Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Distinguir para optar es lo que importa

 

Ya, 1954-03-29

 

      En una de mis últimas crónicas había quedado pendiente una cuestión sobre la cual me parece interesante volver ahora.

      Me preguntaba yo allí acerca de lo que el hombre occidental tiene que defender y conservar en la actual coyuntura y lo que, para salvar lo esencial, debe arrojar por la borda.

      En toda civilización hay algo de eterno, una llama divina que ha de ser mantenida y transmitida a las generaciones futuras; pero hay también mucho de caedizo y de perecedero, mucho que debe morir y que es incluso conveniente que muera para dar paso a la vida.

      Ver caer las cosas en torno a uno, extinguirse las viejas costumbres, desaparecer los rincones queridos de las ciudades, perecer las instituciones, los usos, las lenguas, las estructuras sociales, esfumarse en el tiempo, como estelas de humo, las amadas formas en las que parece ir prendido nuestro contorno vital, ha sido y es un motivo de angustia para los hombres de todas las épocas.

      A nosotros nos ha tocado ser testigos y, hasta cierto punto, actores de una gran crisis, una descomunal crisis histórica; no es extraño, pues, que al ver tantas cosas en liquidación, a la vez, sintamos esa especie de «angustia histórica», que constituye, sin duda, uno de los aspectos más patentes de nuestra incomodidad radical, indicio o traza de nuestra vocación divina.

 

Esterilidad de un conservadurismo a ultranza

 

      Ahora bien; frente al universal derrumbamiento de valores seculares, al que la Humanidad está asistiendo desde hace un par de siglos, no cabe una actitud radicalmente reaccionaria, una especie de extremismo conservador o de conservadurismo a ultranza, más instintivo que racional, que se obceque en una testaruda inmovilidad histórica.

      Lo que importa es distinguir para optar.

      Saber lo que hay de eterno en nuestra civilización y lo que hay de caduco en ella. Aquello por lo que vale la pena de morir y aquello otro que, estorbándonos para lo primordial, debemos dejar, no sin cierta melancolía, hundirse en el pretérito.

      A algún lector podrán parecerle estas frases un tanto pesimistas y, por decirlo así, escandalosas. No encierran, sin embargo, una invitación a la indolencia ni a la aceptación perezosa de los hechos, sino, al contrario, una llamada a una actitud genuina y esforzada.

      El mundo conoció hace milenio y medio una situación parecida a la nuestra. Roma, debilitada por dentro y acosada por fuera, se hundía, y, con ella, el suelo histórico de muchas generaciones. El firmamento se les venía encima a aquellas gentes y todo parecía presagiar el fin del mundo civilizado.

      Ante las alarmantes noticias que los exilados traen de la capital del Imperio, San Agustín toma la palabra y deshace los argumentos de los que escandalizan: «¿Es afrenta decir que Roma es caediza? —pregunta el obispo de Hipona—. Si también el hombre, galanía de la ciudad y morador suyo, y aun los mismos que la rigen y gobiernan, vienen para irse, nacen para morir y entran a salir, ¿a qué viene maravillarse de que a la ciudad le llegue su fin?».

      Es decir: poco importa, en último extremo, que lo accidental parezca; pero aun esto puede salvarse si los hombres no decaen de su altura moral. Y así añade: «Quizá no sea esto la desaparición de Roma; quizá es un azote y no una ruina; tal vez un escarmiento y no un aniquilamiento. Acaso no perezca Roma si los romanos no perecen. Y no perecerán si bendicen a Dios; perecerán si le blasfeman».

 

No se trata de «monumentos y arboledas», sino del alma cristiana de Europa

 

      Y, en efecto, Roma se salvó. Los cristianos salvaron lo que de eterno había en Roma. Sus «monumentos y arboledas, sus magníficos palacios y murallas amplísimas», de que nos habla el propio San Agustín, fueron destruidos. Pero el espíritu de Roma pervivió y Roma llegó a ser, más que en ningún otro tiempo anterior, la Roma eterna.

      No se trata, pues, ahora tampoco de «monumentos y arboledas», sino del alma cristiana de la vieja Europa, que es lo eterno de nuestra civilización. Lo que hay que conservar es el dinamismo cristiano, que, viendo, en el tiempo un comienzo de eternidad, impulsa al hombre a una acción eficaz en todos los órdenes de la vida; el sentido ecuménico, auténticamente acatólico, del cristianismo.

      Lo que hay que arrojar son los egoísmos encubiertos, los particularismos inconfesables, replegados sobre sí mismos, que a veces se revisten de conceptos nobles y casi sagrados, y es cuando son más peligrosos: los egoísmos de clase o de grupo profesional, que se erigen injustamente, poniendo en peligro el bien común; los egoísmos de razas y naciones que chocan con el bien superior, espiritual o temporal, de la comunidad humana; el afecto a las formas cuando, perdido su contenido vital, se convierten en puras formas.

 

Obediencia activa a las órdenes del Papa

 

      El cristianismo es capaz de inspirar nuevas e incontables civilizaciones. Como la caridad que lo anima, todo lo sobrelleva, nunca perece y todo lo espera. Si la fuente de inspiración es tan grande ¿por qué empeñarnos en estrecharla con nuestras limitaciones?

      El momento actual exige cierta desnudez espiritual. Espíritu pronto y dispuesto para aprovechar toda coyuntura en favor del bien. Cierta inventiva sobrenatural, si se me permite esta expresión, para elegir los medios eficientes. Una enorme grandeza de alma para comprender la realidad en toda su enorme medida.

      El vivo ejemplo de esta actitud nos da la de nuestro padre de Roma, que, hoy más que nunca, se asemeja a un experto piloto conduciendo su nave entre la borrasca a la busca de un paso.

      Una obediencia activa a sus órdenes —esa palabra que acabo de subrayar tiene aquí mucha importancia— es, sin duda, la norma mejor para los que quieran acomodar su vida a la gravedad de la hora. Pero este tema: «obediencia activa y obediencia pasiva», es ya tañido de otra campana.

 

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