Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La acción personal del cristiano en favor de la paz

 

Criterio, 1.2561 zk., 1956-01-12

 

      Después de haber estudiado la acción colectiva de la Iglesia y del Movimiento «Pax Christi», pasemos al plano de lo individual. Nos ocuparemos de la acción personal que cada uno de nosotros puede y debe realizar en favor de la paz de las naciones.

      No sería legítimo concebir a nuestro Movimiento como un ejército bien disciplinado en el que toda iniciativa, toda libertad, toda toma de posición personal quedaría prohibida.

      Cada miembro de «Pax Christi» tiene su propia responsabilidad personal. Como hombre libre y ciudadano responsable, tiene el derecho y también el deber de optar y actuar en función de los acontecimientos políticos que pueden perjudicar o ayudar a la paz temporal, de acuerdo con los datos que él posee y con los dictados de su propia conciencia.

      Pero, ¿cómo realizar esta opción personal ante situaciones tan complicadas como las de hoy día? ¿Cómo reconocer las propias responsabilidades? ¿Cómo hacer para ser consecuente con los propios principios?

      Esencialmente, no hay sino una sola paz, la paz en la Verdad, la paz en la Justicia. Lo que es demasiado evidente para ser discutido.

      De hecho, sin embargo, el hombre concreto, el miembro de «Pax Christi», cada uno de nosotros, no se encuentra en la situación de escoger entre situaciones puras. No se trata de elegir entre la Justicia, la Verdad y la Paz de una parte, y la Injusticia, el Error y la Violencia de otra (esto no sería problema); se trata de situaciones impuras en las cuales la Justicia y la Injusticia, la Verdad y la Mentira, la Paz y la Violencia se hallan entremezcladas en un embrollo con frecuencia inextricable.

      Tomemos por ejemplo el caso de la coexistencia. La coexistencia no es la paz, pero es, tal vez, un camino para llegar a la paz. Yo, miembro de «Pax Christi», actuando bajo mi responsabilidad, como hombre libre, estoy obligado a tomar posición al respecto. Evidentemente, en esta elección, yo no comprometo al Movimiento, ni a la Iglesia.

      Â¿Qué debo hacer? ¿Me inclinaré por la coexistencia, por el desarme y las relaciones amistosas entre el Este y el Oeste o deberé rechazar la idea de coexistencia como una trampa y propiciar el rearme, la militarización de Europa occidental como único medio de preservar la paz? ¿Cuál debe ser mi opción? ¿De qué manera serviré mejor a la paz? En uno y otro campo puede haber injusticia y peligro de guerra. La cosa no es del todo clara.

      Â«Tal vez —se dicen ciertos católicos tímidos o temerosos— lo mejor sería esperar el pronunciamiento de Roma: que el Papa diga si él está por o contra la coexistencia, y yo le seguiré con entusiasmo; o bien que el Movimiento «Pax Christi», que se halla bajo la dirección de la Jerarquía, me imparta las consignas correspondientes y yo obraré en consecuencia».

      Esta actitud no es válida. Es, por el contrario, deplorable en extremo, porque ni la Iglesia, ni el Papa, ni el Movimiento «Pax Christi» pueden suplir mi propia responsabilidad.

      La pertenencia a la Iglesia o al Movimiento jamás debe implicar la pretensión de practicar la evasión, de querer escapar a las propias responsabilidades personales de hombre libre y miembro responsable de la comunidad humana por un simple acto de gregarismo moral.

      Cada uno debe hacer frente a las propias responsabilidades. Para lo cual debe saber en qué consisten y cuáles son sus límites.

      Algunos piensan que estas responsabilidades son muy limitadas y prácticamente inexistentes. Esta opinión, espero, no se manifestará aquí, en este Congreso. El hecho de pertenecer al Movimiento, de haber venido a participar en este Congreso, significa indudablemente que se ha sentido el peso de una responsabilidad, que se ha comprendido que la situación del mundo no es satisfactoria desde el punto de vista de la justicia internacional, y que en este dominio hay algo por hacer; en suma, que, si a pesar de las buenas intenciones que actualmente manifiestan los hombres de Estado, una nueva guerra estalla, nosotros, católicos, seríamos responsables de no haber hecho nada de nuestra parte para evitar esa nueva catástrofe.

      Pero, por desgracia, la mayor parte de los católicos no ha tomado todavía conciencia de esta responsabilidad.

      Sería interesante estudiar la evolución de la conciencia moral de los cristianos en el curso de la historia. Pero no es el momento. Es un error el creer que después de Pentecostés los cristianos tenían ya una visión completa de todas las exigencias que la moral de Cristo comporta en sí. Indudablemente, tenían conciencia de sus deberes para aquel momento, y esto les bastaba.

      Pero la conciencia moral cristiana era todavía embrionaria. Se desarrolló paulatinamente frente a los acontecimientos ulteriores, a las circunstancias concretas de la evolución histórica. Desarrollo que no está, probablemente, todavía terminado. No debemos creer que nosotros tenemos la conciencia de todas las exigencias que la moral evangélica presentará a los hombres del futuro. Pero debemos aspirar a tener una clara conciencia de lo que esta moral nos exige hic et nunc, hoy, ante las circunstancias históricas.

      Ahora bien, yo pienso que la conciencia de la mayor parte de los cristianos no se halla lo suficientemente sensibilizada con respecto a la paz temporal.

      Esta falta de sensibilidad, esta especie de impasibilidad moral es cosa que debe preocuparnos: es de temer que una vez más la cristiandad desoiga el llamado del Señor.

      La gran mayoría de los católicos adopta hoy ante los problemas de la paz la misma posición en que se colocaban en el siglo pasado ante el problema social. «La miseria, el hambre, la ignorancia de los proletarios no me concierne: es el Estado quien debe resolver el problema. Yo satisfago mis deudas, pago mis impuestos, doy a cada uno lo que le corresponde. Que el Estado se las arregle para evitar y corregir las plagas sociales».

      Muchos se colocan hoy en la misma posición ante el problema de la paz. Para éstos, nosotros que nos ocupamos del problema de la paz y que queremos trabajar en este terreno en una perspectiva de Iglesia, «nos metemos en un asunto que no es de nuestra competencia» como simples cristianos, como simples ciudadanos. «Son los hombres de Estado, los jefes de gobierno y los ministros de relaciones exteriores los que deben afrontar la cuestión de la paz y de la guerra. En cuanto a vosotros —nos dicen— no tenéis ni los datos ni las informaciones necesarios para intervenir en dicha cuestión. Haciendo propaganda por la paz —continúan— aun haciéndolo con los auspicios de la Jerarquía, perturbáis la acción de los hombres de Estado, que son los verdaderos responsables de la paz mundial».

      No es difícil destruir esta argumentación. Si es cierto que la paz y la guerra son de especial competencia del príncipe, es decir de los hombres políticos que, de una manera más o menos democrática, conducen a los pueblos a su destino, no lo es menos que, en nuestro horizonte histórico concreto, esta responsabilidad es de más en más compartida por la opinión pública, de manera que hasta los regímenes más autoritarios se creen obligados a tener cuenta de esta opinión, aunque más no sea para desviarla en su favor o para plegarla a su capricho. Nuestra época se caracteriza justamente por el advenimiento de las masas en el dominio del pensamiento y de la acción política, y esto sobre todo en razón del progreso técnico y de la difusión de la cultura.

      En este tiempo nuestro, la opinión pública cuenta, y tanto los problemas de la paz cuanto los de la guerra no pueden ser tratados a puertas cerradas; los secretos de cancillería son hoy más relativos que nunca.

      Por otra parte, Santo Tomás afirmaba ya al tratar de la prudencia política, que esta prudencia debe encontrarse sobre todo en el príncipe, el cual es llamado por su función a tomar las grandes decisiones políticas, pero que también debe encontrarse en los súbditos, pues éstos tienen también una responsabilidad con respecto a los asuntos públicos, entre los cuales la paz es sin duda el más importante.

      Aun allí donde el legítimo derecho de intervenir en los asuntos públicos no es reconocido a los ciudadanos, de derecho o de hecho, esta responsabilidad subsiste. La dificultad no suprime el deber. Solamente explica las debilidades y atenúa la responsabilidad.

      El ciudadano de un país autoritario tiene, tanto cuanto el de un país democrático, el deber de denunciar la propaganda belicista, la propaganda del odio contra otros pueblos, que prepara la guerra y aumenta la tensión de la opinión pública. Y si llega a la convicción o a la evidencia de que una medida de un gobierno puede perjudicar gravemente a la justicia en el orden de las relaciones internacionales, está obligado a denunciar esta medida y a oponerse a ella por todos los medios legales o, mejor dicho, por todos los medios legítimos. Y si para eso es necesario el heroísmo, será necesario que llegue a él con la ayuda de Dios.

      Como lo ha dicho el Papa no hace mucho, vivimos en un tiempo en el cual son exigidos con frecuencia actos de heroísmo a los cristianos para poder cumplir su deber cotidiano.

      Con no menos frecuencia se presentan casos concretos en los cuales la acción en favor de la paz y de la justicia universal puede exigir esos actos de heroísmo, de los que el Papa habla.

      Lo que nos conduce a un segundo argumento, a menudo empleado por los que niegan la responsabilidad individual con respecto a la paz: el argumento de la imposibilidad y de la ineficacia.

      Una segunda categoría de cristianos no ve, en efecto, con malos ojos la acción de los cristianos pacifistas, pero no cree en una responsabilidad real, en razón de la pretendida imposibilidad de una acción personal en favor de la paz. No hay —dicen— responsabilidad moral donde no hay efectivas posibilidades de obrar.

      Â«No tenéis la posibilidad de trabajar de una manera eficaz por la paz, vuestros esfuerzos son absolutamente inútiles, y si creéis lo contrario os ilusionáis. De hecho, si las circunstancias económicas o estratégicas entrañan, en un momento dado, la oportunidad de la guerra, estad seguros de que la guerra sobrevendrá a pesar de todo. Los norteamericanos o los rusos desencadenaron la guerra en el momento oportuno sin preocuparse mucho de las protestas o de los gestos de los «pacifistas». Sea que habitéis en un país totalitario donde no se reconoce a los ciudadanos el derecho de inmiscuirse en la dirección de la política, sea que seáis los miembros de un país democrático donde la compenetración de los partidos y de los intereses políticos y la complicación del sistema de sufragio y de la máquina estatal os impiden ejercer una influencia real sobre la política internacional de vuestro país, en todos los casos no tenéis el medio de cumplir vuestras pretendidas responsabilidades. Ahora bien, sin posibilidad no hay responsabilidad: posibilidad inexistente o ilusoria, por consiguiente responsabilidad inexistente o ilusoria», se concluye.

      No emplearé mucho tiempo en refutar esta argumentación que me parece enteramente falsa.

      Primero, no es cierto que una acción real en favor de la paz sea imposible por parte de los simples ciudadanos; se podría hacer un largo catálogo y será bueno que un día u otro lo haga «Pax Christi», de los medios de pacificación realmente eficaces, a largo o a corto plazo, al alcance de todos.

      Imaginad el caso de un sacerdote, un profesor, un periodista, un escritor, un político, un estudiante o un obrero, que se emplea a fondo al servicio de la idea de la paz. ¡Cuántas posibilidades y cuán diversas! Naturalmente, no haré su detalle aquí.

      Por lo demás, frente a una situación de pecado o de imposibilidad moral colectiva no hay solución inmediata, solución totalmente hecha.

      No creamos en una paz mágica. Contra esas situaciones colectivas de inercia y de pasividad frente al mal, es necesario obrar de una manera paciente, tenaz.

      Contra el pecado colectivo no bastan las medidas autocráticas; es necesaria una acción capilar de persona a persona, de hombre a hombre.

      He aquí dónde se coloca la responsabilidad de cada uno.

      Recordáis sin duda la anécdota que se ha contado de un orador de América del Norte, quien, hablando en una sala inmensa, ante un auditorio de varios millares de personas, interrumpe en un momento dado su discurso para ordenar que las luces sean apagadas, de manera que la sala sea puesta en la oscuridad más completa. Después de un momento de estupefacción, cada concurrente recuerda: «¡Vamos, tengo mis cerillas!» Entonces tiene lugar el milagro. Un poco por todas partes se ven brillar lucecitas. Y la luz resplandece de nuevo. Poca cosa, una cerilla, por relación al conjunto: pero por relación a cada uno ha sido bastante.

      Cuando seamos juzgados Dios no nos preguntará por qué no hemos cambiado al mundo. No nos preguntará sino esto: «¿Por qué, hijo mío, no has encendido tu lucecita? Yo no te pedía otra cosa».

      Siempre se tiene una cerilla para encender, pero aun cuando esta posibilidad, tan mínima, no existiera, aun cuando estuviéramos convencidos de antemano de la inutilidad de nuestros esfuerzos, estaríamos obligados a obrar.

      La moral cristiana no es una moral de la eficacia, al menos en el sentido de una eficacia visible, temporal, terrena, inmediata.

      Lo que no quiere decir que no se deba tener cuenta de los resultados, sino que la responsabilidad y el valor moral de un acto no debe ser medido en función de su eficacia visible.

      Hay gestos que es necesario hacer aun cuando se esté convencido de antemano de que serán prácticamente inútiles.

      Por otra parte, el testimonio de una sola persona o de un pequeño grupo de personas en favor de una idea justa y noble, como la paz, puede tener una repercusión y un valor moral altamente ejemplares, y consecuencias históricas importantes absolutamente imprevisibles con anterioridad.

      El caso de los católicos sociales del siglo XIX, que ayer recordaba el canónigo Lalande, es un ejemplo. La acción de ese pequeño grupo de hombres predicando la justicia social en medios católicos que ninguna conciencia tenían de sus deberes y que se cubrían bajo un pretendido derecho de propiedad para defender los privilegios y los más injustos abusos, no fue inmediatamente eficaz, puesto que en seguida son los marxistas los que han triunfado, pero esta acción ha sido como un símbolo, un gesto profético que, por decir así, ha salvado el honor de la Iglesia. Pero la historia revela que también tuvo una eficacia real a largo plazo.

      Hoy, quizás, la situación es la misma con respecto a nuestros deberes supranacionales.

      Para la mayoría de los cristianos, el problema de conciencia no supera sino muy raramente el dominio privado, individual y doméstico. La justicia conmutativa, es fácilmente comprendida. Y hasta se llega a concebir una justicia social que enfoca las relaciones cívicas y sociales en el cuadro de la ciudad, de la nación. Pero se ignora la existencia de una justicia social universal, en virtud de la cual no solamente mi bien individual debe ser ordenado al bien de la patria o de la nación, sino que el bien de mi patria, el bien de mi nación debe ser también ordenado al bien común temporal de la humanidad entera. La ignorancia de esta justicia social universal puede tener graves consecuencias en nuestra conducta personal.

      Imaginemos, por ejemplo, el caso de una persona, de un ciudadano que ejerce su derecho de voto, eligiendo de las listas electorales los nombres de los candidatos que considera mejores para representarlo en el parlamento. Esta persona puede hacer la elección desde su punto de vista personal, de su interés de familia, de clase o de grupo profesional, sin preocuparse del bien común. Esta elección sería evidentemente ilegítima: al preferir su bien particular o el bien particular de su grupo o de su clan al bien común de la Ciudad, este hombre comete una injusticia; falta a la justicia social. Ahora bien, puede ser que este ciudadano, aun siendo un buen patriota, respetuoso del bien común de la Ciudad, no tenga ninguna preocupación por la paz de las naciones y se diga, por ejemplo: he aquí el candidato que dará a mi patria la situación más próspera, que conducirá a mi país a una situación de preeminencia, de fuerza, de riqueza, de influencia, de dominación sobre los otros pueblos. Este elector, que hace su elección sin cuidarse de la paz de los otros pueblos, de la miseria de los otros pueblos, en suma, sin preocuparse del bien común de la humanidad, este lector falta también a la justicia.

      Pues la paz es, como todo bien, «difusiva» por naturaleza: mi bien, si lo es verdaderamente, no puede significar el mal de mi prójimo. La paz, el poder, la riqueza, el bienestar de una nación no pueden significar la guerra, la miseria, la servidumbre de las otras naciones.

      Muchos ejemplos pueden citarse para mostrar hasta qué punto es importante que lleguemos a tomar conciencia de una manera correcta y justa de nuestros deberes morales y de nuestra responsabilidad con respecto a la comunidad humana y a la paz temporal.

      Responsabilidad que tenemos, no sólo en cuanto ciudadanos, sino también en cuanto cristianos.

      Hay pues un compromiso y una responsabilidad específicamente cristianos con respecto a la paz en razón de los motivos, de los medios y de los fines de la vida cristiana.

      Lo que no significa que la paz cristiana sea, bajo el aspecto temporal, una paz diferente, una paz aparte, una paz para nosotros solos.

      La paz temporal es un bien natural, un bien moral, bien entendido, pero que pertenece al orden natural.

      Es cierto que, para nosotros cristianos, esta paz temporal se presenta como transfigurada, «transustanciada» por la gracia y por las virtudes sobrenaturales.

      Es cierto que, a la luz de la fe, vemos a la paz temporal bajo un ángulo absolutamente nuevo, y que la concordia entre las razas, las naciones y las patrias se presenta a nuestros ojs como una prefiguración y, más todavía, como una preparación y una anticipación del Reino eterno.

      Es cierto, en fin, que para el creyente, la paz temporal es infinitamente más rica y más profunda y más deseable que para el incrédulo.

      Pero todo esto de ninguna manera significa que tengamos el derecho de aislarnos para edificar aparte nuestra Ciudad cristiana. Esta mentalidad aislacionista podría fácilmente estropear toda nuestra acción.

      Todos los hombres de buena voluntad, todos los que aman verdaderamente la paz, y que trabajan y se sacrifican realmente por ella, merecen nuestra ayuda y nuestra simpatía. Pues todos esos hombres, aun cuando no sean cristianos, aun cuando sean comunistas, realizan naturalmente una acción noble y digna y cumplen su deber moral trabajando por la paz y por la concordia de los pueblos.

      Ahora bien, esta afirmación plantea un importante problema que concierne al de los límites, que me ha sido también propuesto. Pues nuestra acción por la paz tiene límites impuestos por la subordinación de los órdenes y de los fines de la vida humana.

      Es el problema de la colaboración personal del miembro de «Pax Christi» en los movimientos pacifistas de significación neutra o equívoca, inspirados por diversas ideologías, filantrópicas, humanitaristas, marxistas u otras, en vista de una concordia y de una coexistencia pacífica.

      Bajo ciertos aspectos esta participación es deseable, pues, como lo hemos visto, el católico no debe aislarse para realizar su acción pacífica aparte. Pero al mismo tiempo presenta peligros y riesgos que no podemos ignorar.

      El Movimiento «Pax Christi» no puede negar a sus miembros la libertad de obrar en aquel terreno, según las indicaciones de su propia conciencia. Pero, bien entendido, esta libertad está limitada, en muchos grados, por los consejos, las orientaciones, las enseñanzas, las órdenes y la disciplina de la Iglesia. Pues la Iglesia es como una madre prudente que algunas veces está obligada a defendernos y a protegernos contra nosotros mismos, contra nuestro orgullo o nuestro espíritu de aventura, o contra los peligros que ella ve y nosotros ignoramos.

      La obediencia a la Iglesia es difícil de comprender para los que no tienen fe. Sin la fe esa obediencia sería, en efecto, el como del absurdo. La obediencia es también un misterio, como lo es la Iglesia misma. Pero como ésta, la pequeña obediencia es bella y como ella es amable y santa. Sin embargo, para muchas gentes es un motivo de escándalo.

      Â¿Cristo mismo no lo ha dicho: «Felices los que son escandalizados a causa de mí»?

      Sí. Existen los que se escandalizan a propósito de la obediencia. «¿En virtud de qué —se preguntan— la Iglesia pone dificultades a que nos comprometamos con hombres de todas las ideologías, de todas las creencias, para una acción común en favor de la paz, para una acción que esta vez podría ser definitiva? Se ve bien —prosiguen— que la Iglesia no quiere sinceramente la paz. Ella quiere su paz, pero no quiere nuestra paz, la paz de los hombres de buena voluntad».

      Reproches injustos, evidentemente. ¿Pero cómo demostrarlo a los incrédulos y a los que dudan de la buena fe de la Iglesia? La cosa no es fácil. No es fácil porque, aun cuando se emplee el mismo vocabulario, hoy se hablan lenguas diferentes.

      El lenguaje de los cristianos no tiene ningún sentido para el mundo de hoy, y los cristianos no logran tomar en serio al lenguaje del mundo. He ahí la tragedia. Mas si el mundo no quiere aprender el lenguaje de los teólogos y de los hombres de Iglesia, será necesario que los teólogos y los hombres de Iglesia adopten el lenguaje del mundo.

      Hablamos de Justicia social, hablamos de Paz y Derecho natural, Bien común y Prudencia política. Hermosos y ricos conceptos con los cuales se ha edificado la Cristiandad. Pero ¿qué significan hoy esas palabras para gentes que están a nuestro lado, que son quizás nuestros conciudadanos y nuestros amigos? ¿Qué significan esas palabras para el ateo o el proletario, o el árabe o el comunista? Habría que lograr traducirlas en un lenguaje inteligible para todos, y esta es precisamente la enorme dificultad. Un lenguaje es más que un lenguaje. Es una manera de concebir la vida o, mejor, una manera de vivir.

      Para hablar y comprender el lenguaje cristiano, es menester vivir en cristiano. Entonces, cuando se piensa en cristiano, cuando se ama, con amor de Caridad a la Iglesia, la actitud de ésta no es difícil de comprender.

      Este es el caso de la cuestión que nos ocupa.

      Para nosotros, cristianos, la paz temporal no es el Bien supremo. El bien común temporal no es el bien supremo de la persona humana.

      La paz y el orden de las naciones, son sin duda bienes, pero bienes intermedios, de los cuales debemos servirnos para realizar el fin supremo, eterno de nuestra vida.

      Esos bienes, por lo tanto, tienen su valor propio, pero un valor que no es absoluto.

      Habría desorden en preferir esos bienes inferiores, por ejemplo esta paz temporal por la cual trabajamos, a bienes superiores. Cosa que la Iglesia nos lo recuerda.

      Del mismo modo, así como hay desorden en preferir el bien individual al bien de la Ciudad, o el bien de la Ciudad al bien temporal de la humanidad, lo habría también en preferir, en caso de conflicto, el bien temporal al bien espiritual de las almas.

      Este es el punto de vista de la Iglesia. Y también porque la Iglesia es prudente, no deja en plena libertad al cristiano para realizar su acción «pacifista»: otros bienes, superiores a la paz temporal misma, pueden estar en peligro a causa de esta acción.

      La acción por la paz temporal, pues, tiene límites, justamente porque no mira al Bien supremo.

      En todas las virtudes puede haber exageraciones, excesos.

      Hay una sola excepción: la Caridad, porque su objeto es directamente Dios, que es nuestro Bien supremo.

      Jamás se ama a Dios suficientemente. Jamás se lo ama demasiado.

      Pero se puede amar demasiado la paz temporal, y entonces este amor sería un pecado en lugar de una virtud.

      La justicia puede exigir a veces el renunciar a la paz temporal, y entonces se presenta esa terrible cosa que repugna a nuestra sensibilidad pero que no debe repugnar a nuestra conciencia moral, al menos en principio, como hipótesis histórica, esa cosa terrible que es la violencia justa, la guerra justa.

      Naturalmente, todo esto puede ser claro en teoría, pero en la práctica se pueden producir y a menudo se producen conflictos y luchas de conciencias. Lo sé y no querría pasarlo en silencio.

      En el mundo de hoy, el punto de vista de la subjetividad, de la conciencia personal, se hace de más en más importante y es necesario, a mi juicio, felicitarse de ello, pues la sinceridad es una gran desgracia para la vida cristiana.

      Algunos apóstoles generosos, sumergidos en una noche oscura que no es necesariamente la noche oscura de los místicos, creen comprobar en la hora presente una especie de oposición o de incompatibilidad entre las actitudes de la Iglesia y el interés de las almas.

      Sin duda, luchas entre el deber de obedecer y el de seguir las inspiraciones del Espíritu han agitado también en el pasado el corazón de los santos reformadores, pero la gracia ha triunfado y la obediencia sobrenatural ha privado sobre el espíritu de rebeldía.

      Esos santos, hombres y mujeres, no se contentaron con afirmar que no puede haber conflicto entre la obediencia a Dios y la obediencia al alma, ya que no hay más que un solo Señor, el Señor que conduce a la Iglesia y el que sopla en las almas.

      Esta afirmación de principio no les bastó. No se refugiaron en tranquilizadores teoremas; no se perdieron en casuísticas facilitantes, no buscaron las razones de la rutina, de la comodidad y de la pereza.

      Vivieron profundamente, sobrenaturalmente su tensión; se reafirmaron en su fe; se alimentaron de su propio conflicto interior, sin renunciar jamás ni a «sus voces» ni a la santa obediencia.

      Los que, entres nosotros, se sintieran más o menos escandalizados a causa de las limitaciones que la Iglesia impone a nuestro pacifismo, deberían inspirarse en la conducta de esos santos.

      El miembro de «Pax Christi» se debe a la obediencia y al amor de la Iglesia y a la sabiduría y a la prudencia de la Iglesia más que a su propia prudencia y a su propia razón humanas.

      Ahora bien, esta afirmación no debe ser interpretada en un sentido unilateral, equívoco, estrecho, impersonal, rutinario.

      La obediencia ciega no es del todo incompatible con la lucidez. No lo es, tampoco, con el sentido de la eficacia natural y sobrenatural.

      Recordemos a este propósito que el amor desordenado de una creatura contribuye más a su destrucción que a su bien. Es el caso de la Paz temporal.

      Un pacifismo amoral, inspirado solamente por razones utilitarias o sentimentales al margen de la jerarquía de los fines, no contribuye a la paz, más la destruye en sus raíces. Tal vez, en apariencia, sea más efectivo, capaz de obrar sobre un terreno humano más amplio y de realizar más expeditivamente la paz temporal, sin preocuparse de la justicia. Pero en realidad, la paz siempre es mejor lograda por el pacifismo moral que por el simple neutralismo.

      Las limitaciones morales que la Iglesia inspira a la acción pacifista del cristiano lejos de restringir las posibilidades de esta acción, las refuerza.

      El cristiano obediente es un mejor defensor de la Paz que aquel otro que invoca su libertad contra las órdenes legítimas de la Iglesia.

      Mas dejemos de lado esta cuestión para venir a otra que es la de las limitaciones que el Movimiento mismo impone a sus miembros.

      Â¿Nuestro Movimiento sería más limitativo que la misma Iglesia? ¿El militante de «Pax Christi» debería observar reglas especiales y más restrictivas que las que de ordinario condicionan la acción del católico?

      La respuesta no me parece difícil, pero ante todo es necesario precisar ciertos puntos y, particularmente el sentido del término «movimiento», que fue empleado muy juiciosamente para designar «Pax Christi». Un movimiento, sea profano, sea eclesial, no es una asociación, en el sentido estricto del término, y menos todavía un grupo, un partido representante de una tendencia determinada, separada de otras tendencias opuestas contra las cuales se propondría luchar.

      En mi opinión el término «movimiento» designa algo más amplio y más vago, el reflejo de un estado de opinión en pleno desarrollo o, quizás, en germen; una acción convergente alrededor de un fin muy general, simple y muy deseable, capaz de movilizar masas y de interesar a un gran número de personas por encima de cualquier género de particularismos.

      El Movimiento «Pax Christi» no podría ser el partido de los cristianos «pacifistas» que se levantan contra otros grupos y tendencias de Iglesias considerados como belicistas. Cosa que no tendría sentido.

      Tampoco representa ninguna tendencia particular, de derecha o de izquierda, progresista o retardataria.

      Responde, al contrario, a una idea simplísima, a un impulso común de toda la Cristiandad, a una inspiración secular que es la misma esencia del Mensaje evangélico: la paz temporal, la paz de los pueblos.

      Â«Pax Christi» no es sino la expresión y la expansión de un estado de opinión que existe en la Iglesia en favor de una aspiración esencial a todo el pueblo cristiano.

      Â«Pax Christi» no es más limitado que la Iglesia misma. Sin duda, nuestro Movimiento no llegará jamás a alcanzar sus verdaderas proporciones, pero está destinado a movilizar el conjunto de la Iglesia en vista de una gigantesca obra de misericordia —la paz de los pueblos—, es decir un fin temporal que condiciona y que está condicionado, de una cierta manera, por la realización de los fines naturales y primordiales de la propia Iglesia.

      Ahora bien, en el mundo moderno, un movimiento no podría subsistir mucho tiempo y hacerse eficaz sin un mínimo de organización, de unidad y de forma.

      Por consiguiente, el Movimiento «Pax Christi» debe tener una forma, una fisonomía, una organización. Necesita un reglamento, estatutos más o menos definitivos y precisos. Los miembros de «Pax Christi», y sobre todo sus dirigentes, están sometidos a exigencias concretas de diverso carácter que miran a la pureza del Movimiento y a la sumisión al magisterio y a la disciplina de la Iglesia.

      Pero puede y debe haber una gradación de derechos y de deberes entre los miembros. A medida que uno se aproxima a la cabeza del Movimiento se ve, naturalmente, más limitado en este sentido.

      El caso de un dirigente no es el mismo que el de un simple simpatizante, que no tiene ni la misma responsabilidad ni los mismos deberes que el dirigente.

      Aun cuando no lo quiera, la actitud del dirigente con respecto a cada problema concreto, compromete más o menos al Movimiento en su conjunto.

      A medida que el Movimiento vive, se hace una historia, toma una conformación determinada, que no debe estar en contradicción con los principios que lo inspiran ni con la gran libertad que allí debe reinar, según lo hemos dicho.

      Precisamente, es para defender la libertad de los miembros, y la abertura que caracteriza a un verdadero movimiento, que los dirigentes de «Pax Christi» deben someterse a una disciplina especial.

      En mi opinión, les está prohibido pertenecer a ciertas organizaciones políticas o parapolíticas que puedan condicionar o trabar su acción o matizarla muy profundamente en un sentido partidario.

      A este respecto, el dirigente debe hacer el sacrificio de una parte de su ideología. Sacrificio fecundo, pues permite la libre expansión de los otros en la realización de un objetivo común.

      Estas limitaciones pueden también afectar, a veces, a los simples simpatizantes, a todos los que quieren tener alguna cosa en común con el movimiento, pero en ese caso se tratará de preceptos o de ordenanzas de Iglesia de carácter general, más especialmente aplicables a los miembros de un movimiento como el nuestro.

      Â«En resumen —se dirá—, parece que un cristiano «pacifista» hará mejor en quedar libre que en participar en el Movimiento «Pax Christi»; de esta manera estará menos limitado y tendrá mayores posibilidades para su acción».

      No niego que en ciertos casos esto pueda ser cierto: sería entonces explicable que algunos prefirieran quedar afuera del Movimiento para comprometerse más libremente en una acción política o de otro orden en favor de la paz. Lo que no sería criticable. Podrían todavía ser amigos de «Pax Christi» y simpatizar, desde afuera, con nuestro Movimiento.

      Mas lo que no puede discutirse es, en general, la eficacia de tal actitud. Si es cierto que un católico que se compromete en nuestro Movimiento puede perder una parte de su libertad, sobre todo si asume funciones directivas en «Pax Christi», esta pérdida estará ampliamente compensada por la expansión de su acción, por las ventajas y la eficacia de una acción común en unión visible con los pastores de la Iglesia.

 

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