Carlos Santamaría y su obra escrita

 

IV. De los principios a la realidad

 

IV.1. La Iglesia no es indefectible

 

    En un capítulo anterior hemos expuesto algunas de las acusaciones que suelen formularse contra la Iglesia —y más particularmente contra la Jerarquía eclesiástica— por las actitudes de la misma en relación con la política.

    Siguiendo la tradicional estructura de los discursos escolásticos, tras los «praetera», en los que habíamos recogido las dificultades de los «adversarios», y después de algunos juiciosos «sed contra» o «sin embargos» puestos de nuestra parte, parece que ahora debiéramos llegar a unos rotundos «respondeo», en los que declarásemos a la Iglesia refulgente, libre de toda mácula y de toda insuficiencia, e hiciéramos la apología de su actitud ante el mundo profano.

    No es ese nuestro propósito, porque, como ya hemos insinuado antes, partimos de la idea de que en las acusaciones denunciadas puede haber, y hay efectivamente, bastante de verdad.

    En efecto, la Iglesia, que es infalible en su doctrina, nunca ha pretendido ser infalible en su conducta sobre el terreno político[58].

    La Iglesia no es indefectible en el terreno político, como no lo es tampoco en otros terrenos más profundos. Puede cometer fallos, puede mostrarse insuficiente y quedar muy por debajo de lo que se puede exigir, tanto en el campo social y político como en el mismo dominio religioso.

    Esta afirmación «escandalosa», Pablo VI la ha confirmado en repetidas ocasiones. «La Iglesia es ciertamente santa en su institución y en la acción santificadora que ejerce; pero está compuesta de hombres de la misma arcilla que Adán, débiles, falibles y pecadores, incluso cuando cultivan el campo de Dios»[59]. «En la medida en que es de Dios, la Iglesia es absolutamente santa, pero ¿no es verdad que esta Iglesia, que nosotros conocemos y constituimos, está llena de imperfecciones y deformidades?»[60].

    También el Concilio se ha expresado en términos análogos: «Aunque la Iglesia nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, que sus miembros, clérigos o laicos, no siempre fueron, a lo largo de su prolongada historia, fieles al espíritu de Dios, y sabe también que aun hoy en día es mucha la distancia entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio»[61].

    Recuérdese a este respecto la abundante doctrina expuesta por el P. Congar sobre la presencia del mal en la Iglesia y su distinción metodológica entre la Ecclesia de Trinitate (la Iglesia santa, la Iglesia indefectible de Dios) y la Ecclesia ex hominibus (la comunidad de los fieles pecadores).

    Esta es la razón por la cual Pablo VI acepta la idea de la necesidad de una «continua reforma de la Iglesia», citando precisamente como punto de referencia la obra del P. Congar —que en un tiempo estuvo, por cierto, en entredicho—, Verdadera y falsa reforma de la Iglesia[62].

    La falibilidad de la Iglesia en diversos aspectos de su existencia y «el gran número de defectos, incoherencias y debilidades que aparecen en su rostro» justifica el hecho de que Pablo VI propugne una Iglesia «humilde y penitente» y pida a los cristianos que no dejen que estas cosas apaguen en su ánimo el amor a la Iglesia, sino que, al contrario, lo aviven[63].

    Hubo un tiempo en que el respeto a la Iglesia impedía todo género de crítica contra los dirigentes de ésta, a los cuales se consideraba santos por definición. La Iglesia se imponía a los hombres como lo más excelente en todos los órdenes, hasta en el orden cultural y en el orden político.

    Â«Las cosas ocurren de un modo distinto en el mundo moderno, que es un mundo secularizado. Al lado de la Iglesia, e incluso contra ella, se ha constituido un mundo humano que no es puramente material, sino también espiritual, moral y, a veces, incluso religioso a su manera»[64].

    Por este motivo, el problema de la presencia del mal en la Iglesia y la crítica de ésta han adquirido hoy una importancia que no habían conocido en otros tiempos.

    Pero la crítica actual no se refiere tanto a las conductas personales de los dirigentes de la Iglesia como al papel histórico de ésta. Lo que es motivo de mayor escándalo para muchos cristianos actuales son «las incomprensiones, los retrasos, las estrecheces de la Iglesia», frente a un mundo al que —según dicen— ya no está ella en condiciones de entender ni de interpretar.

    Estos mismos «retrasos y estrecheces» se le echan en cara a la Iglesia en el terreno político por parte de algunos. Otros, en cambio, se indignan y se rasgan las vestiduras cuando los obispos se ocupan, con un mínimo de audacia, de temas políticos y sociales, como si fuese posible que no lo hicieran sin faltar a la misión que les es propia.

    La Iglesia —repetimos— no es infalible en el terreno político. Lo es ciertamente en la exposición de los principios morales que deben regir la política, pero no pretende serlo cuando realiza gestos concretos en relación con los gobiernos, las instituciones y los partidos políticos.

    Por ejemplo, cuando la Iglesia condena la ciencia o la filosofía marxista, como una teoría materialista que trata de explicar toda la realidad social y humana al margen de cualquier concepción espiritual, moral o religiosa, pone en juego, por decirlo así, su infalibilidad dogmática, y por esta razón un cristiano no puede adoptar el materialismo histórico como ciencia integral, o la dialéctica materialista como filosofía integral, sin contradecir su propia fe cristiana. En cambio, cuando la Jerarquía fije sus posiciones respecto a las organizaciones políticas más o menos influidas por el marxismo, dictando reglas a los católicos en unas elecciones, etc., podrá cometer errores de táctica. En estos casos, sin perjuicio de la obediencia, que obliga, en principio, a los católicos, no funciona la infabilidad: se trata de unas cuestiones de prudencia política, en las que, evidentemente, la Iglesia puede equivocarse[65].

 

IV.2. Prudencia política y eficacia

 

    La palabra «prudencia», que tiene una nobilísima prosapia aristotélica, está hoy muy venida a menos. Se le suele dar el sentido exclusivo de «cautela», de «precaución» o «cálculo», como si la verdadera prudencia consistiese en evitar los riesgos y los peligros en «nadar y guardar la ropa» o «en no dar la cara».

    Decir que la Iglesia es «prudente» frente a las cuestiones políticas puede ser interpretado en un sentido peyorativo y, de hecho, suele serlo así muchas veces.

    Sin embargo, la prudencia es una gran virtud cardinal, que, en medio de las circunstancias más diversas, ayuda al que la posee a dirigir su conducta, de modo que su acción alcance el mayor bien posible.

    Santo Tomás ha estudiado muy minuciosamente los caracteres de la prudencia, pero hemos podido comprobar que sus enseñanzas son casi universalmente desconocidas, incluso por parte de muchos eclesiásticos.

    La necesidad de tener en cuenta principios contrapuestos y circunstancias sumamente complejas plantea problemas de decisión muy enrevesados. Aun en el caso de que se tenga una idea muy clara del fin que se persigue, «las maneras de realizar el fin en el dominio de las cosas humanas no están determinadas»[66].

    Pero para que la prudencia sea una auténtica virtud y no una simple técnica, como lo es, por ejemplo, la teoría matemática de juegos y decisiones, hace falta que el fin que se persiga sea un bien moral. En la acción práctica el fin ocupa el lugar principal, del mismo modo que los principios desempeñan el principal papel en la actividad especulativa.

    Ahora bien, la idea de prudencia ha sido reemplazada hoy por la de eficacia. También en la eficacia el fin tiene una gran importancia. Es eficaz el hombre que realiza efectivamente el fin que se ha propuesto. En cambio, la prudencia no está condicionada a la realización del fin. Aunque éste no sea logrado, el proceder del hombre prudente no habrá desmerecido desde el punto de vista de la moral.

    Los tecnófilos suelen profesar gran admiración hacia los hombres eficaces. Pero la eficacia se diferencia de la prudencia en muchos aspectos. Por ejemplo, la eficacia no siempre se preocupa del carácter moral del fin. Los objetivos que los hombres eficaces buscan en el campo de la política o de los negocios no guardan a menudo ninguna relación con el sentido profundo de la vida humana ni con la verdadera felicidad del hombre. La falta de criterios superiores, morales o políticos, que juzguen las decisiones desde un plano más elevado, constituye un mal enorme de nuestro tiempo.

    Así, cuando la meta de una política se concentra en fines puramente económicos y utilitarios, tales como la elevación del nivel de vida y el desarrollo económico, la máxima productividad, la optimización de las inversiones, la rentabilidad de los capitales, la multiplicación hasta el infinito de bienes de consumo, etc., acaba por perderse la noción de lo que sería el verdadero fin moral de esa política. Y lo mismo ocurre con otros muchos casos, como cuando se persigue ciegamente la grandeur del Estado, el poderío de la nación, el «interés colectivo» o la «inmortalidad histórica» de los pueblos, etc., con olvido de los hombres individuales y concretos, de sus problemas personales, de sus derechos y de su dignidad.

    La eficacia no busca, en general, fines mediatos, sino inmediatos y tangibles, y se desentiende de todo lo complicado y profundo. Por otra parte, se desentiende también muchas veces de la moralidad de los medios. De esta manera, el criterio de la eficacia política, tratando de justificar cosas o acciones injustificables, choca a menudo con los criterios morales y humanitarios que la Iglesia defiende. Un gobernante que para mantener el orden emplee procedimientos contrarios a la moral y a los derechos del hombre, podrá ser un gobernante eficaz e incluso eficacísimo, pero nunca deberá ser calificado de prudente, porque no respeta uno de los principios fundamentales de la prudencia, que es el de la moralidad de los medios.

    Ahora bien, cuando la prudencia se refiere al bien común de una sociedad humana recibe, como es sabido, el nombre de «prudencia política», y en este sentido puede y debe también hablarse de la prudencia política de la Iglesia. Pero no debemos olvidar que la prudencia política no se confunde con la cautela ni con las posturas conservadoras y que, por el contrario, la prudencia política puede volverse en algunos casos revolucionaria. He aquí lo que M. Druon, al que hemos citado en páginas anteriores, no parece que acaba de comprender al hablar de los errores actuales de la Iglesia.

    Por otra parte, aunque, como hemos dicho, la Iglesia no tenga garantizada su procedencia política y pueda equivocarse en sus juicios práctico-concretos, existen importantes razones teológicas, y también sociológicas, para afirmar que no hay en el mundo otra institución que pueda superarla como fuerza moral de la humanidad. En este sentido, y aun en un mundo secularizado como el nuestro, la Iglesia tiene una gran importancia política: ella debe desempeñar su papel como principal fuerza moral del género humano, y si es suficientemente escuchada, puede evitar a los pueblos muchos tropiezos y errores políticos.

 

IV.3. Complejidad de la Iglesia

 

    Hemos empleado hasta aquí la palabra Iglesia con la mayor naturalidad, como si ese término tuviese un significado unívoca y perfectamente determinado.

    Sin embargo, no es así. Sobre todo, cuando se trata de analizar las relaciones de la Iglesia con la política, se hace preciso adquirir conciencia de la enorme complejidad de las realidades sociológicas que ambas palabras representan. Política e Iglesia son términos notoriamente equívocos y que han de ser utilizados con sumo cuidado si se desea, al menos, que el discurso siga teniendo un mínimo de rigor.

    Piénsese, por ejemplo, en la diversidad de personas, instituciones, comunidades y movimientos que constituyen la Iglesia y que están muy lejos de componer un todo rígidamente estructurado.

    En principio, la ley de la Iglesia es la de una santa libertad: In necesariis unitas, in dubilis libertas. Para cada cristiano, la propia conciencia es su primera regla de conducta, y esta ley de la primacía de la conciencia es respetada en la Iglesia de un modo más perfecto que pueda serlo en cualquier otro género de sociedad. Piénsese en la naturaleza singular de una sociedad constituida por muchos millones de personas, cada una de ellas actuando según su propia conciencia, pero unidas todas por esos poderosos conectores que son el amor, la fe y la esperanza comunes. La unidad jurídica de la Iglesia no significaría nada sin esta otra profunda unidad teologal.

    Ahora bien, la unidad teologal entre los cristianos no impide su enorme diversidad sociológica. Dos cristianos, por ejemplo, que «pertenezcan» a distintas clases sociales —entendida esta expresión en su sentido fuerte— tendrán puntos de vista contradictorios sobre infinitas cuestiones de la vida social. Y algo análogo podría decirse en cuanto a las razas, las nacionalidades, culturas e ideologías y a tantas otras particiones como dividen el género humano.

    La misma función eclesiástica o el papel que a los cristianos se les atribuye dentro de la Iglesia es una causa de diversidad entre ellos. Así, cuando se dice, por ejemplo, «la Iglesia hace política», cabe interrogarse sobre el sujeto de esta frase. ¿Qué Iglesia es ésa que hace —o que no hace— política? ¿La Santa Sede? ¿Las jerarquías nacionales? ¿Los obispos por separado? ¿Los curas? ¿Los religiosos? ¿Las órdenes y congregaciones? ¿Los institutos seculares? ¿Los seglares? ¿La prensa oficial u oficiosamente católica? ¿La Acción Católica? ¿Las comisiones semi-oficiales de la Iglesia, como, por ejemplo, «Justicia y paz»? ¿Los sindicatos cristianos? ¿Los partidos confesionales o bien vistos por la Jerarquía? ¿Las organizaciones parapolíticas, como, por ejemplo, los comités cívicos italianos? ¿Los diversos movimientos de seglares? ¿Las comunidades cristianas de base? ¿Los intelectuales católicos? ¿Las universidades de la Iglesia?...

    Algunos teóricos —armados de sus bisturís de juristas— pretenderían hacer una vivisección en esa complicadísima realidad, distinguiendo entre lo que actúa bajo el mandato de la Jerarquía y lo que funciona libremente y, más o menos, «proféticamente». Es decir, entre «lo que compromete y lo que no compromete a la Iglesia».

    A nuestro juicio, esta vivisección es imposible. No se puede establecer una rígida pared que separe esos dos tipos de actividades.

    Todo lo que se hace en nombre de Cristo y con el espíritu del Evangelio compromete, en algún sentido, a la Iglesia. No la compromete —claro está— jurídica o diplomáticamente, pero esto es lo que menos nos importa en nuestro caso.

    Los representantes oficiales de la Iglesia podrán decir muchas veces con mayor o menor sinceridad: «Esto no nos concierne, la Jerarquía no tiene parte en este asunto». Y tendrán razón técnicamente hablando.

    Pero siempre quedará en el fondo una duda: ¿Teológicamente hablando, la acción de unos bautizados que actúan bajo el impulso del espíritu mismo de la Iglesia, y siguiendo los estímulos y las llamadas de ésta a la acción, y de un modo que quiere ser evangélico, puede en realidad serle indiferente a la Iglesia? ¿Esta no se hallará también, en algún sentido, implicada en esa misma acción?

    No cabe duda de que el lenguaje jurídico y el lenguaje evangélico y teológico se refieren en ambos casos a realidades distintas. La palabra Iglesia significará, en el primero, la Jerarquía actuando canónica y pastoralmente, dentro de las atribuciones que la misma legislación de la Iglesia confiere. En el segundo, la misma palabra Iglesia representará la Iglesia en su plenitud, la Iglesia en su totalidad, la Iglesia hecha de hombres, el Cuerpo místico de Cristo.

    Debemos reconocer, sin embargo, que este punto de vista teológico no es el que más conviene cuando se trata de estudiar la incidencia político-eclesial.

    En este asunto parece preferible atenerse a la perspectiva sociológica. La Iglesia se nos presenta así como una unidad sumamente diversificada en su interior, cuya influencia sobre la política puede provenir de acciones muy diversas, pero respecto de las cuales la Jerarquía no puede inhibirse por completo.

    En efecto, desde el punto de vista sociológico, debe decirse lo mismo que antes habíamos afirmado en la perspectiva teológica, es decir, que toda acción política que lleve de alguna manera la marca cristiana, incluso aunque no sea realizada bajo la autoridad de la Jerarquía, compromete a la Iglesia.

    Nada podrá evitar, por ejemplo, que las palabras de un predicador «independiente»; los gestos políticos de un cura de aldea; las actividades de un grupo cualquiera de inspiración cristiana; los editoriales de un periódico reconocido como oficiosamente católico; la actuación de un partido al que la Jerarquía, más o menos explícitamente, bendiga, etc., sean cargados a la cuenta de la Iglesia, en esa contabilidad inexorable que llevan el pueblo y la historia.

    El sociólogo tiene que «constatar» esta influencia, independientemente de su alcance teórico.

 

IV.4. Cuatro planes de la acción «política» de la Iglesia

 

    Ahora bien, para poner un poco de orden en todo ese complejo mundo de acciones eclesio-políticas, Roger Aubert[67] propone que se distingan cuatro planos dentro de él.

    El primero de ellos es, naturalmente, el de la Santa Sede, la cual toma, a veces, decisiones «políticas» obligatorias para la Iglesia universal, como fueron, por ejemplo, la condenación del liberalismo por Gregorio XIV o la del comunismo bajo el pontificado de Pío XII (especialmente el Decreto del Santo Oficio del 1-7-1949), y que en otras ocasiones interviene más directamente en la política interior de un país, como ocurrió, en 1830, cuando Gregorio XVI puso en entredicho la Revolución polaca; en 1892, al propugnar León XIII la política del ralliement de los católicos franceses, y en 1926, con la condenación de la Acción Francesa por Pío XI.

    Nadie podrá negar la proyección que estas medidas tuvieron en su tiempo —y algunas de ellas aún la tienen— sobre el dominio político. Intencionalmente, es evidente que estas actitudes de la Santa Sede no eran en ningún caso políticas; pero desde un punto de vista objetivo, no cabe duda de que debe atribuírseles una trascendencia política.

    Entre estas intervenciones clásicas de la Santa Sede, las hay —como puede comprobarse fácilmente— de dos tipos.

    En unos casos se trata de cuestiones de doctrina que sólo secundariamente tienen incidencia política. Así ocurre, por ejemplo, con la postura de la Iglesia sobre el comunismo. La Iglesia condena la ideología marxista por su ateísmo y por su antihumanismo (es decir, la negación del concepto cristiano de la persona, con todo lo que esta noción implica); pero no deja de ser evidente que esta condenación ha tenido y tiene aún consecuencias importantes en el terreno político.

    Otras veces, la Santa Sede interviene para imprimir a la política de un país una dirección determinada, que ella estima más favorable para los intereses religiosos en una situación determinada: así, la movilización de los católicos franceses en favor de la República producida por el ralliement no tuvo un carácter doctrinal, sino más bien político, y no cabe duda de que desempeñó un papel en este sentido, al apartar a masas de católicos de la fidelidad cuasi-religiosa que profesaban a la institución monárquica, contribuyendo a consolidar la institución republicana en Francia.

    En este último tipo, la intención no deja de ser religiosa, pero la acción resulta más «política» —digámoslo así— que en el primero.

    El segundo plano al que se refiere Aubert es el de las Jerarquías nacionales, que a menudo adoptan posturas o dan consignas que conciernen muy directamente a la actitud política de los católicos. Un ejemplo, citado por el propio Aubert, es el de los obispos irlandeses condenando el movimiento de los «Sinn-fein» y tomando posición contraria al separatismo irlandés, que al fin debía triunfar.

    Podrían citarse, naturalmente, muchísimos casos de intervenciones de este género. Aquí nos referiremos solamente a un ejemplo histórico, que nos parece particularmente significativo, el del famoso «mandamiento» de los obispos holandeses en 1954, exigiendo a los católicos que permaneciesen en las filas del partido popular católico[68].

    Durante la última guerra, las circunstancias habían relegado a un segundo plano las oposiciones confesionales y políticas entre los holandeses. Pero al renacer la vida política democrática se produjeron algunos cambios en la distribución de los partidos. Antes había existido el «partido católico del Estado», y era cosa sabida que todos los católicos, sin excepción, votaban por él, aunque no fuese, en algunos casos, más que por pura obediencia a la Jerarquía. En la postguerra este partido fue sustituido por el «partido popular católico», el cual continuó gozando del apoyo decidido de la Jerarquía.

    Pero, por otra parte, después de la guerra nace también un nuevo partido, el partido laborista o «partido del trabajo», integrado por residuos de antiguos grupos socialistas liberales, del que forman asimismo, parte —y aquí está la novedad— algunos equipos católicos.

    Este nuevo partido no es marxista. Los mismos obispos lo reconocen en su documento. «Nos regocijamos de todo corazón —dicen— de que este partido se separe cada vez más de los postulados específicos del marxismo y de que adopte una actitud clara frente al comunismo. Vemos también con satisfacción que en este partido se suscriban ciertos principios de derecho natural[69], y que bajo muchos aspectos realiza una obra constructiva por el bien general especialmente en el terreno social».

    Esto dicho, los obispos hacen notar que no ven con buenos ojos que los católicos se orienten hacia el nuevo partido. Temen que se alejen así de los principios cristianos encarnados en el partido popular y que se rompa la unidad política de los católicos. Bien entendido, los obispos afirman la conveniencia de un pluralismo en el que participen todas las familias políticas del país, pero consideran que los católicos deben realizar ese pluralismo no individualmente, sino a través de su propio partido. No es, pues, un pluralismo de opiniones, sino de partidos.

    Las conclusiones del documento son las siguientes: 1ª Pasar al partido del trabajo equivale a contribuir a deshacer el partido católico. 2ª Las consecuencias de semejante apertura son incalculables para la realización de un programa social católico [...], tanto más cuanto que semejante apertura no se limitará al terreno político, sino que se extenderá, sin duda, al sindicalismo socialista, a la prensa y a otros sectores de la vida pública. 3ª Este partido no ofrece ninguna base ni garantía para una verdadera política cristiana. 4ª La adhesión de los católicos a este partido arrastra para ellos una grave responsabilidad [...]. Los obispos son de la opinión de que éste no es el camino para construir una sociedad en un espíritu cristiano y para realizar la reforma de costumbres, considerada como tan necesaria por el Papa Pío XI [...].

    Evidentemente, los obispos podían sostener que su actitud no era la de «hacer política», dado que les guiaba el propósito puramente religioso de que se mantuviera lo que, a su juicio, convenía más al bien religioso del país, es decir, la unidad política de los católicos. Pero no fue esta la impresión que el «mandamiento» produjo en los medios políticos y sindicales y, como consecuencia de ello, surgieron muchas protestas y complicaciones, que, a su vez, influyeron sobre el proceso ulterior del catolicismo holandés.

    El tercer plano lo constituyen los curas, lo que suele llamarse el bajo clero: los párrocos y sus coadjutores, desde las parroquias urbanas hasta las de las más pequeñas aldeas.

    Hace notar Aubert que la actitud del clero no siempre coincide con la de los obispos. Así ocurrió, según parece, en Bélgica, al plantearse la cuestión real, pues mientras el episcopado guardaba una estricta neutralidad, numerosos curas, sobre todo los de la parte flamenca del país, hacían una propaganda abierta por Leopoldo III. En Francia durante muchos años gran parte de los curas eran de tendencia legitimista y funcionaban como agentes antigubernamentales, independientes de las actitudes más conciliadoras de la mayoría de los obispos.

    Ahora bien, como ante los ojos del pueblo —especialmente en las poblaciones pequeñas—, quien representa a la Iglesia, es sobre todo, el clero parroquial, de poco sirve que el Papa diga una cosa si los curas locales profesan precisamente las ideas contrarias. Así sucedía cuando León XIII publicaba sus encíclicas sociales, pues no valía de nada que el Papa tratase de abrir paso a los problemas del mundo obrero, si el cura del pueblo se erigía en «defensor del orden» y condenaba a los obreros y sus sindicatos, sus huelgas y sus exigencias sociales, como diabólica rebeldía, fruto de un inmoderado apetito de bienes terrenales.

    Pero lo que acabamos de decir no es sino una observación marginal, que tiene poca importancia en relación con el conjunto del problema: el papel del clero en la actividad «política» de la Iglesia, punto sobre el que habremos de volver inmediatamente.

    Finalmente, el cuarto plano lo constituyen los seglares. Los laicos cristianos intervienen en política como ciudadanos. La Iglesia desea, naturalmente, que lo hagan de acuerdo con las doctrinas sociales y políticas que ella misma ha expuesto y sigue exponiendo frente a las más diversas coyunturas.

    En algunos casos, los políticos cristianos se organizan en partidos confesionales. En otros, las instrucciones electorales se transparentan de tal modo, que no dejan lugar a duda sobre las preferencias de la Jerarquía, y esto es precisamente lo que algunos denuncian como «clericalismo».

    La acción política de los seglares, tanto cuando éstos proceden a título individual como cuando actúan asociados en grupos o partidos más o menos confesionales, es también un punto digno de la mayor atención y sobre el cual deberemos, asimismo, detenernos.

    Todo cuanto acabamos de exponer muestra la complejidad de la Iglesia y explica, en parte, el carácter aparentemente contradictorio de la actitud de ésta en relación con la política. La Iglesia es una comunidad libre, un cuerpo social, de naturaleza singular, y no debe pensarse que sus miembros estén sujetos a una disciplina militar, como algunos suponen.

    Sobre todo en lo que se refiere a la acción temporal, cabe la posibilidad de que estos miembros actúen en direcciones distintas y de que cometan errores contrapuestos, de los cuales se culpará a la Iglesia en su conjunto.

    No es del todo injusto que así ocurra: la naturaleza de esa comunidad justifica que haya entre todos sus miembros una comunicación de bienes y de males, que constituye al mismo tiempo la grandeza y la miseria de la Iglesia: la cruz de la Iglesia, para decirlo en términos más cristianos.

 

IV.5. Los curas y la política

 

    Se halla muy extendida la opinión de que los mejores curas son los que no se ocupan de otros asuntos que el culto, la administración de los sacramentos, la asistencia a los enfermos y a la viudas, el fomento de las devociones y de la vida de piedad. Para que a un cura se le atribuya la patente de santidad es menester, sobre todo, que no se ocupe de cuestiones sociales, que no hable (mal) de los ricos —estos pobres ricos tan calumniados— y que no se meta en política, como no sea para alabar la acción de las autoridades.

    No es ésta, sin embargo, la idea que uno se forma al leer importantes documentos de iglesia, como el discurso de Pío XII a los curas y predicadores de cuaresma, titulado El sacerdote en el ministerio, la predicación y la vida pública[70]: «Los curas no deben militar en partidos políticos, pero tienen el deber de orientar a los fieles en materia política, como lo tiene la propia Iglesia». «El cura católico no puede ser simplemente comparado con los funcionarios [...]. Es evidente que el Estado puede dictar disposiciones concernientes a la conducta política de éstos [...]. Pero el sacerdote es ministro de la Iglesia y tiene una misión, que (..) se extiende a toda la esfera de los deberes religiosos y morales, por lo cual, bajo este aspecto, puede verse obligado a dar consejos e instrucciones concernientes a la vida pública [...], sin que los abusos eventuales que puedan producirse en el ejercicio de esta misión queden bajo el juicio de los poderes civiles [...]»[71].

    Esta misma doctrina ha sido desarrollada en otras muchas circunstancias y situaciones en documentos episcopales de gran interés.

    Así, la conferencia episcopal polaca de octubre de 1946 afirmaba que «los curas no pueden guardar silencio cuando los católicos les interrogan sobre sus obligaciones en materia electoral, sino que, por el contrario, deben mostrar los principios morales que han de regir el cumplimiento de esta obligación política. Respondiendo a estas cuestiones, los curas no intervienen en las discusiones de los partidos, pero sí proporcionan los criterios mediante los cuales los católicos deben formarse ellos mismos una conciencia electoral. La Iglesia no hace campañas electorales por sí misma, pero indica los principios de moral que debe acatar todo partido que quiera hacerse con los votos de los católicos»[72].

    Â¿Cuáles son los principios morales que deben presidir el cumplimiento de las obligaciones políticas? Sin duda, los obispos polacos pensaban en 1946, sobre todo, en la pervivencia de la misma Iglesia. Ante la avalancha comunista, los católicos debían defender el ejercicio del culto, la enseñanza religiosa y la libertad de la propia Iglesia. Esta era, sin duda, en aquel momento la preocupación principal de la Jerarquía polaca, y el documento responde en este aspecto a lo que hemos llamado el tipo clásico pre-conciliar.

    Pero el deber del cura de instruir a los cristianos sobre la actividad política desde un punto de vista moral, reaparece ahora de acuerdo con el nuevo estilo de la Iglesia, alcanzando una mayor extensión todavía.

    Â«El cura, como ciudadano y ministro de la Iglesia —dice el documento, síntesis de 132 intervenciones, presentado el Sínodo de 1971 por el cardenal Enrique y Tarancón— está obligado a tomar posición de manera no equívoca cuando se trata de defender los derechos del hombre, la promoción integral de la persona, la causa de la paz y la justicia. Todo esto debe ser entendido no sólo en lo que concierne al hombre, sino también a la colectividad».

    Como se ve, esta doctrina arroja sobre los hombros del sacerdote una enorme responsabilidad y una tarea dificilísima, en la que, en muchos casos, el sacerdote no puede menos de salir mal parado al chocar, sea con los partidarios de otras ideas políticas, contrarias al espíritu del Evangelio, sea con los poderes públicos o con las todopoderosas y tenebrosas potencias económicas.

    Ahora bien, nos preguntamos nosotros: ¿asesorar a los católicos en materia política, defender los derechos de los hombres y de las colectividades frente a las situaciones de injusticia, es hacer política? Es, sin duda, «una manera de hacer política» completamente adecuada a la función sacerdotal. Quienes partan de unos supuestos morales tendrán que afirmar la necesidad de esta función directiva de la moral sobre la política. El ejercicio de la misma debe ser reconocido en una sociedad libre, como una condición esencial del bien común. Es una cuestión de principio que debe caracterizar a una sociedad moderna bien ordenada.

    Pero, por el contrario, si no se parte de supuestos morales, si se tiene una concepción materialista de la historia y de la política, sea del género que sea —porque hay muchos tipos de materialismo actuantes en la política—, entonces habrá que decir que esos curas que defienden los derechos humanos o los principios morales de la política hacen «objetivamente» política, y que para un régimen totalitario (nazi, comunista o tecnocapitalista), el cura que con sus predicaciones ponga en entredicho los fundamentos morales del sistema o determinados actos y orientaciones políticas que formen parte del mismo, se mete «objetivamente» en política.

 

IV.6. ¿Qué es hacer política?

 

    Â«Hacer política», en el sentido amplio de la expresión, es intervenir de un modo o de otro —a condición de que sea un modo activo— en la vida política de la sociedad.

    Pero esta actividad puede y debe ser concebida de muchas maneras.

    Es indudable que un elector francés, al depositar su voto en las elecciones presidenciales en favor de François Mitterrand o de Valéry Giscard d'Estaing, «hace política», ya que interviene de un modo activo en el futuro de la sociedad política francesa, aunque sea en unas dimensiones mínimas, equivalentes exactamente a 0,0379 millonésimas del peso real de la elección.

    Pero el cura francés que haya dicho a sus feligreses: «Atención, hijos míos, no podéis, en conciencia votar a un candidato cuya elección implicaría la entrada de los comunistas en el Gobierno», ¿no habrá hecho política? La habrá hecho, sin duda, y con más millonésimas que el simple elector. Pero la habrá hecho de una manera distinta. Se habrá equivocado o no —esto nadie puede saberlo—. En cualquier caso, al formular este género de «instrucciones electorales», ese cura no se habrá apartado teóricamente de lo que, según las enseñanzas de la propia Iglesia, debe ser su intervención en materia política.

    Ahora bien, también el cura que haya guardado silencio habrá hecho política, ya que en semejantes circunstancias el silencio no es una simple omisión, sino el reconocimiento de la libertad de cada cristiano para votar en conciencia.

    Si partimos de estas ideas, tendremos que afirmar que también la Santa Sede y los obispos hacen política (y, por cierto, con muchísimas más millonésimas que un simple cura de aldea). La hacen «a su manera», en su propio plano, y actuando como conciencia moral de la humanidad; pero no se debe negar, mediante sutiles distingos, este «hace política» de la Iglesia jerárquica.

    Debemos reconocer que en el uso corriente, la expresión «hacer política» se refiere al quehacer de los políticos y de sus partidarios. Hacen política, en sentido estricto, los gobiernos, los partidos, los parlamentarios, los grupos y camarillas políticas, las organizaciones públicas o clandestinas de oposición, los ideólogos y propagandistas políticos de unas y otras tendencias.

    Sin embargo, el uso estricto de la expresión que comentamos no colma las necesidades actuales. En nuestro tiempo, lo político lo ha invadido todo. Ya no quedan apenas esferas autónomas. Los gobernantes modernos, y en especial los de los Estados más autoritarios, no pueden quejarse de que la gente haga política fuera de la política, ya que hoy todo se ha convertido en política.

    Así, un Estado moderno se ocupa de cultura, de economía, de cuestiones laborales y sociales, de prospección industrial, de educación, de planing familiar y hasta de montañismo... ¿Hay algún terreno de la vida en sociedad en que el Estado moderno no penetre? En otros tiempos estas actividades estaban confiadas a instituciones intermediarias, que eran realmente autónomas respecto del Estado. ¿Se imagina uno quizá a los secretarios de Estado de Carlos I dictando los planes de estudio de la Universidad de Salamanca?

    Hoy estamos muy lejos de eso. La penetración de lo político en lo social y cultural tiene una consecuencia importante para nuestro problema. En otras épocas, las dificultades que podían existir entre la Iglesia y el Estado se ceñían a unas cuantas cuestiones, llamadas «cuestiones mixtas»: el culto, la escuela, la familia, la moral pública, la organización eclesial y poco más. Pero en la actualidad, sin que dichos asuntos hayan perdido su importancia, no cabe duda de que el campo de las cuestiones mixtas clásicas ha sido enormemente desbordado. La Iglesia no puede permanecer al margen de otros muchísimos problemas que hoy se han vuelto políticos.

    Así, la Iglesia no puede ser indiferente a los derechos de los obreros, a la organización económica de la sociedad, a las culturas y lenguas populares, a los procedimientos de gobierno, a las libertades cívicas, a la vida de las comunidades intermedias y a otras muchísimas cuestiones que no hay lugar para citar aquí. Admitir que la política y la Administración estatal lo invadan todo y, al mismo tiempo, negar a la Iglesia el derecho a expresarse sobre ese mundo de cosas desde su propio terreno, que es el plano religioso, moral y humanitario, es, evidentemente, una pretensión intolerable.

    No se trata de defender el clericalismo o un retorno a la teocracia. Por el contrario, debe pretenderse avanzar hacia una sociedad cada vez más humana.

    Ahora bien, para compensar la deshumanización y la tecnificación de la política invasora, se hace preciso atribuir un lugar importante a las fuerzas morales de una sociedad. Los poderes deben reconocer a estas fuerzas una función crítica muy particular y que deberá poder ser ejercidas por ellos con toda libertad y amplitud, como un derecho natural, y no en virtud de pactos o de concesiones legales contingentes. La idea de que esas fuerzas morales —las iglesias, los dirigentes religiosos, las instituciones cultas, los senados y asambleas de hombres sabios, etcétera— deben tener una audiencia en la organización del mundo es fundamental para que éste pueda escapar a las catástrofes que le amenazan.

    La Iglesia católica es, sin duda, una de estas fuerzas morales y en muchos países la más importante de todas. Ejercer esa función será también para ella un modo de hacer política, es decir, una manera de contribuir activa y públicamente a la vida política de la Sociedad.

 

IV.7. Los seglares y la política

 

    En la Iglesia, el quehacer secular corresponde propiamente a los seglares[73]. ¿Quién ha de guiar a los cristianos en la acción política? Fundamentalmente, su propia conciencia[74]. Esto significa que las actitudes de los cristianos en política no siempre serán uniformes. Podrán inclinarse por soluciones distintas y aun contrapuestas. Frente a los problemas político-sociales, por ejemplo, unos podrán optar por un su sistema capitalista, otros por un sistema socialista[75].

    El cristiano que actúa en la política según sus propias opciones no podrá pretender en ningún caso monopolizar el mensaje evangélico ni reivindicar a su favor la autoridad de la Iglesia[76].

    Sin embargo, nadie podrá negar que esta acción multilateral de los cristianos en la política, si se realiza, como indica la Gaudium et Spes, «bajo la luz del Evangelio»[77], y aunque no lleve etiqueta de cristiana, puede ser reivindicada como una política eclesial, aunque no eclesiástica, es decir, como cosa de la Iglesia, en el sentido amplio de esta palabra, al que hemos aludido en un párrafo anterior.

    Parece que no hay inconveniente en afirmar que a pesar de la diversidad de opciones políticas concretas que al cristiano se le ofrecen puede hablarse, como hace Paupert[78], de «un fondo de política evangélica», que, lejos de todo juridicismo, constituiría el espíritu común de la acción pública de los cristianos: primacía del amor, prioridad de los pobres, comunicación de bienes, eliminación de la guerra y de la violencia, presencia de lo espiritual, exigencia de una conducta moral, servicio del bien común, etc.

    Si es cierto que algunos cristianos actúan, sea en un campo, sea en otro, de esta manera («inundados por la luz del Evangelio»), en sus acciones objetivamente discrepantes no podemos menos de ver como una especie de difracción de esa misma luz. Desde el punto de vista de la fe, la unidad perfecta de todo ese mundo de actividades sólo puede ser establecida en Cristo y únicamente resplandecerá al final de los tiempos, al término de «la gran tribulación», como en la escena final apoteósica de La esfera y la cruz, de Chesterton.

    Por otra parte, la acción política de los seglares se desarrolla a distintos niveles, en cada uno de los cuales la conexión con la Iglesia jerárquica puede ser mayor o menor y resultar más o menos comprometedora para ésta.

    En el rapport Matagrin[79] se exponen algunos casos en los que la relación de la política con la fe y la pertenencia a la Iglesia, sin ser determinantes, no dejan de ser notorias. No se trata, ciertamente, de una acción política propiamente dicha, como la de los partidos, sino de una acción paralela a la política, y en la que se realizan actividades que tienen una indiscutible resonancia política.

    En primer lugar, deben citarse los grupos que tienen un estatuto y un papel oficial en la Iglesia: movimientos de Acción Católica, movimientos cristianos reconocidos por la Jerarquía y que actúan con cierta dependencia de ésta y grupos especializados que se ocupan de tareas apostólico-políticas concretas, como la paz, el hambre, el subdesarrollo, los movimientos migratorios, etcétera. Este tipo de actividades entraña en muchos casos cierta concepción política del orden nacional o internacional y entran, pues, dentro de nuestra cuestión.

    Matagrin cita, asimismo, algunos equipos oficiosos de espiritualidad, que al no dejarse encerrar en el pietismo o en un falso sobrenaturalismo, se plantean mil problemas del mundo actual, con lo cual no pueden menos de rozar las cuestiones políticas y sociales más importantes de nuestro tiempo.

    Los seglares actúan hoy también en muchos países dentro de organizaciones informales, comunidades de base, equipos cristianos de diverso tipo, que no están sometidos a ninguna dirección eclesiástica.

    En cualquier caso, los seglares, si son verdaderamente activos en el terreno político, comprometen a la Iglesia más de lo que suele suponerse, y ésta no puede tampoco rechazar de plano este compromiso. En teoría es relativamente fácil separar las actividades eclesiales de las políticas. Pero en el terreno práctico existe una inevitable influencia entre ambos campos de acción. Es evidente que lo eclesial influye en lo político, y también —como afirmó claramente Pío XII— lo político influye en lo eclesial.

    Puesto que ambos tipos de actividades tienden a realizar el bien de una misma multitud, aunque sea bajo aspectos distintos, es inevitable que en una sociedad moderna, en la que el índice de comunicación es muy elevado, se produzca entre ellos una permanente dialéctica y que los regímenes de separación resulten ser más aparentes que reales. Sólo el reconocimiento de este hecho sociológico puede conducir a una política religiosa realista.

    El día en que la Iglesia dejase de inquietar a los Estados podría decirse que había muerto históricamente.

 

 

[Notas]

 

[58] Mgr. D'Hulst en 1895. Frase recogida por Chénon en la obra El papel social de la Iglesia (Ed. Mexicana, 1946, pág. 165).

[59] Pablo VI, Discurso en la audiencia general del 5 de noviembre de 1969.

[60] Pablo VI, Alocución del 20-10-65.

[61] «Gaudium et Spes», 43.

[62] Audiencia general del 7-5-69.

[63] Audiencia del 10-8-66.

[64] Vraie et fausse reforme de l'Église, pág. 65.

[65] En las elecciones polacas de 1946 el cardenal Hlond dictó disposiciones muy severas que prácticamente impedían a los católicos votar en favor de las candidaturas gubernamentales. En las legislativas italianas de 1948 el margen de libertad dejado a los católicos por las instrucciones electorales del episcopado era tan pequeño que virtualmente se les invitaba a votar por unas candidaturas bien determinadas. En cambio, en las presidenciales francesas los obispos han creído oportuno guardar silencio, a pesar de que el partido comunista apoyaba, como es sabido, decididamente la candidatura de Mitterrand y la elección de éste como presidente había de implicar con certeza la designación de varios ministros comunistas, alguno de ellos, al parecer, en cartera tan delicada como la de Educación, Circunstancias distintas implican modos de proceder diferentes, pero hay un margen de error en la apreciación de los datos y en la medida de las consecuencias.

      Otro ejemplo: la intervención de los obispos en la promoción del referéndum italiano sobre el divorcio y en su desarrollo, ¿no ha sido un error de cálculo? Sin entrar en la cuestión de fondo, vistos los resultados y juzgando a posteriori, ¿no hubiera sido más prudente evitar un enfrentamiento que no era rigurosamente necesario y en el que la Iglesia, por lo que se ha podido comprobar después, llevaba las de perder? Se trata de cuestiones opinables y que sólo la Historia podrá juzgar con la debida amplitud.

      Este modo de razonar, ¿es maquiavelismo? ¿Es oportunismo o posibilismo? No lo creemos así. Es simplemente una cuestión de «prudencia política».

[66] II.ª, II.e, cuestión 47, art. 15.

[67] Loc. cit.

[68] Se dio el nombre de «mandamiento», y con el mismo solía ser comúnmente designada, a la carta colectiva del Episcopado holandés titulada «Los católicos y la vida pública», un largo y minucioso documento fechado en Utrecht en 1º de mayo de 1954. El mismo puede ser leído en la Doc. Cath., 1954, núms. 1.183, 1.184, 1.185.

[69] Los obispos parecen referirse principalmente al reconocimiento del derecho de los padres a elegir para sus hijos la enseñanza libre que prefieran y, en particular, una enseñanza confesional de acuerdo con sus propias creencias.

[70] 16 de marzo de 1946.

[71] A continuación el Papa alude a las actitudes valerosas de los sacerdotes que se enfrentaron con el régimen nazi, «incluso desde los púlpitos». «Su heroísmo —dice— es hoy admirado por el mundo entero».

[72] Doc. cath., 1946, 1.393.

[73] Propiamente, pero no exclusivamente, precisa la «Gaudium et Spes»: «laicis proprie, etsi non exclusive».

[74] «A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena». «No piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poder darles inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan».

[75] Para nosotros está fuera de duda que un cristiano puede optar por un sistema capitalista, es decir, un sistema en el que la iniciativa privada tenga un amplio margen de acción y de asociación, a condición de que sean realmente evitadas las enormes lacras esenciales del capitalismo actual; el anonimato y la omnipotencia de las finanzas; sus móviles exclusivamente lucrativos; el siniestro mecanismo de los capitales multinacionales; la despersonalización del trabajo y la apropiación de sus beneficios por unos pocos; la explotación de los pueblos pobres por los pueblos ricos, etc. También consideramos evidente —pese a lo que algunos digan— que un cristiano puede optar por un sistema socialista en el que las grandes fuerzas de producción no queden en manos privadas, sino que sean directamente puestas a disposición de la colectividad, a condición, claro está, de que al hombre individual se le reconozca una esfera de acción propia, un chez soi, bajo el signo de una propiedad personal y familiar suficiente, e incluso amplia, de modo que el logro de la misma pueda ser un legítimo estímulo para su trabajo. La concepción cristiana exigirá que en ese socialismo el individuo y la familia no sean aplastados por la colectividad, que el hombre no sea considerado como un producto de la sociedad, que el Estado no pretenda ser el principio y el fin de la vida humana y que se instituya un conjunto de libertades cívicas esenciales, tanto en el orden de la política como de la cultura, la religión, etc.

[76] «En estos casos de soluciones divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva (subrayado nuestro) a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia» («Gaudium et Spes», 43).

[77] «Que toda la actividad temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio».

[78] Pour une politique évangélique, pág. 80.

[79] Politique, Église et Foi, Le Centurion, pág. 32.

 

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