Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Hacia una declaraci贸n de derechos de la persona humana

 

Documentos, 1 zk., 1949

 

      En septiembre de 1947 las Conversaciones de San Sebasti谩n acordaron comenzar la preparaci贸n de una Declaraci贸n de principios de orden pol铆tico fundada en las ense帽anzas de la Iglesia. Como primer paso se decidi贸 redactar una Tabla de los derechos del hombre, de inspiraci贸n cat贸lica, sin pensar, evidentemente, en la resonancia que este tema estaba llamado a adquirir a consecuencia de los trabajos de la Organizaci贸n de Naciones Unidas.

      Cab铆a suponer que el viejo problema de la libertad y de los Derechos del Hombre, hubiera sido ya cien veces superado, tras la larga serie de diversas y enconadas experiencias que la Humanidad ha tenido ocasi贸n de realizar desde el siglo XVIII hasta el momento presente. Pero no ha sido as铆: hoy posee plena actualidad y aun pudiera afirmarse que se presenta con caracteres nuevos, tra铆do a la escena por nuevas necesidades y por hechos hist贸ricos que hieren la conciencia del g茅nero humano.

      Pero entre todas las causas que exigen una revisi贸n de este tema, la que m谩s nos interesa y, sin duda, una de las m谩s graves, es el crecimiento de la marca agn贸stica que, habiendo comenzado por abismar la creencia religiosa, ha borrado las nociones 茅ticas fundamentales y termina arrebatando al hombre la confianza en su propia raz贸n natural.

      De aqu铆 la importancia de una Declaraci贸n cat贸lica que, en oposici贸n a todo agnosticismo, afirme terminantemente nuestra fe y nuestra confianza en un orden social, expresi贸n del orden moral que a su vez, se asienta en la Voluntad del Creador.

      No ser谩 vano el trabajo de nuestras Conversaciones si, como es de esperar, se llega al fin a una formulaci贸n plenamente satisfactoria, que exprese de un modo claro y adecuado a nuestras actuales necesidades, la Doctrina cat贸lica sobre ese antiguo tema de la Libertad y los derechos humanos.

 

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      Una Declaraci贸n de derechos del hombre pretende ser una afirmaci贸n con vigencia eterna y universal, transcendente a toda voluntad o poder humanos: debe asentarse, por tanto, en principios transcendentales, universales y eternos. De lo contrario s贸lo podr铆a proclamar, con mayor o menor solemnidad y eficacia, un repertorio de reglas funcionales de la circunstancia hist贸rica y adscritas a un dominio de aplicaci贸n limitado al 谩rea de los Estados que aceptasen tal Declaraci贸n. Se tratar铆a pues, simplemente, de un 芦Reglamento de convivencia禄 —un pacto— que, naciendo del acuerdo entre los Estados, podr铆a ser denunciado por cualquiera de ellos en determinado momento, con lo que tal Reglamento, carente 芦a priori禄 de fuerza moral, resultar铆a, adem谩s, pr谩cticamente in煤til como defensa de los Derechos de la persona humana.

      Sin embargo un conjunto, como el que consideramos, de afirmaciones absolutas, con pretensiones de vigencia eterna y universal, no puede establecerse sin una creencia o sistema de creencias, que se afirmen a su vez a s铆 mismas con fuerza suficiente para obligar a los hombres a respetarlas. De aqu铆 que una sociedad te贸ricamente esc茅ptica que pretendiera constituirse al margen de la creencia, sobre la idea de la duda universal y del respeto a toda verdad particular o subjetiva, no pudiese en ning煤n caso llegar a una aut茅ntica Declaraci贸n de Derechos de la Persona Humana, sin hacer traici贸n a su propio agnosticismo fundamental.

 

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      Pero he aqu铆 que la historia contempor谩nea ha revelado a la faz del mundo teor铆as infrahumanas, hechos verdaderamente terribles y monstruosas aberraciones. Muchos hombres han comprendido, pues, la necesidad de separar, por una nueva y radical afirmaci贸n, lo que es justo de lo que no lo es, de suerte que individuos y pueblos tengan bien a la vista una norma de conducta y puedan ser castigados si se apartan de ella. La Organizaci贸n de Naciones Unidas se ha propuesto esta tarea y lleva a cabo sus trabajos con una variedad y amplitud de colaboraciones humanas nunca alcanzada hasta ahora. Desgraciadamente la crisis del escepticismo no ha sido superada a pesar de todo, por los pueblos, y el principio, puramente te贸rico, repetimos, de que el Estado no tiene creencias, aun subsiste y es com煤nmente admitido en casi todo el mundo; la Organizaci贸n de Naciones Unidas, se ha visto, pues, obligada a afrontar el problema con una base filos贸fica muy estrecha, de la que se excluye, desde luego, toda creencia transcendente: todo el sistema se halla, pues, amenazado por la extrema labilidad de su equilibrio y carece de aquella solidez que una construcci贸n de esta naturaleza, destinada a contener el empuje, la violencia y la maldad humana, debe poseer.

      El mundo necesita hoy de afirmaciones radicales, que aseguren la continuidad de la Historia. Pero la Iglesia ha hablado por sus Pont铆fices y nuestro trabajo debe consistir precisamente en estudiar, difundir y aplicar sus ense帽anzas, que ofrecen para los creyentes la plena garant铆a de la misi贸n divina de la Iglesia misma y para los no creyentes, la garant铆a de su autoridad y prestigio moral, mantenido a lo largo de veinte siglos. Frente a todos los relativismos, s贸lo la Iglesia cat贸lica —instituci贸n divina, supranacional e imperecedera— se halla en condiciones de hacer estas afirmaciones fundamentales que los hombres deben recoger para construir despu茅s sobre ellas —con sus medios humanos y temporales, m谩s con Fe en lo divino y eterno— la estructura de un mundo mejor que el actual.

      En San Sebasti谩n se trataba de llegar a una Declaraci贸n cat贸lica, es decir, asentada sobre el sistema de verdades filos贸ficas y teol贸gicas que la Iglesia admite y afirma y que las ense帽anzas de los Pont铆fices pregonan, aplic谩ndolas a las circunstancias de cada momento hist贸rico. Nadie podr铆a abrigar ninguna duda a este respecto, puesto que el car谩cter de Conversaciones Cat贸licas, exclu铆a por completo cualquier otra hip贸tesis.

      Pero era menester ponerse de acuerdo desde el primer momento y de un modo muy preciso y minucioso, sobre la naturaleza de una Declaraci贸n cat贸lica de derechos y deberes de la persona humana. En nuestro tiempo no existe, evidentemente, afici贸n a las precisiones ontol贸gicas, al contrario, se trata de rehuir todo lo que puede tener color metaf铆sico. Se desconf铆a, adem谩s, mucho de poder llegar, en perfecta conexi贸n l贸gica, desde los principios filos贸ficos a las consecuencias vitales. Esto explica el hecho de que muchos conversadores se mostrasen partidarios de sortear el primer escollo —el de los fundamentos filos贸ficos de la tabla— largando velas hacia el articulado, ya que esto es —se afirmaba all铆— lo que realmente nos interesa.

      En realidad lo que quiz谩s interesa menos —sin dejar de interesar much铆simo— en una Declaraci贸n cat贸lica de derechos del hombre, es su articulado, porque las limitaciones concretas que a la humana actividad impone una Declaraci贸n cat贸lica, pueden coincidir y coinciden pr谩cticamente, en su mayor parte, con las de una Declaraci贸n esc茅ptica. Tales preceptos adquieren, sin embargo, un valor muy superior y cobran un sentido nuevo y mucho m谩s profundo, al ser enunciados sobre la base de la Doctrina de la Iglesia. El derecho del hombre a la libertad de su cuerpo y de su esp铆ritu, al perfeccionamiento de sus facultades morales e intelectuales y a la realizaci贸n de una existencia aceptable y digna, el derecho de los pueblos al cultivo pac铆fico de sus propias particularidades, dentro de la comunidad internacional... todos estos derechos, como los dem谩s que deben figurar en la Declaraci贸n, adquieren un valor mucho m谩s elevado cuando son expuestos a la luz de la visi贸n teol贸gica, que nos muestra al Padre, al Creador, presidiendo con 谩nimo providente, los destinos de la Humanidad y el proceso todo de la evoluci贸n hist贸rica...

      Tal coincidencia adquiere, pues, una importancia extraordinaria: revela el hecho de que, lo que muchos afirman de un modo voluntarista, llevados s贸lo por la necesidad de subsistir y el deseo instintivo de mantener la paz y crear unas condiciones aceptables de convivencia entre los hombres, la raz贸n, iluminada por la Revelaci贸n y la ense帽anza de Cristo, lo asevera con un vigor moral infinitamente m谩s grande.

      Es tal la fuerza y la persistencia de la ley natural en la mente del hombre que, aun en estos momentos de confusi贸n y de eclecticismo, la mayor parte del g茅nero humano, que ha perdido la visi贸n de la transcendencia y del finalismo de la vida, aun conserva, de un modo m谩s o menos claro, la noci贸n de lo justo y lo injusto, a煤n tiene fuerzas para vituperar el crimen, reconoci茅ndolo y conden谩ndolo como tal.

      Pero, en medio del universal escepticismo, esta concepci贸n flaquea, a falta de fundamentos s贸lidos y llega a hundirse por completo cuando la pasi贸n se extiende al plano colectivo. Porque el intelecto humano es, en este aspecto d茅bil y s贸lo percibe la Verdad como una vaga luminosidad entre sombras, se mueve tendenciosamente a impulsos de la soberbia o se inclina con excesiva facilidad ante la presi贸n del instinto y de las fuerzas subracionales, cayendo as铆 en el descr茅dito y dejando al hombre en la m谩s angustiosa de las situaciones.

      He aqu铆 por qu茅 es de suma importancia que los fundamentos filos贸ficos y teol贸gicos de una Declaraci贸n cat贸lica de derechos, vengan a decir a los hombres de todo el mundo: 芦Lo que vosotros intuis vagamente y razon谩is con dificultad, lo que vosotros afirm谩is con vacilaci贸n y ten茅is la aspiraci贸n de practicar como base de la Paz y del equilibrio social, la Iglesia lo encuentra expresado con claridad meridiana en la revelaci贸n de Cristo y se halla en condiciones de exponerlo a los nombres como una consecuencia l贸gica de la creencia en un Dios personal y providente, y en el hombre libre y responsable ante ese Dios禄.

 

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      A decir verdad, los organizadores de las Conversaciones, hab铆amos pensado que la Comisi贸n segunda se detendr铆a en el examen de los fundamentos —que en el programa se denominaban supuestos— realizando especialmente un an谩lisis de los problemas sem谩nticos que la redacci贸n de una Declaraci贸n plantea, y una cr铆tica de las Declaraciones, cat贸licas o no, hasta ahora publicadas. Todo ello con el fin de dejar bien roturado el terreno para continuar su labor en a帽os sucesivos.

      Pero la urgencia se impuso, y el trabajo fue m谩s adelante de lo previsto, con gran satisfacci贸n y no poca sorpresa de todos nosotros, gracias al esfuerzo y a la sabia direcci贸n del presidente de la Comisi贸n, M. de la Pradelle. Cost贸 mucho trabajo, sin embargo, arrancar el debate del terreno fundamental en que se inici贸. El Presidente consider贸 oportuno, despu茅s de una larga y c谩lida discusi贸n, relegar 芦aux couloirs禄 todo debate sobre las cuestiones b谩sicas, pero 茅stas volv铆an a plantearse a cada paso, surgiendo, como fantasmas, cuando menos se las esperaba, agazapadas, como se hallaban, detr谩s de cada uno de los art铆culos.

      Por fin, no hubo m谩s remedio que concederles beligerancia y se opt贸 por una soluci贸n consistente en anteponer a la Declaraci贸n un Pre谩mbulo, suficientemente extenso y preciso para poder concretar en 茅l el conjunto de supuestos o fundamentos filos贸ficos y teol贸gicos que conducen, de mano segura, a la Declaraci贸n de derechos y deberes del hombre.

      Sirve ese pre谩mbulo para recordar a unos y ense帽ar a otros que el hombre ocupa el lugar m谩s elevado de toda la Creaci贸n; que en 茅sta se manifiestan dos 贸rdenes, f铆sico y moral y que es la libertad del hombre la que, pleg谩ndose a la voluntad divina, realiza el segundo de ellos. La libertad no es pues una arbitraria indeterminaci贸n del ser humano y ella misma est谩 sometida a una ley superior: el hombre debe ejercer su albedr铆o, dirigi茅ndose hacia el Bien y la Verdad supremos y esta vocaci贸n elevad铆sima le convierte en una colaborador de Dios en la obra de la Creaci贸n.

 

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      Pero una Declaraci贸n netamente cat贸lica dirigida a un mundo que, casi por completo, desconoce el genuino mensaje de Cristo o acaso tiene de 茅l una visi贸n deformada, 驴no correr谩 el peligro de ser incomprendida e in煤til, y hasta escandalosa?

      Sorteada una cuesti贸n de principios —la de los fundamentos— entramos en una cuesti贸n de t谩ctica. Los problemas t谩cticos suelen interferir efectivamente la visi贸n de los problemas de fondo, sobre todo cuando, como ocurri贸 en este caso, se enfrentan antit茅ticas posiciones: la de los que, de espaldas a toda preocupaci贸n de actualidad, pretenden buscar s贸lo lo absoluto y su esencial solidez, y, por otra parte, la de los que, impulsados por temperamento a la caza del accidente hist贸rico, prefieren dedicarse a dar soluci贸n a los problemas en el terreno de la realidad cotidiana.

      Ahora bien, no solamente es l铆cito, sino obligado, el exponer la Verdad en t茅rminos tales que, nadie pueda ser escandalizado, por causa de la forma de expresi贸n empleada si bien el contenido mismo de la Verdad que se afirma, no deba quedar deformado tampoco en su m铆nima fracci贸n. San Pablo no encontr贸 reparo en escandalizar a los atenienses habl谩ndoles de la resurrecci贸n de los muertos: 驴deb铆a acaso haberse 芦adaptado禄 a la mentalidad de su apol铆neo auditorio? Prefiri贸, sin duda, salir de Atenas, cort茅smente despedido, aunque sin captar apenas ning煤n pros茅lito, que amoldar la Verdad a la estrechez y a la soberbia de aquellos hombres.

      Son, tal vez, muchos los que, al o铆r hablar de principios eternos, de valores absolutos y permanentes, de una naturaleza humana estable, definida al margen de toda radical evoluci贸n, de una ley natural grabada en la mente de los humanos, de un Creador y sostenedor del mundo, y a cuyo linaje pertenece el hombre, en fin, de su responsabilidad ante el propio Dios, supondr谩n que se trata de ideas actualmente caducadas y que el mundo contempor谩neo no puede aceptar. Pero a pesar del escepticismo y de la incomprensi贸n de este mundo actual, es necesario que haya hombres que proclamen la Verdad, aunque esta no pueda ser comprendida por los que la escuchan.

      Sin embargo —se volver谩 a insistir— 驴es que una declaraci贸n cat贸lica debe dirigirse exclusivamente a los hijos fieles de la Iglesia?

      La opini贸n de la Comisi贸n segunda se inclin贸 abiertamente hacia una contestaci贸n negativa: se hizo observar que los mismos Papas, en sus discursos y enc铆clicas, se dirigen a un p煤blico mucho m谩s extenso, y estos 煤ltimos a帽os, sobre todo, las ense帽anzas pontificias alcanzan una resonancia muy amplia y son recibidas con respeto e inter茅s por muchos hombres que no pertenecen al cuerpo de la Iglesia Cat贸lica, pero que convienen en admitir la alta categor铆a moral de la Iglesia y del Pontificado romanos.

      En t茅rminos generales puede decirse, pues, que una Declaraci贸n cat贸lica de Derechos y de Deberes del hombre, debe ser dirigida a 芦todos los hombres de buena voluntad禄, es decir, a todos aquellos que, reconociendo la existencia de un ser superior y transcendente, Dios, y de una ley moral por El impuesta, el Dec谩logo, admitan asimismo la libertad de la persona humana y su responsabilidad ante Dios.

      No parece dif铆cil lograr una amplia concordancia a este respecto con hombres que, sin participar en la totalidad de nuestras creencias, admitan sin embargo los postulados esenciales enunciados.

      El 谩rea propia de nuestra proyectada Declaraci贸n, aparece as铆 perfectamente definida.

 

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      Una vez salvadas sus primeras dificultades, la Comisi贸n segunda naveg贸 velozmente a trav茅s del articulado. Los preceptos que constituyen la Declaraci贸n, asentados, como hemos visto, en lo eterno, no pueden ignorar, de ning煤n modo, la realidad presente del mundo: deben, por lo tanto, se帽alar la conducta de hombres y pueblos precisamente frente a los problemas actuales y a la circunstancia hist贸rica de nuestro tiempo. Una Declaraci贸n de derechos ha de ser, en efecto, la proyecci贸n de principios eternos sobre la mudable realidad temporal, y no puede prescindir de ninguno de esos dos t茅rminos, exponi茅ndose a caer, de lo contrario, en el convencionalismo o en la ineficacia. Este es el trabajo que se ha iniciado en San Sebasti谩n en la reuni贸n de septiembre de 1948.

 

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      Las labores de la Comisi贸n tercera, presidida con extraordinaria bondad e inteligencia, por Mons. Fidel Garc铆a, Obispo de Calahorra, estaban destinadas a tropezar con escollos an谩logos a los que entorpecieron la labor de la segunda. Su trabajo era, adem谩s, muy delicado y dif铆cil, pero pudo ser coronado por un resultado, imperfecto todav铆a, aunque suficientemente satisfactorio para un primer encuentro. Se trataba de poner en claro, la noci贸n misma de la libertad, en el orden del pensamiento y de la actividad moral de la persona humana. Tema excesivamente te贸rico, pensar谩n algunos. Sin embargo, su aplicaci贸n a la vida pol铆tica y social ha tenido y sigue teniendo una importancia enorme, que justifica plenamente el inter茅s del mismo.

      Las mayores dificultades consisten precisamente en determinar la justicia de las limitaciones con que cualquier potestad externa pretende cohibir, no el pensamiento y la actividad moral individual —que ello es imposible— sino su proyecci贸n exterior, sea esta a t铆tulo de ense帽anza o de informaci贸n, de culto p煤blico o de proselitismo religioso.

      El problema se traslada pues al plano de las manifestaciones sociales de la libertad de pensamiento: la libertad de palabra y de Prensa, la libertad de cultos y la libertad de ense帽anza.

      Todo aquel que posee cierta verdad tiene el poder de comunicarla y de contribuir, mediante una informaci贸n veraz, a arrancar a su pr贸jimo del error. Pero al mismo tiempo —y esto es lo m谩s terrible— todo aquel que se halla en el error puede asimismo obscurecer la mente del que se encuentra en la verdad y con falsas razones inducirle a la confusi贸n y a la mentira. 驴Debemos reconocer el derecho de expresi贸n tanto al uno como al otro? 驴Debe la Sociedad mostrarse id茅nticamente dispuesta ante la propaganda de la verdad y ante la del error?

      Si la verdad se presentase de un modo patente a la inteligencia humana, de suerte que el hombre estuviese en condiciones de distinguir lo verdadero de lo err贸neo y lo justo de lo injusto, con la misma rapidez y facilidad con que, usando normalmente de su vista, puede percibir si es de d铆a o de noche los problemas planteados en torno a aquellas libertades, admitir铆an evidentemente una soluci贸n mucho m谩s sencilla. Pero el hombre no posee un 贸rgano de percepci贸n de los valores intelectuales y morales tan seguro y tan claro como lo es la vista para las ondas luminosas.

      La verdad es percibida de un modo muy imperfecto y difuso, envuelta entre la niebla del misterio; el ser humano tiene oscurecida la conciencia por influencias y aberraciones de toda suerte. No s贸lo el hombre es incapaz de llegar a la plena posesi贸n de la verdad, por lo que esta tiene de misterioso sino que la probabilidad de equivocarse, aun en lo asequible, es siempre muy grande. A ello contribuyen adem谩s de las pasiones, los errores colectivos que, con fuerza extraordinaria, presionan sobre la conciencia individual de cada hombre. Contra la inercia del pensar colectivo son raros los que puedan alcanzar la verdad por un impulso propio e independiente. Hombres y pueblos suelen caer y permanecer en errores fundamentales: as铆 lo muestra la Historia y lo podemos comprobar por nosotros mismos.

      Ahora bien, el hecho de que se reconozca que el intelecto humano encuentra grandes obst谩culos para el conocimiento de la Verdad y del Bien, no autoriza a declarar la imposibilidad de alcanzar ese conocimiento en un grado proporcionado a la capacidad humana, ni menos a煤n a negar la existencia de la Verdad y del Bien objetivos. Con frecuencia se pasa de una idea a otra y se piensa —o se trata de proceder como si se pensare— que no existen tales realidades objetivas o que son totalmente incognoscibles. Esto conduce a una verdadera anarqu铆a del pensamiento y de la conciencia, en el seno de la cual no es posible plantear razonablemente el problema de las libertades intelectuales y morales.

      Tambi茅n la Comisi贸n tercera se vi贸, pues, obligada a establecer un sistema de postulados, constituyendo el pre谩mbulo de sus conclusiones, en el cual se afirmaba la esencial ordenaci贸n del hombre hacia Dios, y en consecuencia hacia la Verdad y hacia el Bien, concebidos estos, como algo objetivo e independiente de la voluntad humana. Tal ordenaci贸n es adem谩s la raz贸n de ser de la dignidad de la persona y fundamento de todos sus derechos.

      A la luz de estos principios no puede atribuirse un verdadero derecho a quien pretenda difundir el error, por mucho que sea el respeto que merezca su sinceridad y su buena fe.

      Una conciencia objetivamente err贸nea 芦continuar谩 siendo la regla de conducta subjetiva para la persona interesada, pero por falta de fundamento objetivo o real, ni las otras personas ni la Sociedad, estar谩n obligadas a respetarla禄. As铆 se expres贸 el Presidente de la Secci贸n en su resumen para centrar las discusiones y sus palabras fueron aceptadas y adoptadas en las conclusiones provisionales.

 

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      Ahora bien, en el orden pr谩ctico, los problemas no son tan simples, ni quedan, en realidad, resueltos tan f谩cilmente. En San Sebasti谩n, tan pronto parec铆a quedar todo aclarado, tan pronto se volv铆a a enredar la madeja y se obscurec铆a de nuevo la discusi贸n.

      En el caso de que la Verdad se afirme como 芦vigencia colectiva禄, es decir, cuando la creencia com煤n se mantenga al margen del error, este s贸lo podr谩 constituir la excepci贸n individual. Lo que M. le Chan. Leclercq llamaba 芦le conformisme communautaire禄 —la 芦coacci贸n de la colectividad禄 de Ortega y Gasset— actuar铆a entonces en favor de la Verdad. La Sociedad, al poner trabas a la expansi贸n del error, prestar铆a por tanto una ayuda positiva a los ciudadanos para la realizaci贸n de su fin moral. Pero los problemas no habr铆an terminado tampoco, pues, por reducida que fuese la fracci贸n de los ciudadanos oposicionistas, no se podr铆a intentar coaccionar el pensamiento o la conciencia de los mismos, poniendo trabas subracionales a su desarrollo normal. La colectividad social habr铆a de tolerar tal actitud y a煤n protegerla contra las amenazas de los particulares. En estos t茅rminos se expresa tambi茅n el acuerdo 5. IV. de la Comisi贸n tercera.

      Mas 驴qu茅 clase de derecho podr谩n alegar aquellos ciudadanos ante la acci贸n de una presi贸n colectiva? El que rinde p煤blico testimonio a la verdad, en la verdad misma que expresa encuentra el fundamento de su derecho. Pero el que permanece, aun de buena fe, en el error que para 茅l es la verdad, 驴en nombre de qu茅 pretender谩 hacer respetar la exteriorizaci贸n de sus err贸neas ideas?

      Aqu铆 entra en acci贸n la tolerancia, la cual no debe ser considerada, de ning煤n modo, como un escotill贸n convencional para salvar pr谩cticamente las dificultades de la convivencia social, sino como un deber de la Sociedad misma y, correlativamente, como un derecho del individuo[1]: no el derecho de permanecer en el error, derecho que evidentemente no existe, dada la esencial ordenaci贸n del hombre hacia la Verdad, sino a no ser perseguido, molestado o disminuido en otros aspectos de su participaci贸n en la vida ciudadana, por causa de su creencia err贸nea, de la cual s贸lo es responsable ante Dios. Este 芦derecho a la tolerancia禄 se halla regido naturalmente por el principio del m谩ximo bien com煤n, y no encuentra, no puede encontrar, su justificaci贸n, como algunos parecen creer, en el general escepticismo, ni en una obligada neutralidad de la Sociedad ante las 芦verdades禄 individuales, sino en la concepci贸n cristiana de la dignidad y de la libertad de la persona y de la responsabilidad moral del hombre. La tolerancia es la sutil resultante de elevad铆simas virtudes: la caridad, la prudencia y la justicia se conjugan arm贸nicamente en ella.

      Ahora bien, esta tolerancia no puede realizarse sin reconocer a los disidentes un cierto margen de actividad exterior, un cierto 芦espacio vital禄, para sus ideolog铆as propias: los actos humanos no pueden menos de ser para cada hombre, el reflejo visible de su mundo interior invisible, mundo de ideas y tambi茅n de sentimientos y pasiones. Si debemos tolerar que exista el disidente, no podremos tampoco impedir que respire, que piense, que hable, que tenga hijos y regente una familia, que adquiera una influencia personal alrededor suyo, no podremos impedir, en suma, que con sus palabras y sus hechos constituya una propaganda de sus propias opiniones err贸neas.

      驴Hasta qu茅 punto una sociedad creyente, en la cual la Verdad aut茅ntica poseyese plena vigencia social, deber铆a permitir la difusi贸n, m谩s o menos expl铆cita del error, y de qu茅 manera habr铆a de equilibrarse el respeto a la libertad moral de la persona y la defensa del bien com煤n de los ciudadanos que profesaran la creencia leg铆tima?

      Este es un problema arduo, problema pr谩ctico de prudencia pol铆tica pero cuyo planteamiento no puede soslayarse: existe la dificultad tan pronto como exista un opositor a la creencia colectiva, y, sin modificarse cualitativamente, su importancia cuantitativa se acrecienta con el n煤mero de disidentes.

      Tan pronto como nos apartemos de la situaci贸n ideal nos encontramos ya pues, ante situaciones hipot茅ticas, m谩s o menos alejadas de la perfecci贸n te贸rica. La situaci贸n actual del mundo, parece dar motivos serios para pensar que la Verdad no obtiene ya la adhesi贸n colectiva de los pueblos y en San Sebasti谩n se puso de manifiesto que, para algunos pensadores cat贸licos, dicha adhesi贸n no ha existido nunca, ni puede existir.

      Pero aunque aquella situaci贸n nos obligase a reconocer que el error es hoy profesado por grandes masas de hombres y que, por otra parte, en muchos pa铆ses reina en el orden social la m谩s incolora y esc茅ptica de las neutralidades, nada de esto nos autorizar铆a a admitir que tal estado de cosas fuese definitivo, ni mucho menos justo y deseable. De no reducirse la Verdad a un puro subjetivismo inmanentista, ella debe presidir y dirigir la vida colectiva de los pueblos, de la misma manera que preside y dirige la vida intelectual y moral de los individuos.

      Ella, la Verdad, se revestir谩 de 芦vigencia colectiva禄 y adquirir谩 trascendencia social tanto m谩s cuanto con mayor firmeza se asiente en los esp铆ritus. En el caso m谩s favorable, la colectividad llegar谩 a ejercer sobre los ciudadanos un est铆mulo ejemplar —que no debe transformarse en coactivo— ayud谩ndoles a la realizaci贸n de su propio fin intelectual y moral. Precisamente en la sutil facilidad con que el ejemplo puede trocarse en coacci贸n y la ayuda salvadora puede engendrar inercia, radica uno de los puntos m谩s dif铆ciles de esta discusi贸n, en la cual insist铆an se帽aladamente algunos conversadores. No puede negarse, en efecto, que el mecanismo de las 芦vigencias colectivas禄 puede producir, aplicado en este orden y si no se le maneja prudentemente, una verdadera prostituci贸n de la actividad religiosa del hombre y un lamentable h谩bito de insinceridad e inercia espiritual.

      Se hace, por tanto, necesario, estudiar con gran cuidado ese mecanismo, para que no interfiera con el de la responsabilidad personal: acaso en este aspecto no pudo llegarse a las f贸rmulas precisas, que muchos conversadores deseaban, acaso radique aqu铆 la m谩xima deficiencia de las conclusiones de la Comisi贸n tercera. M谩s, sin perjuicio de que se hagan cuantas precisiones se juzguen necesarias, —y es posible que hayan de hacerse muchas— es evidente que no cabe renunciar 芦a priori禄 a la idea de una Sociedad regida por la Verdad, en la que 茅sta adquiera pleno reconocimiento. Otro tanto ser铆a como renunciar a todo ideal de Sociedad aut茅nticamente humana.

      La situaci贸n ideal es, por tanto, la de una Sociedad 芦creyente禄 cuyas creencias sean verdaderas. Pero puede darse, y se da con mayor frecuencia, el caso de sociedades esc茅pticas, que pretenden construir el Estado sobre la base de la duda total —lo cual no deja de ser, de un modo singularmente negativo, una creencia— o, como en el caso de los Estados totalitarios y comunistas, en los que los ni帽os y los j贸venes son sometidos durante a帽os a una sistem谩tica acci贸n 芦educativa禄, de sociedades que profesan errores fundamentales, constituidos, a su vez, en 芦vigencias禄. 驴Qu茅 ocurre, cuando el error o la duda suplantan a la Verdad y vienen a asentarse, como bestias apocal铆pticas en el trono de la creencia colectiva? En tal caso el error y la maldad, no se ver谩n tampoco liberados de su esencial deficiencia e inmoralidad, existiendo, como existe, una ley eterna que, aplicada a las circunstancias accidentales, no llega nunca a contradecirse a s铆 misma; pero una situaci贸n de este g茅nero, obligar谩 a los que, por hallarse en posesi贸n de la Verdad, tienen aut茅ntico derecho a profesarla y difundirla, a recabar de la Sociedad el simple 芦derecho a la tolerancia禄, el cual, seg煤n hemos visto, corresponde incluso a los portadores del error: puede ser que, hasta ese mismo derecho les sea negado. Pero, 驴qu茅 importa eso? El Estado podr谩 no reconocer el derecho a la propagaci贸n de la Verdad, podr谩 incluso no distinguir o posponer la propagaci贸n de la Verdad a la del error, podr谩 llegar a perseguir aquella... pero, en todos estos casos, se tratar谩 de un poder meramente f铆sico, no moral, y nada de lo que ocurra modificar谩 la situaci贸n de derecho.

      Si los minoritarios, poseedores de la Verdad, deber谩n proclamar en ese caso, p煤blicamente su derecho y exigir su reconocimiento a esa Sociedad esc茅ptica, afirmando una y otra vez, oportuna e importunamente, que a ellos y s贸lo a ellos corresponde la libertad de expresi贸n y de propaganda, o si, al contrario, convendr谩 que se limiten a disfrutar del margen de tolerancia que se les conceda, d谩ndose por satisfechos en el reparto de las libertades y procurando s贸lo, obtener de la situaci贸n los m谩ximos beneficios... todas estas son cuestiones de gran inter茅s e importancia, pero qu茅 afectan exclusivamente a la t谩ctica y no a la doctrina.

      Lo que no parece pueda pretenderse, es trasladar al plano de los principios lo que, en cualquier caso, es un mero problema de oportunidad, pues ello ser铆a hacer de los principios una funci贸n de la variable hist贸rica.

      En las Conversaciones de San Sebasti谩n, se observ贸 que esta tendencia a sublimizar las posturas t谩cticas, se halla mucho m谩s generalizada de lo que pudiera pensarse. Tanto, que acaso alcance, en ocasiones, a los mismos que con mayor ardor pretenden sostener la necesidad de un sistema de afirmaciones eternas porque tambi茅n ellos, a pesar de su pretensi贸n de colocarse al margen del tiempo y del espacio, se hallan sumidos en la Historia y en la Geograf铆a.

 

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      Estas cuestiones complicadas, en las que la m谩s leve imprecisi贸n de lenguaje puede sumirnos en terribles simas y fangosidades ideol贸gicas, se agitaban en el curso de las discusiones de la Comisi贸n tercera.

      La diversidad de terminolog铆a y sobre todo la diversidad de preocupaciones, constituyeron una dificultad para una perfecta comprensi贸n. No es extra帽o, pues, que, por el momento, no pudiera llegarse al acuerdo definitivo. Pero una vez salvadas ciertas disparidades, de origen perspectivo, fijados ya los conceptos y el exacto significado de las palabras, todo parece indicar que la concordia ser谩 efectiva y total, como no puede menos de ocurrir en una reuni贸n de cat贸licos, cuando el esfuerzo de la colaboraci贸n intelectual se une al lazo sobrenatural de la Caridad.

 

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      Hemos hecho referencia a la diversidad de posiciones ideol贸gicas en que los 芦conversadores禄 aparec铆an situados. No ser铆a dif铆cil se帽alar las diferentes tendencias y los matices propios de cada grupo. La realidad presenta, en 铆ntima y a veces indescifrable conexi贸n, lo temporal y lo eterno, lo absoluto y lo relativo, lo individual y lo social.

      Distintos h谩bitos intelectuales pueden inclinar la atenci贸n del sujeto hacia uno u otro de los polos con que aquella realidad se nos presenta. Esta variedad de matices no excluye, evidentemente, la sustancial coincidencia en el pensamiento cat贸lico: la discusi贸n leal y sincera no divide, al contrario, limando lo epid茅rmico y accidental, hace patente la firmeza y la unidad del mismo pensamiento cat贸lico.

      Ahora bien, la nacionalidad, contiene un nutrido lote de elementos humanos —pasado hist贸rico, perspectiva geogr谩fica, y, en ocasiones, clima y raza—. Por ello es, sin duda, uno de los factores que, en mayor grado, contribuyen a la creaci贸n de grupos ideol贸gicos y puede darse, y se da con frecuencia, una firme conjugaci贸n entre tendencias ideol贸gicas y caracter铆sticas nacionales.

      Para un historiador no ser铆a dif铆cil buscar la g茅nesis de los distintos 芦catolicismos禄 —no queremos referirnos, repetimos, a diferencias sustanciales— y establecer aquella correlaci贸n.

      Pero esto no quiere decir, de ning煤n modo, que hayamos de considerar la nacionalidad como un factor radical y determinante del pensamiento religioso. En San Sebasti谩n pudo comprobarse que, con la vibraci贸n nacional vienen a interferirse m煤ltiples ondas, de car谩cter profesional unas, puramente temperamentales y subjetivas otras.

      El hombre de aficiones te贸ricas, acostumbrado a manejar principios muy generales, producto de la abstracci贸n y de la s铆ntesis, podr谩 realizar un esfuerzo para aproximarse al hombre de acci贸n, cuyo terreno es esencialmente circunstancial y movedizo, pero ninguno de los dos lograr谩 con facilidad, sacudirse sus propios h谩bitos intelectuales.

      驴Constituye esto un obst谩culo que las Conversaciones deban superar, tratando de hacer m谩s homog茅neo y uniforme su 芦equipo禄 de 芦conversadores禄? No parece que sea as铆: entendemos que tal contacto entre hombres especulativos y hombres pragm谩ticos, es beneficioso para unos y para otros y que nuestra misi贸n consiste precisamente en realizar el dif铆cil, pero 煤til, di谩logo.

      Las Conversaciones deben huir de cualquier monopolio unilateral. Los especialistas son necesarios para el trabajo de las Conversaciones y es preciso contar con su imprescindible ayuda; pero ellas dejar谩n de existir el d铆a en que se entreguen en manos de los mismos especialistas. Entonces se habr铆an convertido en un Congreso, en una Asamblea de fil贸sofos o de te贸logos, pero ya no ser铆an las aut茅nticas Conversaciones de San Sebasti谩n.

 

* * *

 

      He intentado dar en estas p谩ginas una idea de las discusiones de San Sebasti谩n, o m谩s bien, de los puntos neur谩lgicos, en torno a los cuales, parecieron haberse concentrado las principales dificultades.

      El lector no debe, en modo alguno, deducir de este panorama incompleto una impresi贸n penosa. Voluntariamente hemos omitido otras muchas referencias que pudi茅ramos haber hecho, enfocando el aspecto positivo de la reuni贸n de septiembre. El trabajo llevado a cabo, no dejar谩 de mostrar su eficacia: sin duda, se ha avanzado mucho y se ha llegado a un perfecto acuerdo en una amplia zona de coincidencias. Ah铆 est谩n el ante-proyecto elaborado por la Comisi贸n segunda y las Conclusiones de la tercera como muestras de los avances realizados.

      Ah铆 est谩, tambi茅n, la labor silenciosa, pero ordenada y eficaz, de la Comisi贸n primera, que ha preparado una amplia informaci贸n sobre el respeto que, en las distintas legislaciones, obtiene actualmente la dignidad y libertad de la persona humana. Su presidente, M. Hoyois, ayudado por M. Liebeskind y el Sr. Ubertazzi y por todos los dem谩s miembros de la Comisi贸n, han puesto los jalones de una obra que merecer谩, sin duda, la atenci贸n de los cat贸licos de todo el mundo.

      Si, como 煤ltimo resultado, pudiera llegarse el a帽o pr贸ximo a un proyecto definitivo, podr铆a asegurarse que las personalidades reunidas en San Sebasti谩n no hab铆an perdido el tiempo. Podr谩 discutirse la posibilidad de aplicar los principios fundamentales contenidos en esta Declaraci贸n, pero no puede negarse que el llegar a obtener ideas cada vez m谩s claras y precisas y m谩s conformes al pensamiento de la Iglesia, es siempre 煤til y provechoso y no dejar谩 de tener, m谩s tarde o m谩s temprano, consecuencias pr谩cticas.

 

 

[Notas]

 

[1] 芦Los contactos cada vez m谩s frecuentes y la promiscuidad de las diversas confesiones dentro de los confines de un mismo pueblo han conducido a los tribunales civiles a seguir el principio de la tolerancia y de la libertad de conciencia. Existe tambi茅n una tolerancia pol铆tica, civil y social hacia los seguidores de las dem谩s confesiones, que en tales condiciones es, incluso para los cat贸licos, un deber moral禄.

        S.S. P铆o XII, Discurso en la inauguraci贸n del nuevo a帽o jur铆dico al Tribunal de la Rota Romana, 8 Oct. 1946.

 

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