Carlos Santamaría y su obra escrita

 

III. El planteamiento teórico del problema

 

III.1. Los principios teóricos

 

    Para el estudio teórico de las relaciones de la Iglesia con la actividad política, debemos partir de un sistema de postulados o principios fundamentales, los cuales son muy conocidos; pero necesitamos recordarlos y analizarlos brevemente en este momento de nuestra exposición.

    La Iglesia dispone, en efecto, de una teoría sobre su propia situación en el mundo y en la historia. Dicha doctrina ha sido construida en el transcurso de los tiempos —a través de horizontes históricos muy diversos— y profusamente expuesta por papas, obispos, teólogos, juristas y tratadistas cristianos. Está, pues, al alcance de cualquiera el saber lo que la Iglesia ha dicho sobre sí misma, sobre la sociedad política, el mundo profano y la moral de las relaciones entre estas realidades. Evidentemente esta teoría no está ni mucho menos inmóvil. Las nuevas situaciones que se presentan obligan a la Iglesia a definirse ante problemas nuevos y a completar y modificar sus posturas. La conciencia de los principios y su forma de aplicación no ha sido siempre la misma en la Iglesia, pero lo más importante y esencial de aquellos fue ya enseñado por el propio Cristo y puesto en práctica por los cristianos desde los tiempos primitivos, como puede verse en los Hechos de los Apóstoles. (Por ejemplo, la doctrina de la obediencia de los cristianos a la autoridad).

    Podemos resumir esta teoría en seis principios, que son los siguientes:

    1) El principio de heterogeneidad: La Iglesia y la sociedad política son de naturaleza esencialmente distinta y pertenecen a mundos diferentes. No es lícito interpretar a la Iglesia como una sociedad política, ni a la Sociedad política como una iglesia.

    2) El principio de no-intervención: La Iglesia no se mete en política, no se inmiscuye en los asuntos puramente políticos, ni toma partido en este terreno. Reconoce y respeta la independencia de las sociedades políticas en su propio orden.

    3) El principio de la autonomía de lo profano: Más general que el anterior y más profundo, este principio afirma que el mundo profano, el «mundo del hombre» (el arte, la ciencia, la economía, la política, etc.), tiene entidad y fines propios y no se halla en dependencia directa del orden sacral instituido. Rechaza, pues, todo género de teocracia, tanto en el orden de la cultura y de la ciencia como en el de la creatividad humana.

    4) El principio de la obediencia: El cristiano debe obediencia a toda autoridad legítima de este mundo, porque la autoridad viene de Dios; pero «antes que a los hombres se debe obedecer a Dios».

    5) El principio de intervención: La actividad política, lo mismo que las demás actividades todas del mundo profano, están subordinadas a la moral, dependen también de Dios. En este sentido, Cristo ejerce también jurisdicción sobre el mundo profano. La subordinación de lo político a lo moral, negada por el liberalismo, es siempre reafirmada por la Iglesia. Esta tiene, pues, derecho a exponer sus directivas; a presentar «modelos de vida social»; a criticar las injusticias, etcétera. La Iglesia se reserva este género de intervención y no debe ser amordazada por el Estado.

    6) El principio de encarnación: La Iglesia no vive fuera del mundo, ni en un mundo aparte. La trascendencia de su mensaje no debe ser interpretada en sentido de evasión. Por el contrario, encarna en el mundo y trata de iluminar por dentro y de vivificar todas las actividades humanas. Desde este punto de vista la Iglesia se interesa también en la política, como una actividad humana de importancia fundamental.

    Como puede verse fácilmente, entre algunos de estos principios existen oposiciones conflictivas, que en la práctica pueden convertirse en auténticas contradicciones. Así, por ejemplo, mientras el primer principio afirma que la Iglesia no se inmiscuye en política, ni hace política, el quinto le ofrece la posibilidad de inmiscuirse constantemente por medio de sus enseñanzas y sus críticas, lo que da lugar a la acusación de «juego doble». Algunos de estos principios llevan la carga conflictiva dentro de sí mismos. Así, el cuarto principio, el de la obediencia, es al mismo tiempo una llamada a la obediencia y una invitación a la desobediencia. Puede conducir a unos cristianos a la sumisión y a otros a la rebeldía. No sólo afirma el deber genérico de obedecer, sino también el deber singular de desobedecer.

    Si la primera de estas dos vertientes (el deber de obedecer) sitúa a los cristianos en el campo conservador[32], es decir, entre los que están con la autoridad y con el poder constituido, la segunda (el deber de desobedecer, el deber de obedecer a Dios antes que a los hombres) los llevará a veces al campo revolucionario. La historia está llena de actitudes proféticas de este género.

    En cierto sentido, puede incluso afirmarse que los cristianos han sido el fermento de todas las revoluciones que se han producido en la civilización cristiana. En el caso del propio Marx, parece que sus ideas, científicamente revolucionarias, no hubieran podido tomar cuerpo en él si no hubiera existido en su espíritu el fermento revolucionario judeo-cristiano.

    La relación conflictiva de estos principios, entre sí o dentro de cada uno de ellos, nos permite calificarlos de principios dialécticos. Y, en efecto, al analizar su aplicación a la práctica, veremos que conducen a una dialéctica permanente en la vida de la Iglesia y de los cristianos en el mundo.

 

III.2. El principio de no-intervención

 

    En el régimen tradicional de «alianza del trono y el altar» la Iglesia intervenía indudablemente en la política. En Francia, por ejemplo, los eclesiásticos constituían uno de los tres estados —y, sin duda, no el menos poderoso—, el cual ejerció un papel clave en el desarrollo de la revolución. Ahora bien, este género de intervención de la Iglesia o de los eclesiásticos en la política no producía, al parecer, ningún escándalo en los cristianos de aquel tiempo y nadie se extrañaba de estas cosas, que en nuestra época hubieran resultado intolerables.

    Pero al romperse definitivamente el viejo sistema de la monarquía de derecho divino y del poder compartido entre el sol y la luna, apareció el estado liberal, fundamentalmente laico y democrático. Como era inevitable, empezaron a surgir conflictos entre la Iglesia y el nuevo orden de cosas. Muchos católicos pensaban que el buen camino debía consistir en el retorno a la anterior situación «armoniosa»: la restauración.

    El ensayo borbónico, desde el 14 al 30, en Francia, resultó un gran desastre y terminó en la implantación de la monarquía liberal de Luis Felipe, que difería especialmente de la monarquía borbónica.

    Luis Felipe ya no era rey de Francia, sino rey de los franceses, y, por añadidura, sus inclinaciones personales eran racionalistas y anticlericales.

    Los acontecimientos obligaron a la Iglesia a fijar su atención en el fondo del problema, y el resultado de esta reflexión fue el principio de no-intervención o de independencia de la sociedad política en su propio orden. Una de las primeras veces en que lo vemos afirmado en líneas generales, y por cierto en un momento dramático en el que el autor de esta afirmación estaba lejos de sospechar que la misma había de llevarle, poco tiempo después, a la muerte en las barricadas, como un testigo de la imparcialidad de la Iglesia, es en el documento publicado por monseñor Affre el 3 de marzo de 1848. «Jesucristo, afirmando que su reino no es de este mundo, ha declarado, por el hecho mismo, que no exigía ni proscribía ninguna forma de gobierno. El clero ha dicho siempre, desde San Pablo, a los reyes absolutos lo mismo que a los presidentes de república: sois los ministros de Dios para el bien común de los hombres».

    A partir de León XIII, sobre todo, se afirma constantemente en toda clase de documentos pontificios que las dos sociedades, la temporal y la espiritual, son independientes, y que cada una de ellas debe mantenerse en su esfera propia de actividad sin invadir el campo de la otra. Con clara alusión a los partidarios de la restauración del orden antiguo, León XIII[33] declara que la Iglesia no puede aceptar la opinión de los que «identifican la religión con determinados partidos políticos, hasta el punto de creer separados del catolicismo a los que militan en otros distintos». La Iglesia admite que el Estado es una sociedad perfecta, independiente en su propia esfera; destinada a la realización del bien común temporal. No tiene preferencia por unos u otros regímenes políticos, siempre que la moral y la religión sean respetadas; condena a los que quieren mezclar o confundir las cuestiones políticas con las religiones y el dominio de acción de la Iglesia con el del Estado[34]. Tampoco se inclina en favor de unos partidos determinados, es «neutral» en las luchas de este género[35].

    Pío XI, el Papa de la Acción Católica, confirma toda esta doctrina de la no-intervención en la primera de sus grandes encíclicas, la «Ubi arcano dei»: «La Iglesia no se atribuye a sí misma el derecho a inmiscuirse en los asuntos temporales y puramente políticos».

    Su sucesor la refuerza, sobre todo en un aspecto muy importante, la no-intervención de la Iglesia en la política internacional. Bajo su pontificado no faltaron quienes intentasen que la Iglesia se pusiera al frente de una gran cruzada contra el comunismo, es decir, contra el bloque de Estados del Este, y en la que, naturalmente, figurarían los Estados Unidos como fuerza más importante. El macartismo fomentó, en cierto sentido, esta esperanza. Algo análogo había ocurrido antes en el caso de Hitler. Se invitó a la Santa Sede a que encabezase una coalición contra el totalitarismo nazi, dando así carácter de cruzada a la lucha de los países democráticos y socialistas contra los regímenes fascistas. Pío XII declara que se guardó muy bien de aceptar este género de proposiciones. Al contrario, apoyándose en el principio de no-intervención, afirmó una especie de neutralidad (por supuesto, de un género distinto al de la neutralidad diplomática de los Estados) o de imparcialidad de la Iglesia en estas contiendas.

    Así, en el mensaje de Navidad de 1951, Pío XII criticaba severamente a «los hombres políticos e incluso a los hombres de iglesia que intentan hacer de la esposa de Cristo su aliada, el instrumento de sus combinaciones políticas, nacionales e internacionales..., incluso si con ello tratan de realizar objetivos legítimos o de defender intereses igualmente legítimos».

    Ahora bien, el principio de no-intervención —«la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno» («Gaudium et Spes»)— tienen una doble vertiente. Al mismo tiempo que afirma la no-intervención de la Iglesia en los asuntos políticos, exige la no inmisción del Estado en los asuntos eclesiales. De esta manera, debe ser interpretado como doble principio de no-intervención.

    Como contrapartida de su actitud apolítica, la Iglesia exige, pues, al Estado que se mantenga también en su terreno. En función de este principio la Iglesia exigirá, por de pronto, al Estado el «derecho de predicar la fe en una libertad auténtica; de enseñar su doctrina social; de ejercer sin dificultad su misión respecto a los hombres y de formular un juicio moral en materias que tocan a la organización política cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salud de las almas»[36]. Respecto de estas exigencias y del modo de interpretarlas, la Iglesia será, en su propio ámbito, el único juez. Por todos los medios a su alcance, y dentro del tipo de acción que le impone su misión espiritual, la Iglesia defenderá tales exigencias, lo mismo en Checoslovaquia que en el Brasil, y no aceptará jamás hallarse sometida a una tutela política ni a ver recortados estos derechos que declara fundamentales.

    Por otra parte, para que la Iglesia considere a un Estado como una verdadera sociedad política independiente y no como una situación anárquica o tiránica, hará falta que el mismo se halle en condiciones de realizar el bien común temporal y esté dispuesto a respetar en el interior de la propia sociedad política otras autonomías esenciales como lo es la autonomía de la persona y, por extensión de ésta, las de los grupos de personas.

    Notemos que tales condiciones, que constituyen el segundo tipo de exigencias de la Iglesia, están estrechamente relacionadas entre sí. «Considerando el bien común, no como un fin genérico de toda sociedad, sino como el fin específico del Estado, una directriz que puede servir siempre de guía es la afirmación, varias veces repetida por el magisterio de la Iglesia, de que una exacta definición del bien común requiere la constante referencia a la persona humana»[37].

    La autonomía de la Sociedad Política exige, por tanto, la autonomía de las personas, de los grupos de personas y de las sociedades intermedias que existen en el interior de aquélla. Para que un Estado merezca el respeto exterior debe asegurar en su interior estas autonomías fundamentales, y principalmente la de la persona humana, que es fuente de las demás.

    Pero además, como acabamos de decir, en una Sociedad Política, tal como la concibe la Iglesia, «lo que se ha afirmado de la autonomía de la persona vale también para todas las formas de asociación y para los grupos sociales intermedios, tan íntimamente ligados a la libre iniciativa y a la libre expresión de la persona humana».

    Por lo que acabamos de decir se ve que la Iglesia considera en un mismo plano todo un sistema de independencias relativas. De la misma manera que ella no se inmiscuye en los asuntos del Estado, afirma que éste debe evitar el inmiscuirse en los de otras sociedades o grupos de personas subordinados al mismo, como, por ejemplo, la familia.

    Cuando la Iglesia presenta a los Estados este «modelo» de sociedad no se mete, pues, en política. No hace sino establecer un sistema de independencias en el que, además de cumplirse el fin primordial del Estado, la propia Iglesia puede desarrollar su vida independientemente sin necesidad de privilegios[38].

    Pese a estas consideraciones complementarias, que ilustran el principio de no-intervención de la Iglesia, tal como suele utilizarse éste, resulta bastante equívoco.

    En efecto, si se le considera aislado de los demás principios, más parece consagrar el Estado liberal tipo (el secularismo tantas veces condenado) que un Estado democrático moderno correctamente secularizado. En efecto, muchas veces se interpreta este principio como una total independencia; el Estado puede hacer lo que quiera dentro del orden político, que es el suyo, sin que la Iglesia tenga derecho a criticarle, pues esto equivaldría a «meterse» en el terreno político.

    Además, el principio que comentamos tiene, o se le suele dar, un carácter negativo. Que la Iglesia no se «meta» en política y que el Estado no se «meta» con la Iglesia, y todo irá bien. Más que un principio fundamental de la Iglesia en sus relaciones con el Estado, parece ser un sistema de garantías mutuas, un modus vivendi. Por desgracia, es así como suele ser interpretado muchas veces, erróneamente por supuesto.

    Por eso conviene elegir un modo más amplio y más auténtico de afirmarlo recurriendo a un segundo principio, del cual no sería en el fondo sino una consecuencia, un caso particular: el principio de la autonomía de lo profano.

 

III.3. El principio de la autonomía de lo profano

 

    Este principio afirma «la justa autonomía de la realidad terrena», es decir, la natural y legítima independencia de un mundo profano, dotado de entidad, actividad, medios y fines propios. El mundo profano significa aquí el mundo del hombre, de la ciencia, del arte, de la economía, de la política, el mundo todo en el que se desenvuelve la vida secular de la humanidad y que es, por definición, un mundo exterior al templo y a la comunidad sacral y eclesial y, por tanto, eminentemente o esencialmente laico.

    La laicidad que atribuimos al mundo profano no sólo es un hecho sociológico indiscutible, sino que representa también una característica esencial de la sociedad humana que la propia Iglesia reconoce y afirma[39].

    Sin embargo, la consistencia sustantiva y la autonomía del mundo no han estado siempre presentes, como lo están ahora, en la conciencia cristiana. En realidad, no podían estarlo ni en la cristiandad primitiva, absolutamente deslumbrada por la novedad de lo eterno, ni a lo largo de la Edad Media, cuando la cultura sacral amamantaba, por decirlo así, a la cultura profana, ni en la simbiosis monárquico-eclesiástica del absolutismo en la que impera, en el fondo, una gran ficción colectiva. El problema no aflora en realidad hasta el siglo XVIII; pero entonces no lo hace en forma serena ni objetiva por ninguna de las dos partes, sino bajo el aspecto de una ruptura violenta, lo que conduce a una sucesión de conflictos que retrasan el momento de la clarificación.

    Sólo ahora, a partir sobre todo de Juan XXIII, parece presentarse la oportunidad de un planteamiento correcto de la cuestión.

    Sin embargo, la afirmación del principio de autonomía de lo profano sigue tropezando hoy mismo con una gran resistencia en el ánimo de muchos cristianos, los cuales se liberan con dificultad de una visión teocrática del mundo.

    Durante largo tiempo ha gravitado sobre nosotros la sombra de lo que pudiéramos llamar una concepción teocrática de la cultura.

    Según ésta, lo profano no sería sino lo secundario, la excepción o el residuo accidental de lo sagrado; algo que no tendría realmente entidad propia, sino que habría de ser considerado más bien como un divertimento o una mera actividad auxiliar. Así la filosofía fue durante siglos la ancilla teologiae; el arte sacro, la música sacra, la literatura sagrada eran lo esencial, mientras que la música o la pintura, o las bellas letras profanas aparecieron mucho más tarde, como algo un tanto sospechoso pero tolerado en razón de la debilidad humana. La ciencia experimental y racional no fue acogida tampoco con ninguna clase de simpatía por los teólogos y, durante un largo período, se le negó la entrada en las universidades.

    En cuanto a la política debía, según este punto de vista, dejarse dirigir en lo esencial por el magisterio eclesiástico, ya que no se le reconocía una naturaleza y unos fines propios.

    En el siglo XIX algunos pretendieron luchar contra esta mentalidad. En la mayor parte de los casos fueron tachados de modernistas, como ocurrió, por ejemplo, en Alemania, hacia finales del siglo, con el teólogo Hermann Schell, quien se apoyaba notoriamente en las notas póstumas del cardenal Manning sobre «los nuevos obstáculos» que se oponían al progreso del catolicismo en Inglaterra.

    La mentalidad cultural-teocrática no ha desaparecido del todo y pervive aún inconscientemente en nuestra mentes como una reminiscencia.

    Así, la idea tan querida a algunos católicos de que las actitudes políticas deben ser deducidas de la fe religiosa y de que se han de buscar en la Biblia, en la teología o en la enseñanza de los papas y de los obispos justificaciones doctrinales de dichas actitudes, es considerada en algunos de los rapports presentados a la Asamblea plenaria del Episcopado francés[40] no como una ventaja, sino como un error y un inconveniente.

    La política pertenece indiscutiblemente al orden profano y la afirmación de la autonomía de éste implica la de la independencia de la sociedad política respecto a la sociedad sacral. «La política es autónoma respecto de la fe», dice el rapport Matagrin a la citada Asamblea. Pero esto hay que entenderlo en un sentido que inmediatamente se especifica: «Una decisión política no se inspira precisamente en el Evangelio». «Incluso, si la acción política es emprendida en un espíritu de fe, debe valerse inevitablemente de información y métodos adecuados y recurrir, más o menos conscientemente, a una ideología en curso». «Estos instrumentos de la acción política no provienen de la fe», y, sin embargo, cuando la misma se aplica al análisis de los hechos políticos, tiene que echar mano de ellos y de lo que las ciencias han descubierto en este terreno. «Despreciar este conocimiento de los hombres y este análisis serio de las situaciones bajo pretexto de aplicar inmediatamente principios sacados del Evangelio o de la doctrina social de la Iglesia, es despreciar tanto el mundo como la significación real del Evangelio o de la propia enseñanza social de la Iglesia».

    Afirmar la autonomía de las realidades terrenas consiste en decir que[41] «las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que los humanos deben descubrir, utilizar y ordenar [...]. Por la propia naturaleza de la creación todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado: el hombre debe respetarlas partiendo del movimiento metodológico de cada ciencia o arte».

    Las realidades profanas o terrenas tienen, pues, entidad propia y no son un simple epifenómeno[42].

    Jacques Maritain tienen el mérito de haber sido uno de los primeros que se aplicó a reflexionar sobre lo que podría llamarse la sustantividad del orden profano y su independencia esencial del orden religioso.

    La construcción de un mundo nuevo más humano que el actual; el desarrollo de los pueblos; la liberación de la miseria; el progreso incesante del conocimiento científico; la participación de las gentes en la dirección de sus propios destinos terrenales, con plena conciencia y dignidad; la práctica del quehacer político, considerado en toda su grandeza, no son vistos como puros medios para un pasar transitorio de la humanidad hacia un mundo trascendente, sino que constituyen todo un sistema de fines intermediarios que merecen todo el interés y el esfuerzo de los hombres.

    Esta teoría de lo que Maritain llamaba el fin intermediario o infravalente del mundo temporal, elude a un mismo tiempo la postura pesimista (el mundo es puro medio, pura vanidad y apariencia, lo verdaderamente esencial e importante, lo único que en el fondo debe merecer la atención del cristiano es la salvación: «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?») y la postura optimista-secularista (el mundo no tiene otra ley que la ley del mundo; la construcción del mundo es un fin en sí; el quehacer profano es todo el quehacer del hombre y la grandeza de éste consiste en entregarse de lleno a la lucha histórica sin evasión ni ficción religiosa alguna).

    Se comprende que también la política, como parte de ese orden profano, puede ser vista desde estas dos perspectivas extremas. Tendríamos, pues, por una parte, una política de puro medio, es decir, subordinada a lo espiritual, o sea, el Estado servidor de la Iglesia, y las ideas políticas condicionadas a las ideas religiosas. Esta sería la fórmula teocrática, en la que la autonomía de lo político queda aniquilada. Y, por otra parte, una política que no reconocería más leyes que las que ella misma se dicta, es decir, el fisicismo y el positivismo políticos, que no admiten ley o poder moral alguno por encima del poder político: el principio de la soberanía total y absoluta del Estado, a la cual la Iglesia debe estar sometida como cualquier otra de las actividades sociales. Y ésta es la fórmula del liberalismo radical, del fascismo y del totalitarismo.

    La libertad de la persona humana, dueña de sus propios actos, dotada de un enorme poder creador, pero sometida en su propia intimidad a una responsabilidad moral superior, nos da la medida de lo que es, en la mente de la Iglesia, la autonomía de lo profano.

    La teoría maritainiana de la sociedad profana como fin intermediario en la vida del hombre atribuye a las realidades terrestres un enorme valor, aunque no el valor último, y justifica asimismo que la Iglesia entable batallas contra los poderes de este mundo para defender la libertad de la persona y la autonomía de todas las esferas propias de su vida social.

 

III.4. El principio de la obediencia a la autoridad

 

    La Iglesia no sólo garantiza al Estado su no-intervención en los asuntos políticos, sino que le brinda asimismo la especial sumisión de los ciudadanos cristianos, obligados por motivos religiosos —y no sólo por temor o por consideraciones de eficacia política— a obedecer a las autoridades civiles.

    Como es sabido, esta doctrina se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia y fue enseñada en una época en la que la figura de la autoridad no tenía nada de común con la visión cristiana. «Los intereses de los paganos distaban inmensamente de los evangélicos y, sin embargo, los cristianos eran ejemplares en su lealtad a los césares y a las leyes en cuanto era lícito»[43].

    Lo que teóricamente da más fuerza y expresión a la obediencia civil de los cristianos es precisamente esta universalidad. Que los cristianos obedezcan a los «príncipes cristianos», protectores de la Iglesia, parece que no tiene nada de particular. Pero la obligación de obediencia enseñada por los apóstoles no presenta esta limitación. Trasladado a los tiempos actuales, este principio permite afirmar, por ejemplo, que los cristianos deben también mostrarse obedientes y excelentes ciudadanos en los regímenes comunistas, sea en China, en Checoslovaquia o en Hungría, como en cualquier otra parte.

    En principio, los cristianos yugoslavos deben obedecer y respetar hoy al mariscal Tito, por lo menos tanto como los cristianos romanos respetaban y obedecían al emperador Nerón; y la obediencia a Constantino no era de naturaleza distinta que la que los cristianos habían profesado al propio Nerón.

    Los textos en que se funda esta doctrina son bien conocidos: «Mostraos sumisos a toda institución humana por respeto al Señor, ya sea al emperador como soberano, ya sea a los gobernadores como mandados por él para castigo de los que obran mal y para alabanza de los que obran bien, pues tal es la voluntad de Dios...», escribe San Pedro en su Epístola a las jóvenes iglesias de Asia Menor (1.2.13). Y San Pablo: «El que se insubordina contra la autoridad se opone a la ordenación de Dios... Por tanto, debéis estarle sujetos, no sólo por el castigo, sino también por conciencia» (Roma, 13.2.5).

    Conviene darse cuenta de que toda esta fraseología, que hoy parece lejana y abstracta, respondía, en el tiempo en que fue utilizada, a un estado de lucha, de preocupación y de conflicto para aquellos primeros cristianos. La cuestión de la sumisión a los gobernadores romanos debía ser, en aquel tiempo, algo muy complicado para los judeo-cristianos. En primer lugar, la misma autoridad romana era muy discutible para ellos. Los hijos del pueblo de Dios no podían dejarse dominar por paganos, completamente extraños a su raza y a su religión. Además, el nuevo reino de Dios parecía exigir la emancipación de todos los poderes de este mundo. Sin embargo, los apóstoles insisten una y otra vez: obedeced.

    La misma actitud se prolongará a través de todo el imperio. Así Tertuliano escribirá: «El cristiano no es enemigo de nadie, ni del emperador, a quien, sabiendo que está constituido por Dios, debe amar, respetar, honrar y querer que se salve con todo el romano imperio»[44].

    Durante la crisis del liberalismo, y más especialmente en los momentos en que se exigía a los católicos que se sometiesen a los Estados de nuevo cuño, los papas repiten incansablemente esta doctrina y nunca dejan de ofrecer a las nuevas autoridades la lealtad particular de los súbditos cristianos. En teoría, al menos, esto tenía que ser así, lo cual no quiere decir que lo fuese siempre en la práctica, a juzgar por los datos de la historia.

    Porque el principio de obediencia tiene, como ya habíamos anunciado, una segunda vertiente, a través de la cual pueden surgir, y surgen en realidad, innumerables conflictos e incidentes político-religiosos.

    Los textos son sumamente conocidos y citados. Cuando los apóstoles son conducidos ante el Sanhedrín por segunda vez, el sumo sacerdote les echa en cara que no han obedecido la orden que se les había dado de no enseñar en nombre de Cristo. En realidad, ya durante su primera detención los apóstoles habían anunciado que no podrían obedecer esta orden, que no podrían callarse. «Si es razón delante de Dios escucharos a vosotros antes que a El, juzgadlo vosotros mismos, pero por nuestra parte no podemos dejar de hablar de lo que vemos y oímos».

    Es el famoso «no podemos callar» con el que tantas veces han respondido los dirigentes de la Iglesia a los poderes que querían encadenarla.

    Pero aquella segunda vez que la policía del Sanhedrín les detuvo, la respuesta de los apóstoles por boca de San Pedro fue todavía más categórica y profunda: «Es obligatorio obedecer a Dios antes que a los hombres».

    Santo Tomás desarrolla esta doctrina en la Suma (IIª, IIe, 104, 5, c) citando él mismo la Glosa: «Si el procurador romano diera una orden contraria a la del procónsul, ¿la ejecutarías tú? Y si una orden del procónsul fuera en contra del emperador, ¿no es a este último a quien deberías obedecer, despreciando, en cambio, la orden del procónsul? Pues si el emperador ordena una cosa y Dios otra, debes despreciar la ley del emperador y obedecer a Dios».

    A partir de estos textos se configura una especie de «deber de desobedecer» a los poderes injustos. Sin embargo, León XIII aclara que en tales casos no se puede hablar propiamente de desobediencia. A los que se comportan de este modo «no se les puede acusar de que quebranten la obediencia, pues si la voluntad de los principios pugna con la voluntad y las leyes de Dios, son los propios principios quienes exceden los límites de su poder y quebrantan la justicia»[45]. Más que de «desobediencia civil», aquella actitud debe ser calificada de «obediencia a Dios».

    Esta espinosa doctrina ha sido aplicada muy pocas veces —hay que reconocerlo— y, tal como era planteada en el siglo pasado, hoy en día tendría un alcance muy limitado.

    El problema está en saber cuáles pueden ser las causas de desobediencia a los poderes de este mundo. León XIII, en la «Sapientiae Christianae» (11), establece un pequeño catálogo que, en realidad, reduce el campo conflictivo a lo que en páginas anteriores habíamos llamado los «conflictos de tipo clásico», es decir, a aquellos casos en que la independencia y la libertad de la Iglesia son violadas y los cristianos deben luchar para defenderlas.

    Â«Si las leyes de los Estados están en abierta oposición con el derecho divino, si se ofende con ellas a la Iglesia, si se contradicen los deberes religiosos o se viola la autoridad de Jesucristo en las personas del Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber y la obediencia un crimen».

    En conclusión, conflictos de tipo clásico: defensa de la Iglesia y de la religión; de las personas y los bienes eclesiásticos; de las instituciones cristianas, etc.

    Por el contrario, nada que sepamos aparece todavía en aquellos textos que pueda referirse a la conculcación de otros derechos, en realidad no menos importantes que los derechos de la Iglesia: los derechos de la persona humana, los derechos y libertades de los hombres.

    Â¿Significa esto que estos otros derechos y libertades no puedan justificar en ningún caso una actitud de santa rebeldía?

    Es evidente que, en la época de León XIII, la conciencia cristiana no se hallaba aún dispuesta a la idea de este género de conflictos de «nuevo estilo». Sin embargo, es también evidente que hoy en día —cada vez más— los dirigentes de la Iglesia no encuentran reparo en «rebelarse» a veces contra la violación de los derechos personales y contra las situaciones sociales injustas, si no con hechos de violencia, sí con palabras severas y críticas públicas. Así lo hemos visto en un capítulo anterior al hacer nuestro recorrido a través del mundo.

    En todos estos casos, en efecto, la «rebelión» de la Iglesia parece que debe atenerse a un modelo de no-violencia y de legalidad dentro de la ilegalidad.

    Así aparece, por ejemplo, en la encíclica «Diuturnum» (21): en la época de las persecuciones romanas los cristianos «no vacilaron en desobedecer a los hombres para obedecer y agradar a Dios. Sin embargo, a pesar de la dureza de los tiempos, no hubo quien tratase de promover sediciones ni de menoscabar la majestad del césar... Se hallaba tan lejos de su ánimo el pensamiento de oponer en ninguna ocasión resistencia, que se encaminaban contentos y gozosos al cruento potro...».

    La visión de estos problemas ha cambiado bastante. A muchas gentes el martirio no les parece el mejor camino para resolver los problemas de la justicia social. Un político o un sociólogo moderno pensará, sin duda, de un modo distinto que uno de aquellos sufridos súbditos de Diocleciano.

    De cualquier modo, en la situación actual del mundo parece ser que la obediencia a Dios tiene también algo que ver con las situaciones sociales injustas.

 

III.5. El principio de intervención

 

    Habíamos enunciado antes un principio de no-intervención, en virtud del cual la Iglesia se niega a sí misma el derecho a intervenir en política. Sin embargo, ahora nos encontramos con un pero bajo la forma de un segundo principio que se contrapone al primero. Del juego dialectivo entre ambos debe surgir en cada caso la línea de acción de la Iglesia.

    El orden o el dominio profano es independiente de la sociedad sacral, pero no es independiente de la ley moral. Es decir, lo profano está también sometido a la moral y, a través de ella, a Dios. En particular, la política es un quehacer eminentemente moral: en él se busca un bien auténtico, que es el bien temporal de los pueblos. Por tanto, el quehacer político propiamente dicho implica una ética. Incluso los que niegan todo carácter moral a la acción política aplican también, aunque sea implícitamente, una diferenciación entre lo que conviene y lo que no conviene a los hombres, lo que es de interés general y lo que debe ser rechazado. Aunque no sea fácil descubrirla y determinarla, existe también una ética marxista de lo social y colectivo.

    Frente al secularismo, la Iglesia afirma la subordinación de lo político a la ley natural y a la ley moral. Los políticos deben actuar éticamente, deben someter sus propias decisiones a un análisis moral y no puramente económico o sociológico.

    Ahora bien, «la Iglesia es la conciencia del mundo»[46]. Ella misma se declara maestra y experta en moral y costumbres. Está, pues, obligada a hablar y enseñar en todas las cuestiones que conciernen a la moralidad de la vida humana. Y, en este sentido, la Iglesia interviene en política, y en algunos casos puede incluso hacerlo de modo decisivo.

    En algunos casos tiene, en efecto, no sólo el derecho, sino también el deber apremiante de condenar ciertas injusticias públicas que son causa de daño para el bien común. Denunciar las injusticias, condenar el mal, exigir la eliminación de todos los procedimientos claramente contrarios a la justicia, es un deber de la Iglesia y la historia está llena de esta clase de intervenciones, mantenidas a veces en situaciones extremadamente difíciles y peligrosas, con riesgo de la propia vida, por cristianos conscientes y por la propia Jerarquía católica.

    Condenar la injusticia, condenar el mal público, ¿es meterse en política?

    Recientemente una comisión de la ONU reunida en Madrid ha hecho una encuesta sobre las matanzas de las que algunos misioneros españoles habían sido testigos en Mozambique. «Los misioneros denuncian a este respecto la responsabilidad de la mayor parte de los obispos de Mozambique y señalan que, cuando, el verano pasado, las tropas portuguesas han llegado a aniquilar aldeas enteras», los prelados interrogados por los periodistas observaron un «prudente silencio» y uno de ellos alegó que lo hacía así «porque los obispos no deben mezclarse en política», palabras pronunciadas, al parecer, por el obispo de Tete. («Le Monde», 26-27 mayo 1974). De ser cierta esta información, este concepto de lo que es, o debe ser, para un obispo, el meterse, o no meterse, en política, nos dejaría consternados.

    La «neutralidad política» de la Iglesia no puede ser, pues, interpretada como radical neutralidad, inhibición o indiferencia.

    La intervención de la Iglesia en la política se realiza sobre todo a través de su magisterio. La «conciencia del mundo» no debe ser ahogada y, el hacerlo, trae siempre graves consecuencias a los pueblos.

    Se justifican así muchos documentos de iglesia en los que la Jerarquía se pronuncia sobre una gran diversidad de temas temporales (políticos, culturales, económicos, sociales, etc.). Algunos dicen que esto es clericalismo y preferirían que la Iglesia hablase sólo de religión, con lo cual resultaría mucho menos incómoda su presencia.

    El profesor Guix Ferreres cita un abundante conjunto de textos pontificios, en los que se hace afirmación explícita de la competencia de la Iglesia en el aspecto moral de los asuntos temporales[47]. en la «Rerum Novarum», León XIII habla del derecho de la Iglesia a intervenir en la cuestión social. Pío X advierte que las cuestiones que se refieren a la naturaleza y duración del trabajo, al salario, a la huelga, etc., no son de índole puramente económica.

    En la «Quadragesimo Anno», Pío XI, después de reconocer la autonomía de la ciencia económica en su vertiente técnica, recuerda que a la Iglesia la corresponden sin exclusión todos los problemas que, de alguna manera, se encuentran vinculados a la ley moral. En un gran texto muy conocido[48], Pío XII se opone a que la intervención de la Iglesia se reduzca al campo puramente religioso y reivindica el derecho de la misma a expresarse magisterialmente en muchas cuestiones de tipo político.

    Asimismo, Pablo VI: «La Iglesia no puede desinteresarse de lo temporal, porque lo temporal es la actividad de los hombres, y todo lo que concierne al hombre concierne a la Iglesia»[49].

    Â«Todo lo que concierne al hombre concierne a la Iglesia». Se explica así que la Iglesia se interese por las culturas, por las formas de civilización y desarrollo, por el intercambio de primeras materias, por la represión y la tortura, por el racismo, por el derecho de asociación, por la defensa de los grupos humanos más débiles y por una multitud de problemas actuales que conciernen fundamentalmente al hombre y a la dignidad de la persona.

    El magisterio moral de la Iglesia en las cuestiones temporales trae, además, otra consecuencia importante: la intervención de los cristianos en los diversos planos de la actividad social. Es lógico que cierto número de cristianos, más conscientes de su misión en el mundo, actúen en el plano temporal en función de las enseñanzas y orientaciones de la Iglesia. Esta ejerce así de modo inevitable una influencia en la política. Los cristianos tenderán a colocarse del lado de determinadas ideas, conformes con la moral, y frente a otras que consideren perjudiciales para el hombre.

    Así, por ejemplo, los cristianos se colocarán frente a una política racista; se opondrán a todo lo que signifique opresión o explotación del hombre; rechazarán el colonialismo y las fórmulas neomaltusianas de tendencia capitalista; se opondrán al comunismo en la medida en que éste limite la esfera personal de la vida humana, ahogue la religión, niegue el papel del individuo, etc. Todo esto les conducirá a una serie de actitudes políticas inducidas del propio magisterio eclesiástico, y podrá dar lugar a que se hable correctamente de una «política de la Iglesia». En muchos casos no será quizá una política de la Jerarquía, pero sí una política del pueblo de Dios en marcha.

    En algunos momentos de la historia contemporánea los cristianos se han organizado en partidos que llevaban denominaciones confesionales. Marcel Laloire afirmaba en las Conversaciones de San Sebastián que tal cosa había sido un mal necesario. En efecto, en estas circunstancias, los cristianos han intervenido con este nombre en la política, y la religión ha sido utilizada como arma o argumento político. No es éste, al parecer, el sentido que hoy debe tener la expresión política cristiana.

    Sin embargo, la desaparición de estas formas de lucha política poco aconsejable no supondrá en ningún caso la inhibición de las Iglesias o de los cristianos.

    El principio de intervención, que hemos tratado de describir a grandes rasgos, reclama, pues, el derecho de la Iglesia a intervenir en la política. ¿Cómo? Con sus normas, sus directivas y los modos de vida política que presenta; las críticas que formula sobre estructuras, sistemas y procedimientos, e incluso sobre acciones concretas de los gobiernos; la acción pública de los cristianos y de las organizaciones cristianas de tipo diverso, etc.

    La Iglesia pretende asegurar la presencia de Dios en el mundo profano. En realidad, esta presencia es ya un hecho, un hecho invisible; pero la Iglesia pretende transformarlo en actitudes y gestos visibles. El mundo profano no debe ser abandonado a la muerte de Dios. Si faltan voces morales; si el espíritu no está presente para defender a los hombres del aplastamiento con que le amagan los diversos tipos de materialismo; si no hay alguien que tenga como misión el clamar oportuna e importunamente en favor de la justicia y en defensa de los pobres y los débiles..., el mundo irá rápidamente degenerando hacia un oscuro hormiguero en el que los fuertes oprimirán cada vez más a los débiles y los poderosos adquirirán un dominio cada vez mayor sobre los pueblos y sobre los hombres.

    Este modo de ver las cosas no implica, en modo alguno, pesimismo o desconfianza en el hombre, sino todo lo contrario.

    Parece como si la Iglesia confiase hoy más que nunca en el hombre: no sólo en el hombre cristiano, sino en la multitud de hombres de todas las razas y religiones, incluso muchos de ellos sin religión alguna, que buscan la justicia y la paz. Esa confianza la comprueban, por ejemplo, ciertos gestos de Pablo VI que tendremos ocasión de comentar más adelante, como, por ejemplo, sus relaciones con la ONU, la UNESCO, la OIT, etc., organismos laicos y, naturalmente, aconfesionales. La Iglesia no renuncia a ser una de las grandes fuerzas morales que animan la vida de la humanidad en la hora actual. Juntamente con las demás Iglesias cristianas, con los creyentes de otras grandes religiones y con instituciones y corrientes de pensamiento que afirman la libertad y la dignidad de la persona humana, la Iglesia quiere estar presente en el mundo político para que éste emprenda el camino de una verdadera paz en la justicia.

    Pío XII rechazaba con indignación la idea de encerrar a la Iglesia en la sacristía. Si aquélla aceptase hoy este punto de vista, si renunciase a hablar de economía, de organización social, de derechos del hombre, de sindicatos, de justicia en el reparto de los frutos del trabajo, etcétera, no cumpliría su misión en el mundo.

    El principio de intervención que comentamos autoriza y exige estas cosas. Conviene que esto se diga con claridad a muchos cristianos que hoy en día ven con aprensión dicho género de intervenciones de la Iglesia. Se equivocan al creer que la Iglesia se contradice a sí misma al ocuparse de «política».

    Sin embargo, no caeremos en la ingenuidad de creer que todo esto sea sencillo y que la intervención de la Iglesia en esos terrenos no esté expuesta a riesgos, choques e incomprensiones. La Iglesia molesta a veces con sus palabras. Pero no puede imponerse a sí misma el silencio. Non possumus non loqui. Esta es siempre su respuesta.

    Tampoco creemos que la dinámica de los cinco principios que hemos expuesto hasta aquí sea sencilla y fácil. Al contrario: nos parece complicadísima, y afirmamos que de esta misma complicación salen muchos conflictos y acusaciones, a menudo justificadas, contra la Iglesia. (Justificada hemos dicho con toda conciencia. Y habremos de volver sobre este punto).

    En realidad, la complejidad de todo este proceso proviene de la especial posición de la Iglesia en el mundo. La Iglesia no pertenece al mundo, pero tampoco es un ser extramundano. El último de los principios, el principio de la encarnación, va a darnos precisamente esta perspectiva.

 

III.6. El principio de encarnación

 

    Los cinco principios que hemos expuesto hasta aquí nos conducen a una cuestión más profunda. La Iglesia se manifiesta como una realidad distinta del mundo profano. Reconoce la consistencia propia de éste y fija su relación con el mismo en dos vertientes (intervención y no-intervención). Impulsa a los cristianos a participar en la vida civil y les infunde, en principio, una actitud respetuosa respecto a los poderes de este mundo, pero advirtiéndoles que no les esté permitido entregarse por completo a ellos, «ya que se ha de obedecer antes a Dios que a los hombres».

    Ahora bien, se nos presenta aquí la necesidad de buscar una raíz común, una base coherente, a ese sistema de afirmaciones y negaciones, de autonomías y de subordinaciones a que nos hemos referido. En definitiva, debemos interrogarnos acerca del modo peculiar de estar la Iglesia en el tiempo y en el espacio. La Iglesia no es del mundo, pero está en el mundo; no pertenece más que en ciertos sentidos a la Historia, pero vive en la Historia.

    Â¿No es todo esto un conjunto de afirmaciones extrañas y paradójicas? ¿En qué consiste este «no ser de», pero sí «estar en» de la Iglesia en el mundo?

    Entramos ahora en un terreno, por decirlo así, más sagrado, es decir, en el cual la fe tiene una influencia mayor que en los anteriores. Los principios antes expuestos son fácilmente comprensibles para cualquier espíritu razonable. En cambio, cuando se habla de encarnación, de trascendencia, de gracia, de escatología o de transfiguración del mundo, entran en juego la fe y la esperanza cristianas y se emplea un lenguaje que, a la mayor parte de la gente, debe parecerle ilusorio. Nos imaginamos la sonrisa escéptica y condescendiente de más de uno de nuestros lectores ante todas estas «fantasmagorías» idealistas.

    Sin embargo, para el cristiano que vive en la fe estas cosas tienen un sentido, e incluso un sentido profundo y vital. Le permiten dar una significación a su propia existencia en el mundo y, a través de su acción, se le hacen completamente tangibles.

    Para poder dialogar con los no-creyentes debemos obtener de éstos que nos concedan, al menos, un margen de verosimilitud, es decir, que admitan en principio que no estamos completamente locos. A quienes ven a la Iglesia desde fuera se les puede pedir que tengan en cuenta lo que la Iglesia dice de su propia realidad, y que este decir lo consideren como un dato objetivo. La Iglesia es un ente histórico extraño que afirma «esto y esto» acerca de sí mismo.

    Pío XII[50] decía que «la Iglesia es un hecho histórico» y que «los juicios que sobre ella se formulan son muy diversos, yendo desde una actitud de aceptación total hasta el completo rechazo». Pero al historiador, lo mismo que al sociólogo, al político o al culturólogo, la Iglesia cree poder exigirles que «se informen de la conciencia histórica que ella posee de su mismo existir, es decir, del modo que ella misma tiene de autointerpretarse como hecho histórico y de entender su relación con la historia humana».

    El principio de encarnación afirma que la Iglesia, aunque no pertenezca esencialmente al mundo, está en el mundo, es decir, se encuentra vitalmente interesada por todo cuanto en él ocurre y dispuesta a participar, según su propia naturaleza, en el inmenso quehacer del hombre. El principio que estamos describiendo afirma que la Iglesia vive también en el tiempo; es «un organismo vivo» que camina siglo tras siglo, a través de mil avatares, cayendo y levantándose como todo lo que anda sobre la tierra. No está separada de ese «universo humano» que se va haciendo poco a poco gracias a la inventiva, a la ciencia, la técnica y el esfuerzo re-creador del hombre.

    Por otra parte, el principio de encarnación afirma que este mundo no se halla condenado a la destrucción, sino que está llamado a experimentar una transformación, o más bien una transfiguración; que ésta se inicia ya en lo inmediato, en el presente, de suerte que los luchadores de este siglo que trabajan por la justicia y el bien común empiezan ya a realizar, desde ahora mismo y en algún sentido, ese mundo nuevo que ha de ser perfeccionado al final de los siglos[51].

    El principio de encarnación suele ser interpretado en un sentido «escatológico», pero esto puede ser un modo de volver a la posición de indiferencia. El vocablo «escatológico» no debe significar algo que queda relegado al final de los tiempos, sino algo que adquiere realidad ya desde ahora, aunque no sea más que como un germen o un principio de imperfecta realización y que sólo en una transformación final podrá llegar a su perfecto acabamiento. Para el cristiano la obra presente tiene, pues, desde el punto de vista de la acción, una importancia máxima, y ningún futurismo, por grande que parezca, puede dominar el interés del hombre hacia ella.

    Pío XII, en el aniversario de la «Rerum Novarum»[52], utilizó un curioso símil, recordando el episodio de los Hechos (1.11), en el que dos ángeles vestidos de blanco dicen a los apóstoles: «hombres de Galilea, por qué os detenéis en mirar al cielo», es decir —comenta el Papa—, que es como si les invitase «a no permanecer allí con la mirada inútilmente fija en el cielo cuando la tierra les espera y en ella está el camino que debe llevarles al final».

    En realidad, el principio de encarnación empieza a introducirse ahora con mayor claridad en la conciencia cristiana. Nunca como hoy se sintió la grandeza de la obra de construcción del mundo, vista desde una perspectiva cristiana.

    Esta conciencia no existió, por supuesto, en los primeros siglos. «Los escritos apostólicos reflejan una indiferencia profunda respecto de la cultura, las realidades políticas y sociales como tales, la riqueza o la pobreza»[53].

    Â«Nos parece incontestable que su experiencia histórica era demasiado corta para que se les hubieran manifestado todas las posibilidades de irradiación de la gracia en el mundo de los hombres. Demasiado corta cronológicamente; demasiado corta también como contenido y variedad de cosas ofrecidas». «La idea monástica de fuga del mundo ha dominado (también) el cristianismo de la Edad Media, por lo menos hasta el siglo XII». «Pero la época contemporánea parece dar testimonio de Dios, orienta el conjunto de la Iglesia hacia una forma de santidad menos contraria a la vida terrestre».

    No ignoramos que una teología de la encarnación o de las realidades terrestres no está exenta de riesgos y dificultades. En un tiempo se oponía la teología de la encarnación a una teología de la cruz, es decir, a una interpretación del mensaje evangélico en la que la mortificación, la evasión del mundo, la espera obsesionante del más allá y el menosprecio de lo temporal debían ocupar todo el escenario espiritual, sin dejar lugar a ninguna clase de apertura al mundo ni a sus realidades terrestres, como la cultura, la política o la economía.

    Sin embargo, la primera forma de espiritualidad debe integrar a la segunda.

    Ambas son perfectamente conciliables y deben fundirse en una unidad común. En efecto, la transformación del mundo y la batalla generosa por el bien de la humanidad no pueden ser llevadas a cabo sin esfuerzo, sin dolor, sin sufrimientos, sin tribulación, sin enorme trabajo, sin vencer terribles oposiciones y si, como ocurre para el cristiano, toda esta lucha ha de ser llevada a cabo sin pasión y sin odio, por medios pobres y desprovistos de toda violencia, semejante empresa ha de tener forzosamente un carácter doloroso para sus actores.

    La teología de la Cruz puede precisamente dar un sentido a esa vía dolorosa del luchador cristiano.

    Bajo la perspectiva de este principio de encarnación, la política cobra, evidentemente, una figura nueva para el cristiano. La Iglesia no puede menos de animarle a que se lance a la acción. La propia Jerarquía no ve las cosas del mundo con indiferencia o pasividad. Tiene que interesarse en ellas profundamente, ya que la obra de la transformación evangélica va también profundamente unida a la del desarrollo político, social, económico y cultural de los pueblos. ¿Puede la Jerarquía desentenderse de la acción de los hombres y de los cristianos cuando ésta se realiza precisamente a impulsos de ella misma? ¿Puede ella decir: «nada tienen que ver conmigo estos señores»?

    Es indudable que el principio de encarnación compromete no sólo a los cristianos aisladamente considerados, como si la Iglesia se limitase a decirles: «sed buenos ciudadanos», sino que afecta también en profundidad a la propia Iglesia, en su gran diversidad interior.

    La Iglesia puede plantearse, y de hecho se plantea, unos objetivos temporales. Así, por ejemplo, cuando en la época actual se exige el respeto de unas libertades o derechos fundamentales del hombre, cuando se opone a sistemas y procedimientos antihumanos, no hace sino propugnar una realización provisoria, «llena de defectos seguramente, pero llena también de amor»[54], y realizada según un ideal histórico «en el que las estructuras sociales tengan por medida la justicia, la dignidad de la persona humana y el amor fraterno».

    Â«El cristianismo debe informar, o más bien traspenetrar el mundo. Esto no significa que ello sea su objetivo principal, sino un fin secundario indispensable. Al realizarse este fin secundario el mundo no se convierte inmediatamente en el reino de Dios, pero se logra que la refracción de la gracia en el mundo sea cada vez mayor y que el hombre pueda vivir mejor su vida temporal»[55].

    Una Iglesia desencarnada sería una Iglesia que no tuviese nada que ver con todo esto, ajena por completo a las ideas y a los problemas políticos, que se mantuviese sistemáticamente al margen de la transformación del mundo actual, y que no ofreciera ninguna respuesta temporal a las aspiraciones del hombre de hoy.

    Ahora bien —dice Pablo VI[56]—, «una Iglesia desencarnada, separada del mundo, retirada al desierto, no sería la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia «del Verbo encarnado». Por el contrario, la Iglesia se interesa muy de cerca en todo esfuerzo generoso que tienda a hacer avanzar la humanidad, no sólo en su caminar hacia el cielo, sino también en su busca del bienestar, de la justicia, de la paz y de la felicidad de la tierra.

    No sólo en nombre de lo moral, sino también en virtud de esta íntima compenetración a que aludimos, la Iglesia se ve, pues, obligada a tomar postura en relación con muchas cuestiones políticas. Un ejemplo: la postura actual de la Iglesia frente a la idea de una revolución violenta. Pablo VI ha afirmado que no puede aprobar el camino de la violencia, porque la acción violenta engendra ordinariamente un cortejo de injusticias, y, porque una vez desencadenada, la violencia no puede ser controlada. No es solamente una cuestión de moral, sino también —si se nos permite emplear esta expresión— una razón de «eficacia política».

    Pero esta misma toma de posición «reformista» —si así puede decirse— de Pablo VI, ¿no es, en definitiva, una actitud política?

    No faltan quienes consideran la postura de encarnación de la Iglesia como una manifestación de pelagianismo. La Iglesia —según esto— se habría dejado ganar por una excesiva confianza en el hombre, en el mundo profano, en la acción política y social. Sin embargo, Pío XII ha recordado[57] que, «sobre todo a partir del conflicto espiritual con el protestantismo y el jansenismo, la Iglesia había tomado netamente posiciones en favor de la naturaleza: de ésta ha afirmado que no está corrompida, que ha permanecido interiormente intacta, incluso en el hombre caído; que el hombre antes del cristianismo y aquel que no es cristiano podían y pueden [...] estar bajo la influencia de la gracia de Cristo».

    El principio de encarnación es, pues, una pieza clave en el asunto que nos ocupa. Dentro del mismo están en su mayor parte contenidos los otros principios.

    Incluso el reconocimiento de los poderes profanos se adscribe a este mismo principio.

    La frase de Cristo a Pilatos, «no tendrías poder si no te hubiera sido dado por Dios», tiene ciertamente una gran profundidad. Que Cristo reconociese verdadero poder en Pilatos, gobernador impuesto por el César, representante de una nación ocupante completamente extraña al pueblo judío, es ya una cosa enorme y que, sin duda, debió ser motivo de escándalo entre alguno de sus compatriotas. Pero mucho más importante es aún la afirmación de que el poder de Pilatos venía del propio Dios.

    Así la postura de encarnación de la Iglesia en el mundo reconoce en éste la creación y el poder divinos. ¿Tiene, pues, algo de extraño que la Iglesia deposite su esperanza sobrenatural en esa obra mundana de los que luchan por transformar la humanidad actual en una sociedad más humana?

    Esperanza terrestre y esperanza celeste pueden abrazarse entre sí.

    El ideal laico podía parecer una antítesis del ideal cristiano. Sin embargo —como recuerda Girardi—, la aparición del ideal histórico laico es el punto culminante de un proceso que la Iglesia no tiene por qué condenar.

    Â«Ciertamente no se trata de identificar simplemente la esperanza cristiana y la esperanza terrestre, de mundanizar el cristianismo haciendo de Cristo el profeta de la tierra y de la Iglesia un movimiento de liberación humano, por noble y rico que fuese».

    Pero, en principio, la Iglesia no puede menos de bendecir los esfuerzos de los hombres, aunque nazcan y se desarrollen fuera de ella.

    Más adelante, al estudiar lo que podemos llamar la «política» de la Iglesia, estas consideraciones pueden constituir un excelente cuadro para situar tal actividad. La Iglesia está encarnada en el mundo. No es ajena a nada de lo bueno y lo grande que puede hacerse en él. Tampoco a una política mundial que aspire a la liberación de los hombres y de los pueblos de muchas lacras recibidas del pasado.

    El punto de vista de la Iglesia respecto de la política no se resume, pues, ni en la actitud de no-intervención (la Iglesia no se mezcla en el quehacer político concreto) ni en el principio de intervención (la política está subordinada a la moral, y en este sentido la Iglesia tiene derecho a enseñar sobre cuestiones políticas y sociales). La Iglesia va más lejos aún que esto al afirmar que la transformación del mundo le interesa internamente, sustancialmente, porque ella misma, aunque no se halle subordinada al mundo, está en el mundo y trata de realizar, sobre éste, una función de levadura espiritual de todo el quehacer histórico.

 

 

[Notas]

 

[32] La palabra «conservador» se utiliza aquí en un sentido universal. Indica la sumisión y adhesión al poder constituido. No olvidemos que en la URSS el partido conservador por excelencia es el partido comunista; el cristiano debe también obediencia a las autoridades comunistas.

[33] «Cum multa», 5.

[34] Encíclicas «Sapientiae Christianae», 34; «Diuturnum», 6; «Dilectisma nobis», 3; «Per grata», etc.

[35] En la encíclica «Per grata» se descalifica particularmente a «los que utilizan la religión para defender los intereses de ciertos partidos», y en la «Sapientiae Christianae» se hace extensiva esta crítica a los partidos que utilizan este procedimiento «para vencer a sus adversarios». León XIII tuvo que librar bastantes batallas contra la politización de la religión. El historiador teólogo Roger Aubert (Documentos de las Conversaciones Católicas de San Sebastián, núm. 19, pág. 30) recuerda, entre otros casos, «las consignas dadas a propósito del carlismo en su carta a los obispos españoles el 18 de diciembre de 1882 y las severas advertencias a Nocedal...». Naturalmente todo esto está ya muy lejos, pero en el mundo actual (un mundo, sin embargo, tan secularizado) sigue habiendo problemas de este género. ¿Quién duda, por ejemplo, de que, a pesar de que ni un solo obispo haya declarado nada al respecto, el Decreto del Santo Oficio condenatorio del comunismo no haya sido utilizado sottovoce, y en forma un tanto tortuosa, como arma de combate en la propaganda de algunos grupos o partidos contra Mitterrand, durante la campaña de las elecciones presidenciales francesas?

[36] «Gaudium et Spes», 76.

[37] «El bien común y la persona humana en el Estado contemporáneo». Carta pastoral a la Semana Social de Italia, 1964.

[38] Si en las leyes constitucionales de un país la libertad de la persona es debidamente respetada, la Iglesia no necesita ni reclama privilegios e incluso puede renunciar al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos si se reconoce que pueden hacer dudar de la pureza del testimonio de la propia Iglesia. (Véase «La Iglesia y la comunidad política». Declaración colectiva del Episcopado español, 1972).

[39] «El Estado y, por consiguiente, la vida política son esencialmente laicos, dado que abarcan exclusivamente el aspecto profano y temporal de la existencia humana, el bienestar terrestre exterior necesario para el perfeccionamiento de la persona humana en el puro orden social y civil», y su subordinación a lo trascendente «no roza en modo alguno su carácter temporal intrínseco». P.A. Messineo: Civiltà Cattolica, enero 1952.

[40] Lourdes, 1972. Véanse págs. 26 y 48 de la ed. Centurión.

[41] «Gaudium et Spes», 36.

[42] La propia constitución pastoral pone a continuación en guardia contra lo que sería una forma incorrecta de enunciar este principio, y que consistiría en afirmar que la realidad terrestre tiene su principio y su fin en sí misma; que es independiente del Creador y que los hombres pueden hacer con ella lo que quieran, sin referencia alguna a una ley moral superior o trascendente.

[43] «Inmort. Dei», 56.

[44] «Apolog.», 35, cit. Enc. «Diuturnum», 20.

[45] «Diuturnum», 16.

[46] Documento de la Federación luterana mundial, 1970.

[47] José Mª Guix Ferreres: La actividad humana en el mundo, en vol. col. «Gaudium et Spes», BAC.

[48] Discurso a los cardenales, noviembre 1954.

[49] Discurso al Cuerpo diplomático, enero 1967.

[50] Discurso a los miembros del X Congreso Internacional de Ciencias Históricas.

[51] Véase, por ejemplo, José Mª Guix Ferreres: Op. cit., 321.

[52] Discurso ante varios miles de obreros, mayo 1953.

[53] Yves Congar: «L'efficacité temporelle est-elle essentielle su message évangelique?», Documentos de las Conversaciones Católicas de San Sebastián, 11, 61.

[54] Jacques Maritain: Humanisme integral, 117.

[55] Idem, 119.

[56] Alocución al Cuerpo diplomático, enero 1967.

[57] Discurso citado al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas.

 

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