Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Cansancio y pasividad de los católicos
Ya, 1954-11-21
Sin un adviento purificador que nos vacÃe de nosotros mismos, no estaremos en condiciones de cumplir el deber polÃtico y social que la hora reclama.
Una vez más el Papa, en su discurso del dÃa 1 de noviembre, con motivo de la institución de la fiesta de la realeza de MarÃa, ha vuelto a poner de manifiesto, con palabras llenas de preocupación, la crisis de desconfianza polÃtica y social que están atravesando los pueblos.
El «cansancio de los buenos», la resignación, la pasividad con que la mayor parte de los católicos de nuestro mundo occidental ven hoy hundirse la sociedad, constituyen un fenómeno muy grave, el sÃntoma de un malestar profundo cuyas raÃces deben buscarse en el descreimiento filosófico y religioso.
El Papa no exagera
No puede creerse —claro está— que el Papa exagere, que sus frases sean sólo formas retóricas destinadas a estimular el celo apostólico de los fieles. Sus palabras parecen tener en este caso un sentido profético, y el hecho de que muchos no quieran entenderlo asà está produciendo lamentables consecuencias.
El propio Papa ha dicho alguna vez que ésta no es hora de discursos. Su misma insistencia, la reiteración conque una y otra vez vuelve sobre la idea de la crisis; revela que en su ánimo late una enorme preocupación.
¿Por qué esa insistencia? El Papa quiere, sin duda, que adquiramos plena conciencia de la situación histórica. Viviendo, como vivimos, sumergidos en ella, nos resulta difÃcil darnos cuenta del enorme peligro que está corriendo nuestra civilización no sólo por la acción ofensiva de poderosos enemigos exteriores, sino, sobre todo, por la falta de fe y de verdadera vida interior.
La ingenuidad de los que creen que esta situación podrá ser afrontada sin una reforma social profunda y que las próximas generaciones podrán seguir viviendo, poco más o menos, con arreglo a nuestros mismos moldes o estructuras, contribuye, en mi opinión, a aumentar el peligro.
Mientras los cristianos no adquiramos esa clara conciencia, que nos falta, de la realidad; mientras un santo temor no agite nuestras almas y avive nuestras voluntades; mientras, en suma, no nos encaremos vitalmente con la verdad histórica de nuestro tiempo, seguiremos probablemente entregados al alegre y confiado juego del «hacer que se hace», que tantas satisfacciones debe esta produciendo al prÃncipe de las tinieblas.
PseudomÃstica antisocial
La desilusión por el fracaso de esfuerzos en los que habÃan depositado muchas esperanzas inclina también a bastantes católicos a una especie de pseudomÃstica: la tentación de retirarse del campo, abandonando el mundo social y polÃtico y resignándose a que éste sea arrastrado por corrientes extrañas al mensaje evangélico, fundamentalmente inspiradas en las visión pagana del universo. Y como contrapartida de este repliegue, para llenar el vació que él deja, otros propugnan el recurso desesperado hacia las soluciones de fuerza, manteniendo la desconfianza en la eficacia social de la virtud y favoreciendo prácticamente, en último extremo, un maquiavelismo encubierto.
Estamos viviendo de nuevo una época de derrota moral, parecida a la que se produjo en la cristiandad después de la caÃda del Imperio romano.
Conocido es el pesimismo social que caracteriza a los filósofos cristianos de la antigüedad. Aunque se haya exagerado mucho la desconfianza agustiniana hacia los recursos naturales de la Humanidad, parece probado que los cristianos de la alta Edad Media, forzando quizás en un sentido unilateral el pensamiento de San AgustÃn, pusieron el acento sobre el pecado original y sus consecuencias destructoras en todos los órdenes. Desconfianza hacia la razón y hacia la posibilidad de un orden social conveniente y moral; necesidad de que lo sobrenatural supla en todos los terrenos, incluso los meramente temporales, la radical deficiencia del orden natural; teocracia en el dominio polÃtico y fideÃsmo en el dominio intelectual.
Retorno a Santo Tomás
Hizo falta que viniese Santo Tomás, con su nueva invención de Aristóteles, para que se restaurase la confianza en el ser y en un orden natural no enteramente destruido por el pecado. Y eso es precisamente lo que hoy nos está haciendo también falta: confianza en el ser, en la esencial bondad del orden creado y en la Providencia de Dios.
Si el hombre de hoy no cree en Dios, es porque empieza por no creer en sà mismo. Dejándose llevar de ciertas corrientes del pensamiento contemporáneo, se llegarÃa a perder la fe en la propia substancialidad. uno se quedarÃa sin el «yo», relegado a la categorÃa de accidente, sin poder ser ya sujeto de ninguna oración, ni siquiera de la que expresase la duda universal —el «yo dudo de todo»— porque hasta para dudar hay que existir.
Saber a ciencia cierta, sin «cogitos» ni silogismos, «que se es», que se es un yo substante y no un puro accidente hecho de la madera de los sueños —como decÃa Unamuno citando a Shakespeare—, he aquà el primer artÃculo de la fe filosófica, sin la cual la fe polÃtica y la otra, la verdadera fe, la fe religiosa, no hallan donde asentarse.
Santo Tomás fue eso: el equilibrio de la razón coronada por la fe. Y por eso sigue constituyendo el escándalo de los locos y de los desazonados mentales.
Un equilibrio que no excluye la angustia ni el misterio, pues la posibilidad de condenarse y la incapacidad de agotar la realidad con nuestro pobre conocimiento siempre subsisten, siempre deben permanecer a nuestra vista.
Acaso somos los cristianos los únicos que de verdad seguimos creyendo en nuestra propia substantividad, los únicos que damos a la palabra «persona» una significación subsistente y trascendente. Los únicos, también, que podrÃamos decir al mundo la gran palabra tranquilizadora.
Pero, en realidad, ¿estamos preparados para ello?
Sin un adviento purificador que nos vacÃe de nosotros mismos —de nuestros egoÃsmos individualistas, de nuestros prejuicios de clase, de nuestras estrecheces nacionalistas—, no estaremos en condiciones de cumplir el deber polÃtico y social que la hora reclama.
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