nos transportan a mundos fáciles, en los que las más terribles tragedias no nos hieren ya, ni nos molestan, sino que, al contrario, nos entretienen, porque sabemos que son pura ficción.
El pirrónico, es decir, el filósofo idealista que niega realidad a las cosas, acaba por ver doblegado su escepticismo a fuerza de golpes.
Uno puede negar, por ejemplo, existencia real a unos sacos de carbón que tiene delante, porque la existencia no se demuestra, ni puede ser demostrada, por procedimientos filosóficos. Pero el hombre que se ha pasado todo el dÃa subiendo y bajando sacos de carbón a quintos y sextos pisos, nadie pretenderá negarle la existencia de los sacos sin exponerse a una réplica violenta.
De la misma manera es indudable que el toro existe de modo muy distinto, es decir, tiene una realidad mucho más incisiva y contundente, en suma mucho más real, para el torero que para los espectadores. Después del espectáculo, éstos podrán dudar si han vivido o han soñado la corrida, pero no asà el diestro que ha tenido que luchar con la fiera.
La indocilidad y la rebeldÃa son, pues, un signo de lo real, por oposición a lo puramente imaginativo o ideal.
«Nada aparece ante nosotros como realidad sino en la medida en que es indócil», dice Ortega y Gasset en su ensayo sobre Dilthey.
Un ejemplo muy actual es lo que está pasando con la juventud. Hasta ahora la acusábamos de anodina y falta de personalidad. Ha hecho falta que se nos vuelva indócil para que empecemos a reconocerle una personalidad propia. Los hijos serÃan como muñecos para las madres si no los hicieran sufrir tanto; el dolor es necesario para que los hijos sean verdaderamente hijos.
Hablamos de muchas cosas, como la pobreza, el hambre, la miseria fÃsica y moral. Hablamos de ellas sin inmutarnos demasiado y no sé hasta qué punto les atribuimos una realidad. para que la desgracia de los otros adquiera autenticidad ante nosotros hace falta que los otros nos duelan.
El hÃgado, por citar una vÃscera cualquiera, no se nos aparece como real hasta que nos duele.
Moraleja: desconfiemos de lo fácil. Desconfiemos de lo que se nos presenta como excesivamente dócil y sumiso. Tal vez estemos soñando.
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