Karlos Santamaria eta haren idazlanak
La diversión como problema
La Voz de España, 1948-08-19
El tema de la diversión no es, contra lo que pudiera creerse, un tema frÃvolo. De él se han ocupado hombres ilustres, y fue, por ejemplo, uno de los motivos favoritos de Pascal.
Divertirse no es siempre una operación fácil que esté al alcance de cualquiera: en ocasiones constituye un problema que llega a extenderse al orden social.
Divertirse es, en primer término, «di vertere», es decir apartarse, separarse de algo para volverse hacia el lado opuesto. Se divierte pues, al pie de la letra, el que cambia de postura. La diversión es, ante todo, cambio, mutación exigida por nuestra manera de ser tornadiza y voluble.
El concepto de la diversión es, según esto, eminentemente relativo. No existe nada que sea absolutamente divertido por muy divertido que parezca. Lo que en principio se tiene como diversión puede llegar a convertirse en fatigoso trabajo y, recÃprocamente, el trabajo es el único modo de divertirse a los que habitualmente no tienen nada que hacer.
Una cosa es diversión solo relativamente a otra que se considera como deber. La obligación y la diversión son conceptos permutables. No hay deporte que no haya sido convertido en trabajo (caso del profesionalismo) ni trabajo que no haya sido convertido en deporte. Recuérdese, por ejemplo, que el polÃtico inglés Gladstone dedicaba, sus ratos de ocio a abatir árboles de gran diámetro y que, en más de una ocasión, han sido organizados campeonatos deportivos de cargadores de muelles y mineros.
El mismo tÃtulo de este artÃculo podrÃa sufrir una rotación completa si en lugar de decirse en él «la diversión como problema» se dijese «el problema como diversión». Este nuevo enunciado no implicarÃa evidentemente ningún despropósito ya que son innúmeros los aficionados a la resolución de palabras cruzadas, ejercicios matemáticos, acertijos y pasatiempos de todas clases. Lo que, considerado como deber, podrÃa resultar, pues, un enfadoso trabajo intelectual constituirÃa, en cambio mirado bajo el aspecto del entretenimiento, una atractiva diversión.
Como resultado de estos principios podemos afirmar, por ejemplo, que para divertirse es preciso haber trabajado previamente, que sólo se divierte el que trabaja y que el que quiere divertirse sin trabajar, ni trabaja ni se divierte.
No se concibe un vivir auténticamente inactivo. La vida es un estar en acción permanente: sólo nos queda el recurso de elegir dentro de ciertos lÃmites; pero la acción, el movimiento, el cambio aunque pueden no manifestarse al exterior son esenciales al hecho vital.
Sólo el sueño, émulo de la muerte, nos redime de la necesidad de hacer algo voluntario y consciente; sin embargo nuestra capacidad para el sueño es limitada: los somnÃferos, los estupefacientes y los narcóticos aunque aumentan sensiblemente nuestra escasa «aptitud para la inacción», son algo «contra natura», una especie de suicidio parcial, una vituperable negación de la vida.
No existe, fuera de esas excepciones antivitales, una verdadera holganza y el reposo absoluto no es en general sino una mera apariencia. Bajo un aspecto de ociosa quietud el proceso mental continua en las moradas interiores: el espÃritu no descansa.
Tanto es asà que en algunos temperamentos la necesidad de hacer algo llega a constituir un verdadero suplicio: es como un resorte interior que no deja descansar y te dispara uno violentamente hacia la acción.
El hombre debe, pues, seguir el impuso creador, el empuje vital, y «hacer» siempre algo: actividad fÃsica o intelectual, diversión o trabajo, utilidad o pasatiempo.
Durante muchos siglos las gentes tenÃan bastante quehacer con buscarse los medios de subsistencia. Aún hoy para la inmensa mayorÃa de los hombres la diversión no constituye un problema, porque desgraciadamente la imperiosa necesidad de trabajar para vivir se halla todavÃa demasiado extendida. Pero, si hemos de creer a los técnicos, cuando el reajuste de la producción y de las necesidades del género humano se haya llevado a efecto, al hombre le sobrará tiempo, mucho tiempo, para consagrarse al descanso, al cultivo del espÃritu o en último extremo a la diversión.
Se nos anuncian impresionantes novedades técnicas: citemos, como más curiosas y recientes, el telefonista mecánico que se encarga de transmitirnos los mensajes de nuestros comunicantes, ahorrándonos un tiempo precioso y el cerebro artificial capaz de efectuar en cinco minutos diez millones de sumas y restas de números de 10 cifras, calculando asà 400.000 veces más de prisa que el intelecto humano. El hombre se necesita cada vez menos a sà mismo. En Inglaterra funciona ya una fábrica enteramente mecanizada que produce tres aparatos de radio por minuto sin que ningún obrero intervenga ni siquiera para vigilar el mecanismo, ya que un cerebro automático corrige todos los errores y efectúa los controles.
¿Qué hará el hombre cuando se vea casi enteramente liberado de la necesidad de trabajar? ¿En qué ocupará los largos ratos de ocio que la técnica, una vez ordenada, le proporcionará? Convengamos en que estará muy expuesto a caer en el aburrimiento. Y el aburrimiento es una de las situaciones más desagradables y peligrosas en que puede caerse.
No hay, en efecto, nada más temible que ese estado de ánimo en que, no teniendo necesidad de hacer nada, no se experimenta tampoco el deseo de realizar ninguna cosa.
La experiencia actual nos demuestra que sólo una mÃnima parte de los hombres sabe hacer un uso concreto de la libertad, es decir de ese margen de vida que el progreso moderno les facilita, para dignificarse, para elevarse, en suma, hacia lo bello y lo noble.
Desgraciadamente a medida que la Técnica avanza, se perfeccionan también los métodos de embrutecimiento. En un plazo no lejano la diversión llegará, si no ha llegado ya, a constituir un problema social de gran importancia. Será menester crear instituciones dedicadas a enseñar a las gentes a divertirse y a ayudarlas a descansar. A una acción sucederá inevitablemente otra acción, a un quehacer otro quehacer. El trabajo forzado, mecánico y envilecedor podrá ser sustituido por los nobles placeres del espÃritu que elevan y dignifican al hombre...
A menos que la Humanidad, esclava siempre de su oblicuo destino dé en inventar nuevas y destructoras contiendas para satisfacer su eterno afán de «diversión».
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