Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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La escuela y la universidad deben aproximar a los jóvenes al mundo del trabajo

 

Ya, 1954-03

 

      El profesor de Lyón, Juan Vialatoux, sugiere en su reciente obra titulada «Significación humana del trabajo» la idea de que se construya una «psicología de la mano». La expresión puede resultar paradójica y aun, para algunos, escandalosa; pero el autor deshace todo equívoco con copia de sutiles y tranquilizadoras razones. Todo el esfuerzo de Vialatoux en ese libro consiste precisamente en preparar el camino de una filosofía, es decir, una psicología, una ética y una metafísica del trabajo. Coincidiendo en su empeño con otros intelectuales cristianos, intenta romper así el embrujo helénico que aún cautiva el alma occidental: la concepción del trabajo físico como pura esclavitud.

      Nadie ignora la enorme influencia ejercida sobre la historia contemporánea por los dos hombres que pensaron sus filosofías en función del trabajo; pero Proudhon y Marx no fueron, desgraciadamente, cristianos, y las ideologías que ellos levantaron tuvieron, desde su propia base, un signo materialista y radicalmente terreno, que es el antipolo del mensaje evangélico.

      El propósito que ahora anima a los reformadores cristianos del mundo del trabajo —a los cristianos que creen que hay algo más que la caridad benéfica, la justicia conmutativa y la conservación de las estructuras económicas tradicionales— no puede ser realizado a fondo sin una filosofía adecuada. Sólo un pensamiento profundo puede dar solidez a una acción duradera.

 

Trabajo «servil» y trabajo intelectual

 

      La división, a veces completamente convencional, entre trabajo manual o «servil» y trabajo intelectual o «liberal», y su desigual consideración han hecho y siguen haciendo mucho daño. Toda una corriente de «absentistas laborales», es decir, de hombres que quieren escapar de la servidumbre del trabajo físico, se lanza sobre los puestos burocráticos y administrativos, donde «se vive bien» o, por lo menos, «se dura», sin necesidad de grandes esfuerzos. Así, la máquina y el surco son abandonados, y en todos los países crece el número de funcionarios, más o menos intelectualizados, de todas las categorías y escalas.

      La «psicología de la mano» de Vialatoux, nos devuelve a otros horizontes más genuinamente humanos. Olvidamos, al pensar en el trabajo manual, que la mano del hombre es una mano espiritualizada. La mano no es una zarpa, ni una garra, ni una aleta, sino el instrumento por excelencia, el «organum organorum» de un espíritu encarnado. «La mano es el testigo por excelencia de la encarnación de nuestra inteligencia y de la intelectualización de nuestro cuerpo». Al fin y al cabo, no es el cuerpo carcelero y el alma cautiva, ni el cuerpo corcel y el alma jinete —viejas y equívocas imágenes de reminiscencia platónica—. La mano es justamente el símbolo visible y actuante de la unidad del ser misterioso «que somos».

      Por medio de ella, nuestro pensamiento penetra en el mundo de la materia y lo altera. La mano acaricia, palpa, estruja, rompe el espacio físico en su derredor; pero también piensa o ayuda a pensar. No es enteramente paradójico el dicho de Anaxágoras: «El hombre piensa porque tiene manos». También el aquinense nos recuerda, en su perfecto equilibrio, que el «hombre tiene razón y manos». Es peligroso concebirlo, pues como un espíritu angélico cuando realmente es un ser corpórico espiritual.

 

Consecuencia en el campo del trabajo

 

      En el campo del trabajo, tal equívoco tiene consecuencias muy graves. Importantes desequilibrios se producen en el hombre y en la sociedad cuando la mano es menospreciada. Por desgracia, esto ocurre con demasiada frecuencia. El trabajador «intelectual» no siempre se siente identificado con el trabajador «manual». Sin embargo, estas dos clases de trabajo no están alejadas la una de la otra ni son tan independientes entre sí como comúnmente se piensa.

      Â«Hay que ser un intelectual para ignorar lo que es un proletario», exclamaba no hace mucho tiempo el escritor Francis Jeanson. Que esto pueda decirse en una época en que los intelectuales dedican montañas, y aún cordilleras, de papel a exponer sus ideas sobre el proletariado es un hecho muy significativo. Por desgracia, la miseria social, el suburbio, la condición proletaria, habían llegado a ser para muchos intelectuales un puro motivo literario. Ahora se empieza a reaccionar contra esto.

      La causa tal vez más importante del aislamiento en que hemos vivido universitarios y obreros radica en el clima de nuestra educación. Exceptuando la escuela profesional —que ahora debe prosperar notablemente entre nosotros merced a la nueva tasa del 1 por 100 de los jornales bases, recientemente establecida por el ministerio de Trabajo—, la escuela primaria tiene ya un cierto sello intelectualista escasamente compensado por modestas prácticas manuales.

 

El aspecto social de la educación

 

      Para muchos padres la escuela no significa otra cosa que el medio de que los hijos superen al ambiente laboral, liberándose de la necesidad de trabajar físicamente. El hecho se acentúa en la enseñanza secundaria y en la superior, donde, además, aparece una marcada separación clasista. En cierto modo, puede decirse que el absentismo se inicia en la escuela primaria y culmina en la Universidad.

      Nunca se lamentarán bastante las consecuencias demasiado patentes que para la buena formación de los jóvenes tiene su separación docente por clases sociales. En realidad debería ser al contrario: la educación habría de acercar al mundo del trabajo a los jóvenes que viven demasiado ajenos a esta casi esencial actividad humana. La solidaridad social debería encontrar en la escuela su más sólida base: no sólo los hijos de los obreros, sino, sobre todo, los hijos de los «profesionales» y de las gentes más acomodadas deberían, por ejemplo, aprender, un oficio en la escuela. Al parecer, algo de esto, se hace ya en algunos países con buen resultado. En España sería también conveniente adoptar medidas análogas para equilibrar humana y socialmente las instituciones docentes.

      Ello contribuiría a preparar en nuestro país un clima social genuinamente cristiano, dentro de un mundo nuevo: una civilización cristiana del trabajo.

 

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