Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Mundos cerrados
Documentos, 5 zk., 1950
Friedrich Heer nos habla en «La Vie Intellectuelle»[1] de los «mundos cerrados», monadas sin ventanas con sus alfabetos y sus lenguajes propios: grupos sociales, políticos, nacionales, raciales, culturales o religiosos —y a veces varias de estas cosas a un mismo tiempo— incapaces de comprenderse ni de comprender, que tienden a aislarse más y más, precisamente porque su posibilidad de existir se halla condicionada al hecho fundamental de su hermético aislamiento. Sumidos en esos universos artificiales, de ideas y sentimientos limitados, viven hombres sin comunicación con el exterior, convencidos, acaso, de que nada que valga la pena existe más allá de las fronteras de sus cosmos particulares.
En realidad es el espíritu del mal, el espíritu de división y de parcialidad, quien establece las barreras infranqueables, quien refuerza más y más los rígidos telones de acero. Todo espíritu de secta, de bandería o de partido, es malo en sí, porque nadie, entre los mortales, acapara el bien ni la verdad ni tiene derecho a presumir de que su conducta sea la única irreprochable.
Es cierto que la Iglesia ha recibido el depósito inagotable de Verdad y de plenitud de Bien. Pero ella es, por esencia, la cosa más opuesta al espíritu de partido. Su catolicidad excluye cualquier clase de limitación, pues nada de lo que existe le es enteramente ajeno o indiferente: todo cuanto participa del ser, es obra de Dios y pertenece a Cristo por derecho de conquista. La Iglesia es, en expresión del P. Charles[2] «el sacramento del mundo, la forma de la adoración de todo el Universo, el punto de concurso de la creación restituida al Verbo del cual es obra».
Así el reino de Cristo no reconoce otras fronteras que las del no-ser.
Los católicos experimentamos frecuentemente la tentación del asilamiento. Extraña e ilógica tentación porque un catolicismo cerrado constituye una contradicción invivible. La catolicidad de la Iglesia ¿no nos impone ciertas obligaciones que acaso no acertamos a valorar y practicar en grado suficiente?
Muchos cristianos son, sin duda, paganos «in acto exercitu», porque proceden como si la religión fuese el bien particular de una casta o de un pueblo, dando a estas palabras no la significación mística que la Iglesia les atribuye, sino un sentido terrenal y casi guerrero o nacionalista. «Acaso nos la representamos —dice el P. de Montcheuil refiriéndose a la Iglesia— como un pequeño cenáculo de almas al abrigo de un templo estrecho, hacemos de ella una secta, cuando en realidad es la Religión en marcha»[3].
Es corriente presentar el catolicismo en oposición con las demás religiones, la verdad en oposición al error, el pueblo elegido en oposición a los que yacen en tinieblas. Acaso sería mejor sustituir la idea de oposición por la de superación o la de coronación, sin dejar de afirmar el salto infinito que hay de la verdadera religión a las otras, cabría valorar lo que éstas contienen de útil y de bueno en el orden de la moral o de las creencias. Hay en ellas muchos elementos de la revelación más o menos degradados e incompletos pero que constituyen un tesoro para quienes no se hallan en posesión de la plenitud de la fe. Estos elementos cristianos, que, como rizos desprendidos de la cabellera de Berenice, tienden a volver a la cabeza de la Iglesia, a Cristo, son acaso el medio más eficaz por el cual muchos acatólicos pueden llegar a reconocerla.
La actitud genuinamente católica ¿no consiste en ver en todo la mano del Creador, es decir, en percibir primordialmente en todas las cosas el elemento positivo, lo que cada cosa posee de Ser, de Bien y de Verdad? Esta percepción parece que, aun en el orden lógico, debe preceder a la del aspecto negativo, a la de las deficiencias y carencias del ser.
Pero se da mucho entre los católicos la actitud contraria: se tiende a considerar en los otros primordialmente, y acaso exclusivamente, el aspecto negativo, la deficiencia, la privación del ser.
Esta actitud tan corriente, que en el fondo es una táctica defensiva, se explica fácilmente porque desde la Reforma, la Iglesia se ha visto obligada a replegarse ante un mundo hostil, mundo de apariencias, y hostil precisamente por lo que tenía y tiene de negativo. Pero mantenida y aplicada fuera de lugar, con tacañería y espíritu sectario, puede conducir a esos universos cerrados de que hablábamos al principio de este artículo, que representan la postura más anticatólica que darse pueda.
Sería muy interesante que revisásemos nuestro proceder desde este punto de vista y determinásemos los medios de hacer más católica —que es como decir más abierta, más universal— nuestra conducta de católicos.
Este modo de ver las cosas exigiría ciertamente una educación y una disposición mental, que si bien es fácil para los hombres de inteligencia cultivada capaces de ponderar y de tener a un mismo tiempo en cuenta aspectos muy diversos de una misma cosa, está lleno de dificultades para la gente del pueblo, más inclinada a juzgarlo todo de un modo simple y unilateral.
Las actitudes simplistas son sin embargo muy peligrosas. Conducen fácilmente a la incomprensión y luego al odio y a las guerras de religiones.
Sería menester, pues, realizar una labor educativa, perfeccionar en los católicos el espíritu de catolicidad y enseñarles a ejercitarlo en la vida práctica.
Acaso fuera bueno para esto que los católicos se habituasen a meditar a la Iglesia en sus dimensiones invisibles. Como dice el P. de Lubac[4]: «la catolicidad no es cuestión de geografía ni de cifras, la Iglesia era ya católica en la mañana de Pentecostés cuando todos sus miembros cabían en una pequeña habitación». La catolicidad es universalidad auténtica y esencial. Pero en nuestra concepción de la Iglesia ¿no olvidamos, quizás con excesiva frecuencia, esa falange constituida por la incontable y esforzada legión de los hombres buenos que sólo en el día final aparecerán patentemente unidos al alma de la Iglesia e incorporados a Cristo?
De esta manera tendemos a hacer de la Iglesia un anti y del cristiano la antitesis del infiel y del hereje, cuando en realidad todo cuanto de positivo y de bueno pueda haber en el universo pertenece a Cristo y debe ser objeto de la atención de nuestro espíritu de catolicidad.
¿Cómo, si no, podríamos amar a los pecadores, a los enemigos de la Iglesia, a los enemigos de Cristo? En realidad los contradictorios son inconciliables y ese amor sería imposible, si no fuese porque hay en esos hombres elementos de ser, de bien y de verdad, en parte anquilosados por el pecado, pero que por lo que tienen de positivo pertenecen al patrimonio de Cristo.
Lo que amamos en el pecador no es el pecado, que es pura privación, sino todo lo demás, lo cual es digno realmente de ser amado, como obra de Dios. Lo que debemos amar en los miembros de otras religiones, no son sus deficiencias, sus incomprensiones y obscuridades, sino todo lo que poseen de bueno tanto en el orden de sus doctrinas como de sus acciones. Con algunos de ellos, nos une, incluso, la participación en sacramentos capaces, como el bautismo, de conferir la Gracia. Sin embargo cuando se refieren a los acatólicos ¿no existe en los escritores y oradores católicos una tendencia a ocultar estos elementos positivos y a poner de manifiesto solamente el pecado, el error, la deficiencia, todo aquello, en suma, que representa una decadencia de ser?
¿No empezamos, muchas veces por negar la buena fe a los no católicos y considerarles sistemáticamente como adversarios?[5]
El tono de nuestros dirigentes adquieren también a veces resonancias desagradables de cruzada, de guerra santa contra el infiel, lo cual es lamentable porque nada de eso favorece el espíritu de catolicidad. Sería tal vez mejor que nos ayudasen a buscar los motivos de amar que los motivos de odiar.
Esto tendría por otra parte la ventaja de presentarnos nuestra religión de un modo más verdadero y más atrayente, no precisamente en oposición contradictoria con las otras religiones —lo cual es también un modo de ponerla a la misma altura que ellas— sino como la religión genuina, que sobrepasando infinitamente a todas las demás —en la misma medida en que las obras de Dios sobrepasan a las obras de los hombres— constituye su prolongación máxima, su límite superior, el acabamiento, la meta y la perfección suprema en el orden de las realizaciones religiosas.
Nuestra admiración y nuestro entusiasmo por todo lo que de un modo o de otro pertenece a nuestra religión, nos lleva también de otras maneras a un parcialismo, en todo semejante al de cualquier comunidad natural política o religiosa que tampoco favorece a la idea de la catolicidad. Comenzando, en efecto, por desentendernos de las opiniones de los demás, por ignorarlas o silenciarlas casi completamente, nos dedicamos a conocer y cultivar casi exclusivamente nuestros valores. Las limitaciones que impone el Índice son perfectamente explicables, pero aun fuera de este terreno vedado, tendemos a buscar con preferencia casi determinante las obras de escritores y literatos, artistas, filósofos, historiadores y hasta científicos católicos. Esto nos da una cierta seguridad y nos mantiene en un ámbito familiar de ideas, sentimientos y reacciones ante la vida y ante el mundo, pero al propio tiempo puede llegar a incapacitarnos para comprender a los demás hombres y sobre todo para llevar a término las exigencias de nuestra catolicidad.
Estrictamente hablando parece muy dudoso, por ejemplo, que exista una sola manera legítima de filosofar, es decir, de aprehender la realidad ontológica y de dar cuenta de ella. Sobre esto cada cultura parece poseer una sensibilidad propia, innaccesible a los extraños. Se puede llegar a comprender con más o menos celeridad, una lengua extranjera; y hasta a valerse acertadamente de ella para hablar de tópicos, para entendérselas con el conserje del hotel sobre cuestiones más o menos culinarias. Ya mucho más difícil, acaso imposible, es ponerse en contacto con el alma de esa lengua, entrar en su interioridad y encontrar en ella un medio de expresión adecuado para nuestra intimidad personal. Pero cuando ciertamente se traspasan a mi entender los límites de lo imposible es cuando se pretende interrogar la sensibilidad filosófica de una cultura extraña y valerse de ella como instrumento indagatorio de la verdad. Las lenguas son hasta cierto punto traducibles, contando con que para ello hay que traicionarlas: las grandes filosofías, almas de las culturas, no pueden ser traducidas, ni siquiera traicionándolas.
Quiero con todo esto decir que lo que algunos han llamado «filosofía católica», con ser un patrimonio de valor eminente, que ha servido y sirve útilmente a la Iglesia —recuérdese la definición y defensa de la Filosofía Tomista por León XIII— no es, propiamente hablando, algo estrictamente católico. Católica es la Iglesia, más esta catolicidad no le viene ni podía venirle de los hombres. Los hombres siempre hacen cosas limitadas: ninguno es capaz de realizar por sí mismo nada genuinamente católico.
Constituye un provincianismo de pésimo estilo el querer catolizar cosas que no pertenecen al ámbito de la catolicidad. Este modo de proceder implica incluso una cierta responsabilidad por nuestra parte, porque ¿quién sabe si la China o el Islam, serían católicos si no fuese por los pecados que contra la catolicidad hemos cometido los católicos? ¿Quién sabe hasta qué punto la manifestación exterior, visible, de la catolicidad de la Iglesia ha quedado entenebrecida o retardada a causa de aquel provincianismo ingenuo?
Y aun sin hablar de pecado ni de responsabilidad, es evidente que los católicos caemos inconscientemente en muchos errores, canonizando y catolizando causas y cosas pequeñas privativas nuestras.
Este modo de proceder nuestro hace a veces demasiado abrupto, demasiado arriscado y difícil, el acceso de otros hombres a la Religión Católica. En ciertos católicos parece existir, como bien señala el P. Congar[6] un afán de prescindir de planos inclinados, de exagerar incluso la dificultad de la Fe Católica, abusando de las opiniones particulares y cargando de matices localistas la concepción católica de la vida.
No parece nada caritativa esta actitud; ciertamente adolece de hermetismo y de tacañería espiritual. No es caritativo desentenderse de los problemas religiosos de los demás, pasar con altivez ante ellos, mirando con lástima mezclada de desprecio a los que yacen en el error, acaso con gesto análogo al del levita en la parábola del samaritano. ¿No cabe hacer un esfuerzo de comprensión por nuestra parte, tratando al menos de aproximarnos cordialmente a ese hombre que yace herido en lo más íntimo de su espíritu. Es fácil decirle: «levántese usted y ande como yo. ¿No ve con qué facilidad lo hago?» es fácil pero no es caritativo ni, por tanto, católico.
Existe también otro modo de acantonarse, no ya en el espacio sino en el tiempo, empeñándose en ser hombres de un siglo. Poco importa de cual. Hay quienes quieren reducirlo todo al siglo XIV; otros se limitan a querer ser «hombres de su siglo» hombres del siglo XX. Otros, en fin, curiosos de todo lo que sea novedad quisieran adelantarse a su tiempo y vivir proféticamente los problemas y las soluciones del siglo XXII. Pero la Iglesia católica no reconoce límites temporales a su acción: Ella es de siempre de ayer, de hoy y de mañana. Antes de que hiciera acto de presencia en la Historia, Ella existía ya en el diálogo del Padre y el Hijo, y cuando los tiempos terminen, seguirá transformada en Iglesia triunfante.
La actitud genuinamente católica no parece pues coincidir ni con el tradicionalismo a ultranza, ni con el progresismo a todo precio, ni con el actualismo oportunista. Todos, aunque no lo queramos, somos hombres de nuestro siglo y no es lícito que intentemos sustraernos a la preocupación y a la acción del momento. En este sentido estamos acantonados en nuestra época, nos hallamos marcados en el signo de lo particular. Pero no es legítimo tampoco que pretendamos condenar al pasado en nombre del presente, que intentemos medirlo todo con los criterios del siglo XX. El espíritu de catolicidad es amplio, es abierto, no sólo en el espacio sino también en el tiempo: no encuentra dificultad para abrirse a la idea de la historia viviente, en la que nada propiamente muere, sino que todo está latente y vivo ante los ojos de Dios.
El misterio del tiempo parece, al menos en parte, superado por el espíritu de catolicidad. A medida que va el hombre aprendiendo a situarse en la perspectiva católica, parece como si la historia fuera liberándose para él de su dimensión cronológica, como si adquiriese un relieve de eternidad.
De esta manera el católico, sin dejar de ser el hombre de hoy, sabe dar entrada en su propia vida múltiples elementos del pretérito, los cuales perviven y perduran en él. Sabe sentirse hijo de sus padres, percibe en su propia vivencia, el latido de las generaciones anteriores, experimenta hacia ellas esa piedad, profundamente religiosa, que es la verdadera raíz del civismo.
Pero al mismo tiempo su mente está abierta al porvenir, en actitud siempre expectante, no por un curioso afán de novedad, sino porque el hoy ha de engendrar al mañana, y porque es misión del presente abrirse a los nuevos problemas y preparar las nuevas estructuras que harán el futuro distinto pero no contradictorio con el pasado.
¿No estará en nuestra tendencia al acantonamiento temporal, la raíz de tantas incomprensiones y discusiones relativas a la doctrina político-social de la Iglesia? ¿No será la causa de ello el que unos y otros se empeñen en clavar sus tesis, como banderolas de combate, en parcelas diminutas de la historia?
Ciertamente para muchos la hipótesis, se convierte en una anti-tesis, es decir, en una tesis contra la tesis. ¿No equivale esto a una sublimación del presente?
El espíritu de catolicidad nos exige renunciar a ese encarrilamiento, a ese querer meterse la Historia en un puño, a que equivale el imperio de las tesis y de las antitesis. También en esto tenemos la tendencia a elevar a la categoría de lo eterno infinitas cosas que pertenecen a la esfera de lo perecedero.
La verdadera actitud es mucho más humilde y realista. Se resiste a hacer afirmaciones fuera de lugar y desproporcionadas a nuestros medios. A querer elaborar por nosotros mismos fórmulas de significado eterno, allí donde la Iglesia no lo haya hecho de un modo manifiesto y neto, o a abusar de las fórmulas del Magisterio eclesiástico, tratando de exprimirlas hasta más allá del agotamiento y de sacar de ellas cosas que no estaban en el espíritu de sus ilustres redactores. Al fin y al cabo, el valor de esas fórmulas dogmáticas no procede de quienes las redactaron sino del propio Cristo, cuya revelación tratan de expresarnos con la mayor claridad posible. Tendemos sin embargo a echar demasiado en olvido que la Fe más que una adhesión a fórmulas determinadas es una actitud de entrega, de confianza en el testimonio de un Hombre-Dios, es un contacto personal de persona a Persona con Él y con lo que es Él: la Iglesia.
Con Cristo podemos afrontar sin temor el choque de los tiempos. Las fórmulas nos son necesarias a nosotros, pobres humanos, mientras vivimos en esta vida de estrecheces intelectuales. Pero esta necesidad no justifica que se pretenda reducir toda la realidad a un armazón de fórmulas.
Los especialistas habituados a trabajar con fórmulas, tienen también tendencia a fabricarse sus mundos cerrados, mundos aparte, mundos de símbolos, mundos gramaticales, en los que cada proposición se torna en una montaña y una disidencia puede producir una guerra.
El hombre hecho fórmula es el prototipo del aislamiento. Nada más lejos de la idea de catolicidad.
[Notas]
[1] «L'amour des ennemis». Mai 1950.
[2] Missiologie.
[3] Aspects de l'Église.
[4] «Catholicisme».
[5] Véase a este respecto la opinión de Carlos Colombo en el artículo: «¿Es posible la unión de los cristianos?». (DOCUMENTOS núm. 4).
[6] «Mentalité 'de droit' et integrisme». La Vie Intelectuelle, junio 1950.
[7] «Les Chrétiens ont-ils encore la foi?». Charles Moeller. La Revue Nouvelle. 15 febrero 1950.
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