Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Existencialismo y fe católica

 

Incunable, 28 zk., 1951-02

 

      Se ha dicho que en el cristianismo se halla el clima más apropiado para acoger las aspiraciones existencialistas. Incluso se ha llegado a afirmar con evidente exageración que el existencialismo es una manera particular de ser del cristianismo.

      Es cierto, desde luego, que buena parte de los inspiradores y precursores del existencialismo fueron o son cristianos, aunque a veces cristianos inquietos y en cuyas almas no parece haberse asentado de un modo estable la paz de Cristo. Sin dejar de apuntar a San Agustín y a San Bernardo como raíces principales del árbol existencialista, bastaría recordar los nombres de Pascal, Kierkegaard, Chestov, Berdiaeff, Maine de Biran, Karl Barth, Blondel, Scheler, Marcel, para poder hablar de un existencialismo cristiano. Algunos de estos hombres son de religión ortodoxa; otros protestantes estrictos; unos pocos, católicos.

      Después de la publicación de la «Humani Generis», que declara la imposibilidad de «compaginar» con el dogma católico el existencialismo, «tanto si defiende el ateísmo como si al menos impugna el valor del raciocinio metafísico», y en la que se habla de esa «moderna seudofilosofía» que, en concurrencia con otras direcciones del pensamiento contemporáneo, «rechaza las esencias inmutables de las cosas y no se preocupa más que de la existencia de cada una de ellas», cabe preguntarse si un católico puede, sin dejar de serlo, adoptar una actitud existencialista. De hecho, y como ya hemos indicado, hay católicos que ocupan entre los existencialistas un lugar destacado sin que su actitud haya merecido, ni antes ni después de la encíclica, advertencia o crítica alguna por parte de la Jerarquía eclesiástica; pero esto no significaría mucho en relación con el problema que he enunciado y que a mi juicio ha de dar quehacer a los teólogos. Precisamente para fines del presente mes se anuncia una reunión, presidida por Mgr. Feltin, para tratar el tema «Fe teologal y existencialismo», en la que participarán teólogos franceses de diversas tendencias o matices y que promete ser muy interesante.

      Antes de abordar este problema hay que poner en claro lo que debe entenderse por «actitud existencialista». Esta actitud comporta un aspecto negativo y un aspecto positivo en correspondencia correlativa con el aspecto negativo y el aspecto positivo de la metafísica.

      La actitud existencialista se revela ante todo como una reacción contra el pensamiento conceptual, único del que realmente puede nutrirse la filosofía. Sabido es que las esencias universales no agotan el ser individual de las cosas, y que los sujetos, en su calidad de sujetos, escapan a nuestra inteligencia. Es cada uno de nosotros sujeto único en un mundo de objetos. Los sujetos, como tales, son incognoscibles, excepto para Dios, y en cierto modo para los espíritus angélicos. Aquí radica la grandeza y la miseria de la metafísica y de nuestro conocimiento intelectivo.

      Grandeza de la metafísica: conocimiento del ser de las cosas y de sus esencias universales, conocimiento auténtico y comunicable.

      Miseria de la metafísica: limitación del conocimiento, del que escapan las naturalezas individuales y el mundo de los sujetos, irreducible a conceptos, inefable.

      Pero el ser individual es, desde cierto punto de vista, lo que más me interesa en este mundo. Mi vida y mi muerte, vistas desde dentro de mí mismo; como actor, no como espectador; como sujeto, no como objeto del pensamiento. Es mi propio misterio el que intento afrontar. Y luego el de mi prójimo, ese mundo subsistente que en vano trato de encerrar entre las redes del intelecto. ¿Cómo salvar, en efecto, ese abismo que separa al yo-sujeto del tú-sujeto? He aquí el problema cuasi-religioso que el existencialismo se propone. El amor, la fidelidad, y sobre todo la esperanza, la fe religiosa, profundamente vividos, son sus medios. En realidad, sólo a través del tú supremo podemos llegar a los otros tús sin objetivarlos, en una especie de concupiscencia mental.

      Ahora bien; la filosofía trabaja siempre con conceptos. No existe ciencia de lo particular. La experiencia, la intuición interna es incomunicable y no puede ser objeto de un procedimiento metódico sin ser en gran parte destruida.

      La actitud existencialista no es una filosofía. Con razón se ha dicho que el error del existencialismo ha sido el haber nacido en el seno de la filosofía. Bien se ve que esa actitud es una actitud prefilosófica o, más bien, como hemos dicho antes, pre-religiosa.

      Ahora bien; si el existencialista es un hombre que no siente entusiasmo ninguno por los principios ni por los métodos de la filosofía, que empieza por afirmar que ésta no le llena el alma y que prefiere buscar la realidad ontológica dentro de sí mismo, ahondando, cavando en su propia inferioridad, esta actitud parece que no desvaloriza «de derecho» a la razón discursiva. Prueba únicamente que hay hombres cuya edad no puede ser agotada por ésta.

      La verdad es que un existencialista sincero no se halla en condiciones de impugnar el valor del raciocinio metafísico desde un punto de vista genérico. Podrá simplemente afirmar su reacción personal; pero tampoco podrá prescindir de los conceptos, al menos para comunicar el resultado de sus reflexiones personales, siquiera sea parcialmente, objetivamente, ya que la propia experiencia en su totalidad es incomunicable. Vemos, pues, que el existencialista, como el místico, se ve obligado a conceptualizar para darse a entender de sus semejantes. Aunque el hecho místico y la experiencia de la intuición interna sea, uno y otra, ajenos al discurso intelectual, el místico, lo mismo que el existencialista, se ven impelidos a echar mano de aquél.

      El existencialista que niega fundamentalmente el valor del raciocinio metafísico no solamente es traidor a su propia vocación y comete un error lógico, al sacar conclusiones universales de premisas singulares, sino que emprende un camino peligroso que la Iglesia no puede aprobar.

      Pero el existencialista que sin negar el valor del raciocinio metafísico pretende realizar a fondo la experiencia intuitiva de su propio sentido interior, avanzando hacia dentro en lugar de hacia fuera, y experimentar en su misma intimidad la dialéctica del yo y el tú, podrá llegar, sin duda, a descubrimientos importantes para sí mismo y aun para los demás (esto, claro está, si se decide a aplicar la reflexión a lo intuido).

      A este efecto, el existencialista propugna una actitud de recogimiento, de humildad, de silencio interior, a fin de poder escuchar los latidos del ser, de su propio ser, sin deformarlos por consideraciones conceptuales.

      Si esta actitud es sincera; si, en consecuencia, no va acompañada de una negación de Dios ni de la realidad ontológica del mundo exterior, de la relativa eficacia cognoscitiva del raciocinio, sino que se limita a ser una actitud de intensificación personal, ¿qué valor puede tener como posible fundamento de una fe católica?

      Este es, a mi juicio, el problema, despojado de sus primeras y más obvias dificultades, que el teólogo deberá estudiar en relación con el llamado existencialismo cristiano.

 

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