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Ruta de migas

Carlos Santamara y su obra escrita

 

II. Acusaciones contra la Iglesia

 

II.1. Pares de acusaciones contrapuestas

 

    Hoy se acusa a la Iglesia por su intervencionismo político. Se la acusa de invadir el terreno civil, social y económico, saliéndose —según se dice— de su propia jurisdicción espiritual y de su competencia técnica.

    Pero otros la acusan también de lo contrario, es decir, le echan en cara su apoliticismo, su pasividad, su indiferencia ante los estados de injusticia.

    En una situación conflictiva, cualquiera de las que hemos descrito en las páginas anteriores —entre Checoslovaquia y Paraguay hay una amplia gama de posibilidades para la elección de ejemplos concretos—, a la Iglesia sólo le están permitidas dos posiciones. O bien critica y condena los abusos de poder, la insuficiente libertad de los hombres y de los pueblos, las injustas estructuras económicas, políticas o sociales (y entonces se la declarará oficialmente culpable de clericalismo y de subversión); o bien guarda silencio mostrándose sumisa, e incluso servil, hacia los poderes, y en este segundo caso son otros los que la acusarán de conformismo, de coalición con el desorden establecido y de infeudación a los poderes injustos de este mundo.

    En la primera situación se dirá que la Jerarquía ha cometido un delito, es decir, un pecado político. En la segunda, muchos cristianos tendrán derecho a hacerle una acusación más grave, a afirmar que ha cometido un pecado de omisión, un auténtico pecado, en el sentido religioso de la palabra, por el hecho de haber incumplido su misión evangélica.

    La contraposición de estas dos acusaciones no es un caso único. Hay múltiples pares de acusaciones contrapuestas que hoy se formulan contra la Iglesia, como si detrás de todo esto hubiera una dialéctica esencial a la relación Iglesia-Mundo.

    Así la Iglesia contemporánea es acusada de inmovilismo y, al mismo tiempo, de progresismo; de estar aliada a las clases dominantes, a la vez que de ser fermento revolucionario; de temporalismo, por una parte, y de idealismo platónico, por otra; de excesivo teoricismo, o afirmación de principios sin conexión con la realidad y, por el contrario, de oportunismo excesivamente «realista»; de ingenuo utopismo, por un lado, y de maquiavelismo, por otro; etc.

    Las intervenciones sociales de la Iglesia suscitan frecuentemente estas reacciones dobles. Por ejemplo, en algunas situaciones, el hecho de que la Iglesia tome partido en favor de unos huelguistas, aunque no sea más que en el terreno benéfico-caritativo, suscita la indignación de los empresarios y, en algunos casos, más aún la de los poderes públicos. Por otra parte, si ante un movimiento huelguístico o de reivindicaciones obreras la Iglesia permanece imperturbable, como si esto no tuviera nada que ver con la justicia social que ella dice defender, esto producirá escándalo en muchos cristianos y la irritación de muchos no-cristianos, que sólo verán en la Iglesia una resistencia pasiva al servicio de la reacción.

    «La Iglesia es inconsecuente», dicen todos. «No respeta la autonomía de lo profano, invade el terreno económico social, en el que no entiende nada», dicen los primeros. «No saca las consecuencias de sus propios principios, en los que tantas veces ha afirmado que está con los pobres y que hay que cambiar la sociedad para que la injusticia pueda ser evitada», dicen los segundos.

    Así, en 1955, escribía ya Mgrs. Guerry[13], refiriéndose concretamente a los conflictos del trabajo: «Los unos previenen a la Jerarquía contra el peligro de que permanezca inmóvil en una sociedad que se halla en trance de revolución y no exija una transformación radical de las instituciones y de las estructuras, mientras los otros, por el contrario, la ponen en guardia sobre los peligros que, a juicio de los patronos, representan las posiciones avanzadas del episcopado francés».

    Mientras una revista católica italiana afirma «que ya es hora de que los católicos salgan del ghetto teológico y de que los curas aprendan a sacar hasta las últimas consecuencias de las exigencias sociales y temporales de la fe», el periódico Il Tempo escribe que, desde la muerte de Pío XII, se han apoderado de la Iglesia «pastores que se ocupan más de política que de religión», «más preocupados de las fuerzas que conducen el mundo —sea al Este, sea al Oeste— que de cuestiones de doctrina teológica».

    Todo este sistema de contradicciones merece ser examinado cuidadosamente. En el fondo puede haber mucho de verdad en esas acusaciones, aunque las mismas sean internamente contrapuestas. La unidad de la Iglesia no es una unidad pétrea; su disciplina no es de hierro. Hombres de Iglesia pueden expresarse y comportarse en direcciones distintas, e incluso pueden pecar en sentidos opuestos, dando la sensación de que la Iglesia se embarca en aventuras contradictorias.

    Hay, además, en estas contradicciones una fuerza dialéctica que revela la vitalidad de la Iglesia; una vitalidad original, que desborda los límites de cualquier proceso sociológico inmanente. Las mismas muestran también la complejidad del campo de fuerzas histórico-político del momento actual, que no puede reducirse fácilmente a un enfrentamiento entre dos bloques, y, al mismo tiempo, nos hacen ver las dificultades que encuentra la Iglesia en su avance en correlación con un mundo que cambia.

 

II.2. La Iglesia se ha hecho revolucionaria

 

    Como acabamos de decir, una de las acusaciones más frecuentes y más extendidas hoy en los medios, que pudiéramos llamar conservadores, de la Iglesia es la del progresismo: el excesivo embarque de la Iglesia en las corrientes transformadoras y, como consecuencia de ello, la imprudente actitud intervencionista de muchos curas y obispos en las cuestiones políticas.

    «La Iglesia, preocupada por no separarse del mundo moderno en plena evolución, se apresura a renunciar a sus posiciones más tradicionales. Consciente o inconscientemente se deja arrastrar hacia el progresismo, que es la puerta abierta al marxismo, al cual le conducirá inexorablemente». Es una formulación muy corriente hoy que expresaba así hace unos años —para combatirla inmediatamente— un prelado francés, monseñor Stourm, arzobispo de Sens[14].

    «Los hombres y las enseñanzas de la Iglesia se han vuelto revolucionarios», dicen algunos. Notemos que esta acusación no es, en realidad, nueva. Como todo el mundo sabe, la «Rerum novarum» fue calificada de revolucionaria y en la época de su publicación, en 1891, se dijo que León XIII se había vuelto socialista. (Hoy no faltará quien afirme que Pablo VI se ha vuelto comunita, o que, por lo menos, está haciendo virtualmente el juego de los comunistas).

    Según se afirma en un artículo del jesuita americano B.J. Masse, en América, en 1891, algunos poderosos empresarios hicieron gestiones para convencer a los curas de que no leyesen la encíclica en los púlpitos «porque podía inspirar a los trabajadores ideas revolucionarias»; y algo parecido ocurrió cuarenta años más tarde al publicar Pío XI la «Quadragesimo anno».

    Según parece, cuando Roosevelt preparaba su elección presidencial llamó a un cura para que le asesorase sobre las cuestiones que pudieran interesar a los electores católicos. El sacerdote le sugirió que citase algunos pasajes de las encíclicas sociales. A lo que el futuro presidente contestó: «Las he leído, son demasiado revolucionarias para mí».

    En efecto, en aquel entonces, como ahora, puede parecerles revolucionario a muchos que la Iglesia, por boca de pontífices, obispos y curas, diga que ni el capitalismo del laissez-faire, ni el capitalismo monopolístico, ni el imperialismo del dinero, ni la explotación de los pueblos pobres por los pueblos ricos, pueden conciliarse con la conciencia cristiana.

    La Iglesia había sido —escribe Maurice Druon[15]— la armadura espiritual de los pueblos y la fuerza moral de las naciones. «Bien está, si se quiere, que los filósofos se dediquen a dar vueltas perpetuamente a las cosas, y que los sabios se mantengan en constante estado de interrogación; pero la vocación de la Iglesia consiste en dispensar seguridades y no en sembrar dudas». «Hace dieciséis siglos bien contados que la Iglesia dejó de ser revolucionaria, dieciséis siglos desde que consiguió lo que era su ambición: suplantar a las religiones precedentes sin cambiar la filosofía del Estado. Dieciséis siglos en que la Iglesia no es ya una fuerza de subversión, sino un poder que colabora con otros poderes en una sociedad que ella misma ha contribuido a construir». Es tarde, pues, para tomar la postura revolucionaria: «fue durante la época de la trata de negros cuando la Iglesia hubiera tenido que defender la igualdad sagrada de las criaturas humanas; fue en el siglo XIX, en la época en que los niños trabajaban en las minas y la jornada de los obreros duraba doce horas, todavía ayer, cuando la Iglesia tenía que haberse puesto a favor de la revolución; o aun más recientemente, en la época de Dachau y de Buchenwald, cuando la Iglesia hubiera debido pronunciar sus anatemas contra Hitler». El «progresismo» tardío de la Iglesia, ahora que todos estamos tranquilos y en paz, desconcierta, pues, a Druon. «La Iglesia se ha confundido de siglo». (Nosotros nos preguntaríamos —dicho sea de paso— si no es el propio Druon quien se ha confundido de Iglesia).

    Si hemos querido traer aquí esta cita, un poco larga, es porque en ella encontramos expresado, de modo particularmente virulento, la acusación de progresismo. En opinión de Maurice Druon, la Iglesia no sólo se ha vuelto revolucionaria, sino que lo ha hecho completamente a destiempo, en un momento en que debía haber jugado, más que nunca, la carta conservadora, dedicándose a «dispensar» certezas y seguridades, más que «sembrar» intranquilidad y dudas.

 

II.3. Indiferencia, oportunismo e infeudación

 

    En el extremo opuesto a esta acusación, tan extendida, se presenta otra, también muy corriente: la acusación de indiferencia, de pasividad, de fría neutralidad de la Iglesia ante las injusticias sociales.

    Se reprocha a la Iglesia su falta de interés hacia las cosas del mundo. Con frecuencia —dicen— la preocupación por lo sobrenatural desvía la atención de los hombres de Iglesia de las cuestiones temporales en las que viven sumergidas las gentes. Además —dicen asimismo—, esta actitud de despego hacia lo político y social no es, en el fondo, sino un recurso de la Jerarquía para mantenerse al margen de los conflictos peligrosos para su propia comodidad.

    La acusación de idealismo es ya antigua. Nietzsche decía que «el cristianismo es el platonismo para uso del pueblo». (Nada digamos a este respecto de la crítica de Marx sobre la religión).

    En alguna época, la actitud jansenista, el pietismo, el seudosobrenaturalismo, estaban, sin duda, muy extendidos entre los cristianos, y hoy no puede decirse tampoco que esas mismas desviaciones hayan sido superadas del todo. Como consecuencia de ello, para muchos cristianos la política sigue siendo un quehacer «no santo» y la Iglesia debe evitar a toda costa el mezclarse en él. Según esta teoría, de la que algunos acusan a toda la Iglesia, ésta se envuelve en sus conceptos teológicos y en su finalidad sobrenatural y trascendente al mundo, para eludir sus responsabilidades temporales y no tener que tomar postura en las batallas políticas y sociales. De esta manera, en cada situación conflictiva en la que Jerarquía tendría que «mojarse» en defensa de la justicia, intenta aquélla salirse por la tangente mediante elevadas consideraciones espirituales que no comprometen y que no llevan a ninguna acción concreta.

    Los obispos de Alto Volta, en una carta pastoral colectiva en 1959, expusieron esta misma argumentación en los siguiente términos: «Los enemigos de la religión acusan a los cristianos de desinteresarse del mundo: en la misma medida en que se dedican a pensar en las recompensas eternas, parece que olvidan las dificultades entre las que se debate la vida de los hombres y que aceptan con resignación todas las injusticias, dejando completamente al cuidado de otros la construcción y el desarrollo de la ciudad terrestre».

    En resumen, lo que aquí se echa en cara a la Iglesia no es que «se meta en política», sino «que no se meta bastante en política». Que trate de evitar a toda costa interferencias de este tipo y que practique una especie de escapismo sobrenaturalista, completamente fuera de lugar.

    Es frecuente que los mismos que cuando están en el poder acusan a la Iglesia de clericalismo y de intervencionismo político, clamen, en otras situaciones menos favorables, contra la Iglesia, porque ésta no actúa en su defensa y en defensa de la justicia.

    La acusación de indiferencia, de resignación, de miedo, de laissez-faire, de debilidad, de servilismo, ante los poderes políticos injustos, ha sido expresada muchas veces y en muchos tonos en el transcurso de los últimos tiempos.

    Al término de la guerra, por ejemplo, algunos quisieron exigir responsabilidades a la Iglesia alemana y al Vaticano por sus silencios y su actitud presuntamente débil ante el nazismo. De una cierta simpatía por el nuevo «campeón de la civilización cristiana», los obispos habían pasado —se decía— a una actitud de miedo y de sumisión servil a Hitler y al brutal estado de fuerza que éste manejaba, y con ello habían incurrido en una enorme responsabilidad.

    En una notable carta pastoral de Mons. Conrad Groeber, arzobispo de Friburgo, publicada poco después del fin de la guerra, intentó aquél defender al pueblo alemán y, en especial, a la Jerarquía alemana de la acusación de «culpabilidad colectiva» por los atroces hechos ocurridos durante la contienda, tales como los campos mortíferos de concentración, las matanzas de judíos, etc.

    Entre las acusaciones explícitamente formuladas y cuidadosamente numeradas por monseñor Groeber —y al paso de las cuales pretendía salir éste— figuraban las siguientes: «¿Por qué los militares cristianos de la Wehrmacht no se sublevaron a la vista de tantas atrocidades? ¿Por qué los obispos alemanes no reaccionaron más vigorosamente contra la demencia del tercer Reich? ¿Cómo se explica que ni los obispos ni los católicos alemanes hayan intervenido valerosamente para condenar e impedir los crímenes monstruosos del régimen desaparecido? Si los obispos alemanes se hubieran defendido contra Hitler de una manera más clara, más enérgica, más desinteresada, más dispuesta al sacrificio, si alguno o algunos de ellos, o incluso todos, hubieran muerto como mártires, ¿no hubiera sido muy distinta la marcha de los acontecimientos?».

    Indudablemente puede ponerse en duda que semejante actitud hubiese cambiado la marcha de los acontecimientos y que Hitler se hubiera dejado intimidar por un puñado de obispos, sobre todo cuando, obtenidas las primeras victorias, se hallaba ya lanzado o arrastrado a su terrible aventura. Pero, de cualquier manera, lo que nos interesa recoger aquí son las acusaciones formuladas de un modo tan vivo cuando los hechos estaban aún presentes en la mente de todos.

    Contra Pío XII, y en relación con la guerra, se formularon también denuncias análogas que el Vaticano ha rechazado con energía. Pablo VI dijo en 1964 que «no se puede acusar al Papa Pío XII de cobardía, de indiferencia ni de egoísmo si males, sin número y sin medida, han devastado la humanidad. El que sostenga esta acusación irá contra la verdad y la justicia. Si los resultados de los esfuerzos de Pío XII no respondieron a sus deseos y a las necesidades de los otros, tuvo al menos el valor suficiente para hacer suyo el drama de iniquidad, de dolor y de sangre del mundo, deshecho por la guerra y sometido al furor del totalitarismo y de la opresión».

    La misma acusación de inhibición y de pasividad del Papa Pío XII fue también formulada años más tarde en una obra de teatro de un autor alemán, Rolf Hochhuth, titulada El Vicario y en la que, en definitiva, se pretendía transferir al Papa y a la Iglesia una gran parte de la responsabilidad de los hechos monstruosos llevados a cabo por los alemanes —es decir, por los hitlerianos que totalitariamente habían asumido el Estado y el pueblo alemán—.

    Toda la pieza se vuelve contra el Papa Pío XII. Aunque su nombre no sea citado, la alusión es tan diáfana que no admite lugar a duda. «El Vicario no es un criminal de guerra: es un indiferente». «Se mantiene muy alto por encima de los destinos del mundo y de los hombres. Desde hace cuarenta años no es más que un diplomático, un jurista. Las víctimas, ¿crees tú que las tiene ante su vista? Vuelva la mirada a su propio interés, ¿se ha enterado acaso de las deportaciones?».

    Estas terribles palabras, puestas por Hochhuth en boca de uno de sus personajes, no son sino una pequeña muestra del tomo de esta violenta diatriba. En ella se acusa al Papa y a la Iglesia precisamente por su apoliticismo, por su no-intervención. Sin entrar en el fondo de la cuestión damos este ejemplo del tipo de acusación que comentamos, no sin consignar que una amplia documentación ha sido publicada por el Vaticano, de acuerdo con los datos históricos, y muestra la falsedad del papel que se atribuye a Pío XII.

    En Francia, al término de la guerra, pudo comprobarse que la mayor parte de los obispos, aplicando los consejos de San Pablo, se había mostrado conciliante con las autoridades alemanas y, en muchos casos, había exigido a los cristianos el respeto a la autoridad de Vichy. En la Asamblea Constituyente, Garaudy, entonces diputado comunista, formuló con gran acritud esta acusación, levantando formidables protestas de los representantes del M.R.P. «Los textos prueban de una manera evidente —dijo Garaudy— el apoyo prestado al régimen de Vichy por la inmensa mayoría de los prelados franceses... El arzobispo de Toulouse, Mons. Saliège, fue el único que no firmó la declaración de fidelidad de los arzobispos y cardenales franceses al Gobierno de Vichy».

    Al parecer esta actitud real de los obispos fue reconocida después como un error, como «una profunda equivocación», por prelados tan notables como el cardenal Suhard[16].

    La actitud de los obispos citados dio lugar a que muchos cristianos franceses tuviesen que desobedecer a sus propios pastores para poder enrolarse en la resistencia.

    Así aprendieron a juzgar en conciencia, por sí mismos, y los hechos vinieron a darles la razón. Puestos a elegir entre un gesto de desobediencia valerosa y una postura de sumisión gregaria y contraria a los dictados de la propia conciencia, los cristianos resistentes adoptaron este camino profético y, en definitiva, acertaron.

    La triste experiencia de entonces ha enseñado a los obispos franceses de ahora a vivir más alerta contra los peligros de una excesiva sumisión al Poder.

    Una de las acusaciones más graves, o por lo menos más difíciles de deshacer, es la de oportunismo o posibilismo. La Jerarquía eclesiástica —se dice— tiene una extraordinaria habilidad para adaptarse a situaciones, regímenes y gobiernos sucesivos. «La Iglesia es camaleónica». Da la impresión de que ella también practica una especie de «doctrina Estrada», reconociendo y bendiciendo las situaciones políticas más injustas, como si no se enterase de nada. Pero si el amoralismo de los Estados en el plano de la justicia internacional, que en cierto sentido se manifiesta en esa doctrina, causa a muchos un efecto deplorable, menos admisible, resulta aún una actitud de ese género en el caso de la Iglesia, defensora de la moral y de la justicia. ¿No se causa así el escándalo y la desorientación de muchos cristianos y la indignación de los mejores?

    «Hay quienes se escandalizan —decía monseñor Blanchet[17]— de esta facilidad de la Iglesia para adaptarse a sucesivos gobiernos y situaciones... Ven en esto cierta inconsistencia, cierta falta de dignidad y una servil complacencia respecto de amos sucesivos con objeto de obtener los beneficios dispensados por el poder».

    La historia de Francia está llena, en efecto, de casos de estos a lo largo del siglo XIX. «No ha habido Jerarquía nacional que haya tenido que tomar posturas diferentes más a menudo —dice el historiador belga Roger Aubert[18].

    Estos cambios la Iglesia los realizó en Francia con una indiferencia soberana respecto de las distintas formas de gobierno. A pesar de ciertos conflictos en el terreno propiamente religioso de los derechos de la Iglesia, la fidelidad política de los «prefectos violetas» (los obispos), bajo el Imperio, había sido completa. Pero apenas los Borbones recuperaron el trono, en 1815, se reprodujo la «alianza del trono y el altar» con una fuerza que hasta entonces no se había conocido nunca. Un poco más tarde, al día siguiente de la revolución de 1830, y a pesar de sus simpatías personales, que iban generalmente hacia los Borbones, la mayor parte de los obispos, tras un corto tiempo de perplejidad, se adhieren a la Monarquía de Julio (la monarquía liberal de Luis Felipe); pero apenas se restablece la república en febrero de 1848, se cambia alegremente el «Domine salvum fac regem Francorum» por el «Salvam fac francorum gentem», y todo sigue como si tal cosa. Cuatro años más tarde, y salvo raras excepciones, los obispos se someten sin protesta al régimen autoritario de Luis Napoleón Bonaparte.

    Evidentemente, todo esto puede ser explicable por el principio de indiferencia de las formas de gobierno y la regla paulina de la obediencia a la autoridad, principios ambos que serán analizados más adelante. Sin embargo, en todo esto no deja de haber, en la práctica, una enorme confusión y no es extraño que las gentes hablen del posibilismo de la Iglesia.

    Esta misma acusación ha vuelto a ser lanzada recientemente por algunos con motivo de la caída del régimen de Allende en Chile. «Las facilidades morales que el episcopado dio a la Junta son injustas»[19].

    Se acusa también a la Iglesia —y esto es todavía más grave— de alianza con los poderes injustos. Así, por ejemplo, se la acusa de estar, en las luchas político-sociales, a favor de los ricos contra los pobres. Esta acusación la describía Pablo VI[20] en los siguientes términos: «En el mundo del trabajo se piensa frecuentemente que la Iglesia no siente simpatía hacia los trabajadores, los cuales pertenecen a las clases pobres. La Iglesia, dicen, está al lado de los ricos, de los poderosos. Es conservadora; predica los deberes de los débiles y los derechos de los fuertes; habla de valores morales y religiosos, y se desentiende de los valores económicos y temporales; busca sus intereses, sus privilegios, y no se ocupa para nada de los trabajadores explotados y abandonados». Así, pues, según esta acusación —que el Papa recoge y a la que responde en este mismo discurso— la Iglesia estaría del lado de los ricos, sería la aliada de las clases dominantes y su fiel instrumento.

    «La Iglesia no sólo no condena con suficiente energía el capitalismo, sino que ella misma es capitalista y está ligada al capitalismo». Así se expresaba una de las personas que interpelaron al P. Daniélou al término de su debate televisado con Garaudy en mayo de 1970.

    La respuesta del P. Daniélou a esta acusación de «Iglesia capitalista, Iglesia rica», fue fácil: «¿Cómo podría hacer la Iglesia para vivir actualmente en Occidente, en un Occidente sumergido por el capitalismo, sino empleando los mismos instrumentos económicos capitalistas que los demás? Esto no significa —añadió— que la Iglesia apruebe el régimen capitalista, sino que simplemente se ve obligada a vivir dentro de él. ¿Que el Vaticano es rico? Puede ser. Pero ¿qué se pretende? ¿Que venda San Pedro y que distribuya el dinero entre los pobres del Brasil?».

    Evidentemente la acusación más importante no es la de que la Iglesia y el Vaticano manejan grandes cantidades de dinero —cosa inevitable, incluso para los partidos comunistas de Occidente—, sino la de que la Iglesia apoye prácticamente u objetivamente al capitalismo: sin llegar nunca a reprobarlo del todo, sino sólo con medias palabras, se convierte de hecho en el máximo apoyo o garantía moral del desorden establecido por él. «El mayor éxito del sistema capitalista —escribe Jules Girardi[21]— en el plano ideológico es el de haber creado en la conciencia del cristiano medio la convicción de que la doctrina capitalista es de derecho natural».

    Puesto que el concepto de propiedad que la Iglesia defiende no tiene, en realidad, nada de común con el sistema capitalista, y dado que la misma Iglesia posee plena conciencia de los enormes males morales que el «imperialismo del dinero» (Pío XI) acarrea a la humanidad, debe condenarlo como un sistema injusto y nocivo para el hombre y adoptar asimismo todas las actitudes prácticas consecuentes con esta condenación.

    «Pero no lo hace porque ella misma está confabulada con el capitalismo», dicen los acusadores. Algunos de éstos hacen ver la trágica paradoja de esta situación: «El capitalismo no se limita a ser un sistema económico; implica también una interpretación del mundo, hecha desde el punto de vista de los poderosos y de los privilegiados. Puede, pues, ocurrir paradójicamente, como ocurre, en efecto, muy a menudo, que el Evangelio, el anuncio traído a los pobres, sea asimilado por la cultura dominante y aparezca de hecho como el aliado de los poderosos. Así viene a resultar que el que depone a los potentes de su trono y exalta a los humildes, el que colma a los hambrientos y despacha a los ricos con las manos vacías, viene a sostener el trono de los poderosos y a acrecentar la potencia de los ricos. La antigua alianza, siempre amenazadora, del trono y del altar se convierte así de una manera más general en la integración del Evangelio con el sistema. La voluntad de poder es disfrazada como voluntad de Dios».

    Esta paradoja a la que alude Girardi, ¿no es en el fondo una manifestación más de la gran paradoja de Dios dirigiendo a su Iglesia a través de la historia por la mano de sus mayores enemigos?

    Friedrich Heer aventura esta hipótesis: «Santo Tomás ha afirmado que Dios proclama su verdad incluso por boca de los falsos profetas y de los instrumentos de Satán. El aquinense estaba convencido de que los hombres son muchas veces conducidos más rápidamente y más eficazmente a la verdad por los falsos profetas que por los verdaderos [...]. Los cristianos, que han abandonado y abandonan todavía a sus propios profetas a la irrisión, no pueden escapar, sin embargo, a las cuestiones que se les plantean desde el fondo de la China de Mao y desde tantos otros lugares del mundo»[22].

    Los falsos profetas marxistas están, pues, obligando, quizá, a la Iglesia a reformarse más rápidamente de lo que ella misma podía suponer.

    Houtart dice que los movimiento revolucionarios del Tercer Mundo[23], y en especial los que han nacido en América Latina o en los territorios portugueses de África, es decir, en regiones en las que el catolicismo es dominante, están movidos no sólo por unos impulsos mesiánicos descolonizadores, sino por un proyecto revolucionario en contra del actual orden político-económico mundial. Encuentran frente a sí a una Iglesia que, aunque haya ido tomando sus distancias, está todavía en su mayor parte ligada al régimen político que ellos combaten.

    La Iglesia, quiéralo o no, está, pues, comprometida en esa enorme aventura a la que le abocan sus acusadores de dentro y de fuera.

    No puede optar ni por la evasión ni por el conservadurismo. «La fe no es la emigración hacia un reino extranjero, el retiro al jardín de las emociones dulces y de los buenos sentimientos, sino un nuevo ataque en dirección de lo real [...]. El proyecto de un nuevo mundo está siempre implicado en ella»[24].

    No es, pues, posible la evasión, menos aún el conservadurismo.

    En particular, se suele acusar a la Iglesia por su «gerontocracia». Una institución gobernada por viejos o por jóvenes con espíritu viejo, se dice.

    Por eso «la Iglesia vive siempre con una revolución de retraso. Permaneció romana e imperial bajo los bárbaros; feudalista bajo las monarquías; legitimista en el siglo XIX. Si es verdad que hoy en día, desde Pío XI, se ha hecho demócrata, liberal y pacifista, esto no resulta muy reconfortante porque la revolución de hoy ya no es la revolución liberal del siglo XIX[25].

    No entraremos aquí en el análisis de estas acusaciones, en la parte de verdad que hay en ellas, ni en las contraverdades que, a nuestro juicio, contienen. Un intento de clarificación de estas cuestiones vendrá en páginas posteriores al tratar de analizar la enorme complejidad de la situación actual y de lo que creemos va a ser, cada vez más, el nuevo talante, el nuevo estilo, de la Iglesia ante la política.

    Pero las que acabamos de enunciar no son las últimas acusaciones a las que queremos referirnos. Aún nos quedan otras que reseñar para que el pliego de cargos sea completo.

 

II.4. La Iglesia, potencia extranjera y beligerante

 

    En algunos países y en algunas situaciones se denuncia a la Iglesia como enemiga del Estado. Se hace contra los cristianos la misma acusación que en otras partes suele hacerse contra los comunistas.

    El jesuita inglés P. Bévenot ilustraba así este aspecto del problema de la «neutralidad» de la Iglesia[26]: «En ciertos países los comunistas son considerados como enemigos del Estado. Este juicio se basa en el hecho de que aunque sean ciudadanos americanos, ingleses, franceses, etcétera, aunque se acojan a todos los derechos que corresponden a los ciudadanos de su propio país, su política no reconoce ninguna lealtad hacia el país natal, sino que, al contrario, su línea de conducta les es dictada por el extranjero. Su objetivo, el principal objetivo que ellos mismos anuncian abiertamente, es el de promover la revolución mundial del proletariado. La fuerza de su posición consiste en que no pueden ser tratados como si fuesen extranjeros porque, al fin y al cabo, son ciudadanos del Estado en que viven».

    Pues bien, esta misma acusación se hace en algunos países —en China, por ejemplo— contra los cristianos.

    «Los cristianos son también ciudadanos de diferentes países, americanos, ingleses, franceses, etc., y se acogen a los derechos cívicos de sus respectivos Estados». Pero, al mismo tiempo, están sometidos a un «Estado extranjero» (la Santa Sede, el Papa). «De él reciben directivas que difunden en sus periódicos y revistas. Estas directivas tienen a veces un alcance muy importante para las actividades políticas de los Estados a los que esos cristianos pertenecen».

    Así, la Iglesia aparece como un Estado extranjero, al estar sometida a un poder exterior, el poder del Papa, y esto proyecta una gran sombra sobre sus actuaciones.

    En el caso chino esta acusación fue recogida y criticada por Pío XII en su encíclica: «Ad sinarum gentem» (a la Jerarquía y a los fieles de China, 1954). La supranacionalidad de la Iglesia no puede ser interpretada en el sentido político de la palabra, afirmaba Pío XII en este documento.

    La acusación de «extranjería» formulada por Bévenot, late siempre contra los católicos, allí donde los sentimientos nacionalistas, grandes o pequeños, están más exaltados y entran en colisión con las actitudes de la Iglesia. Esto da lugar a que se quieran interpretar muchos actos de ésta bajo el signo de la intromisión de un Estado en otro, acusación, por otra parte, muy eficaz en el terreno práctico para combatir a la Iglesia, ya que penetra muy fácilmente en el ánimo de la gente. Todo el mundo conoce los resultados que la misma ha tenido en China hasta llegar a una Iglesia nacional completamente desvinculada de Roma, pese a los razonamientos y explicaciones de la Santa Sede.

    La acusación toma otro carácter cuando se mira el conjunto del panorama internacional. Aquí también, al producirse las alianzas y bloques de Estados, la Iglesia es acusada de beligerancia, es decir, de tomar partido por uno u otro bloque político. Considerada como un Estado entre los Estados, se le acusa de no respetar una neutralidad que teóricamente alega y a la que pretende acogerse para poder circular libremente por todo el mundo.

    Tal es, por ejemplo, la versión búlgara de las alianzas de la Santa Sede con los Estados reaccionarios[27].

    «Estrechamente unida con el Vaticano, la autoridad católica en Bulgaria ha estado siempre al lado de los regímenes reaccionarios y opresores. Ha socorrido activamente al fascismo y a las clases explotadoras, la dinastía de los Coburgos, la cámara del rey Fernando y del rey Boris... Después de la primera guerra mundial, con la intención de realizar la proyectada 'cruzada' contra el Este, el Vaticano ha favorecido la formación de regímenes fascistas [en tres países que cita], ha apoyado el eje Berlín-Roma y ha facilitado la esclavización de los pueblos de Austria, Checoslovaquia, Holanda, Bélgica, Francia y Polonia [...]. Después de la ruina del nacionalismo y del fascismo [...], el Vaticano se ha apresurado a alinearse en el frente imperialista y antidemocrático y se ha convertido en declarado servidor del imperialismo americano».

    Estas frases no son sino el comienzo de este documento, el cual no tiene, dentro de la literatura de su género, nada de excepcional. El mismo documento continúa sosteniendo la tesis de una alianza del Vaticano con los Estados capitalistas en un proyectado ataque a las democracias populares.

    Análogas denuncias han sido formuladas en otros países socialistas, culpándose siempre a la Santa Sede de desempeñar un papel político internacional como elemento activo del bloque de países anticomunistas. Así, en un acta de acusación checoslovaca, se afirma que «cuando los nazis perdieron la guerra en Europa, el Vaticano se orientó rápidamente hacia el más poderoso de los Estados capitalistas, los Estados Unidos. Puso su servicio de espionaje a las órdenes de los servicios americanos de información. Hizo planes para una federación de Europa Central colocada bajo la égida de los Habsburgos, etc.».

    Pío XII reaccionó enérgicamente contra estas denuncias formuladas repetidamente en los años 50-55.

    «Nos vemos obligados —dice en su mensaje de Navidad del año 52— a considerar al mundo cortado en dos campos opuestos; la propia humanidad seccionada en dos grupos, tan netamente separados, que no están dispuestos a reconocer la libertad de ningún otro para mantener entre las dos partes adversas una posición de neutralidad política. Ahora bien, los que equivocadamente consideren a la Iglesia como una potencia terrestre, como cualquier otra, o como una especie de imperio mundial, se ven fácilmente llevados a exigirle, a ella también como a los demás, la renuncia a la neutralidad, la opción definitiva en favor de una u otra parte. Y, sin embargo, no puede en modo alguno tratarse, en el caso de la Iglesia, de renunciar a una neutralidad política, por la simple razón de que ella no puede ponerse al servicio de intereses puramente políticos».

    Y continúa exponiendo una doctrina de «no neutralidad política» de la Iglesia que ha sido muchas veces comentada. En la postura de la Iglesia no puede hablarse de «neutralidad» en el sentido político de la palabra, es decir, que, «incluso con referencia a las cosas políticas», «tal postura sería imposible para la Iglesia que ve únicamente los acontecimientos políticos sub specie aeternitatis».

    «Las potencias y las instituciones puramente terrestres salen de la neutralidad para alinearse hoy en un campo y mañana en el otro. Este juego de combinaciones puede explicarse por las fluctuaciones incesantes de los intereses temporales. Pero la Iglesia se mantiene alejada de estas combinaciones cambiantes. Si juzga, en ningún caso puede decirse que abandone una neutralidad hasta entonces observada, porque Dios no es nunca neutral». «La Iglesia no juzga nunca con criterios exclusivamente políticos».

    Por el tono de estas respuestas vemos la importancia que Pío XII atribuía a las acusaciones de politización de la Iglesia en la época de la guerra fría. La frase «Dios no es neutral», que se ha hecho clásica en este problema de las actitudes políticas de la Iglesia, y que Pío XII repitió también en alguna otra ocasión, debe ser retenida como una fórmula importante para el esclarecimiento de la cuestión.

 

II.5. Mixtificación y armonismo

 

    Veamos ahora una última acusación que está, sin duda, en estrecha relación con algunas de las anteriores. Aparece un poco por todas partes, mezclada con todas las demás acusaciones, como pimienta que sazona la salsa.

    Nos referimos a la acusación de «mixtificación» o confusionismo metódico. A ella va unida, casi siempre, la de armonismo o «conciliacionismo» ilusorio. Se culpa a la Iglesia de practicar una especie de ilusionismo sui generis, prestidigitación a lo divino, mediante la cual se escamotean los problemas en la oscuridad de fórmulas esotéricas y escatológicas.

    Muchos se quejan de que, frente a los problemas políticos, sociales y culturales, la Jerarquía acostumbra a emplear un lenguaje sistemáticamente confuso e incluso sibilino. Pese a la aparente claridad de sus discursos, siempre se descubre en ellos un escotillón o una misteriosa puerta falsa que permita a sus autores salir del paso o retirarse, sea a un lado, sea al otro, en el momento que convenga. En los discursos jerárquicos y eclesiales se practica, pues —al decir de los acusadores—, una ambigüedad característica que, en último extremo, permita defender a aquel al que se condena o condenar a aquel a quien se defiende. El «digo Diego donde dije digo» y el «por aquí no ha pasado» forman parte habitual de la retórica eclesiástica.

    Apoyándose en que su mensaje tiene un carácter misterioso, la Jerarquía mixtifica los problemas, los hechos y los juicios sobre los mismos, como si misterio y mixtificación tuvieran en realidad algo que ver. Mediante un léxico convenido, en el que lo sobrenatural se entrevera sabiamente con lo natural, y lo divino con lo humano, los obispos suelen eludir los planteamientos demasiado claros, no llamando jamás a las cosas por sus nombres. Nada hay más temible —se dice— que el eufemismo eclesiástico, el tono melifluo de la Jerarquía y la untuosidad que dispensa a las gentes, aunque sea para condenarlas a la vuelta de la esquina.

    Así, cuando ya las cosas se han puesto suficientemente oscuras y cuando ya no se ve salida por ninguna parte, la Jerarquía recurre a una cuarta dimensión: el misterio. Se transporta mágicamente de lo terreno y sociológico, en lo que parecía moverse, a lo sobrenatural y eterno, donde escapa, o parece escapar, a los tiros de sus adversarios. Se envuelve de pronto en lo misterioso y divino, que la hace inatacable: para unos porque, aunque no creen en lo misterioso y divino, esto no deja de inspirarles un supersticioso respeto, como le ocurrió a Pilatos ante la acusación de blasfemo que hicieron los judíos contra Jesús. Para otros, porque aquel dominio les inspira demasiada reverencia para poderse atrever a penetrar en él a fin de continuar la pelea.

    Frente a los problemas peligrosos la Jerarquía, y en especial el Vaticano, adopta, pues, un lenguaje ambiguo que le permite, si hace falta, desdecirse con facilidad.

    En este sentido recuerda Mons. Grosche[28] la situación que se produjo en el catolicismo alemán a principios de siglo, al discutirse la oportunidad de la creación de los sindicatos cristianos en aquel país. El Osservatore Romano publicó por aquel entonces algunas palabras del Papa que parecían favorecer las ideas de los partidarios de esta creación, pero presentadas con la ambigüedad suficiente para poder afirmar al día siguiente que «estaba autorizado» para decir que las palabras publicadas no eran «exactamente» las pronunciadas por el Pontífice, con lo cual se satisfacían los deseos de los enemigos de los sindicatos y todo quedaba sumergido en la mayor confusión. Unos días después el propio Osservatore publicaba un artículo de Augusto Pieper favorable a los sindicatos, para contradecirlo casi inmediatamente con otro adverso. Y —curioso colofón— cuando Pieper volvía a Roma, convencido de que su causa estaba en desgracia, se encontró al pasar por Florencia, en su camino de regreso, con la extraña, y para él agradable sorpresa de que había sido nombrado «prelado de Su Santidad». (Nadie ha sabido jamás el verdadero alcance de estas prelaturas, ni tampoco el verdadero alcance disciplinar y dogmático de las notas oficiosas del Osservatore Romano, en las que se puede condenar sin condenar y bendecir sin bendecir).

    Dentro de esta misma línea se acusa a la Iglesia de hablar demasiado de principios y demasiado poco de hechos; de tratar de encajar los acontecimientos en un lenguaje especial, donde las palabras responden a un código preestablecido que impide todo choque desagradable, y de encerrarse a menudo en el juridicismo y en el formalismo, de tal suerte que la rigurosidad del lenguaje impida tener contacto con la realidad sociológica.

    Otros acusan al modo de hablar de la Jerarquía de vaguedad conciliatoria. Así, Mons. Nguyen Kim Dien, arzobispo de Hué, a quien ya hemos tenido el gusto de citar antes, decía en el Sínodo del 71 que «las declaraciones de la Iglesia por la paz y la justicia están redactadas en términos tan generales que hasta los propios responsables de la injusticia pueden dedicarles calurosos aplausos»[29].

    Vaguedad unida a oscuridad. «Que los obispos pronuncien palabras claras —decía Pierre Debray, voz de los silenciosos de la Iglesia, en un debate radiofónico[30]—. Pensamos, en efecto, que existe todavía una jerga eclesiástica, una jerga clerical, que las gentes no comprenden ya. Y las gentes están en la turbación y en la angustia preguntándose: ¿Adónde va la Iglesia? ¿Qué va a ser de ella?».

    Incluso se dice que algunos obispos eluden francamente los temas que pueden traerles problemas con las autoridades, procurando hablar siempre de otros pueblos o sociedades, cuanto más lejano mejor, y de cargar siempre el mochuelo al ausente.

    Aunque se refiere a la Iglesia ortodoxa rusa, puede valer como ejemplo, a este respecto, la acusación que el sobradamente conocido Soljenitsyne le hacía en su carta de cuaresma de 1972 al patriarca de Moscú, Pimeno, quejándose de la falta de energía de éste en la defensa de la Iglesia.

    «La Iglesia rusa ortodoxa —escribía el señor Soljenitsyne— reprueba con indignación las injusticias perpetradas en algunos lejanos países de Asia y África, pero cuando se trata de iniquidades que corroen nuestro país jamás pronuncia una sola palabra. ¿Qué quieren decir estos mensajes monótonos y tranquilizantes que nos llegan de las alturas jerárquicas? ¿Por qué todos vuestros documentos eclesiásticos son tan lenificantes, como si fuesen dirigidos a un pueblo exclusivamente cristiano? De mensaje tranquilo en mensaje tranquilo llegará un día en que ya no quede nadie a quién dirigírselo, como no sea a la propia cancillería del patriarcado de Moscú».

    En fin, otros, como Houtart[31], se muestran disconformes con «esa preocupación, ese souci de armonía universal» que parece mover a la Iglesia en sus planteamientos, para los cuales el único medio parece ser la conversión de los corazones. La oferta de reconciliación se presta en muchos casos a esta deformación, como si todo pudiera terminar en un gran abrazo litúrgico, en el pax tecum de la liturgia, o disolverse en una oración para que todos seamos buenos.

 

 

[Notas]

 

[13] «L'épiscopat français en face de certains problèmes d'actualité», Doc. Cath., 1955, 717.

[14] «Quelques problèmes actuels de l'Église», Doc. Cath., 1965, 746.

[15] «Une Église qui se trompe de siècle», Le Monde, 7 de agosto de 1971.

[16] François Houtart y André Rousseau: L'Église force anti-revolutionnaire?, París-Bruselas, 1973.

[17] «Mons. Affre y su tiempo», discurso en el centenario del célebre arzobispo que pereció en las barricadas de París en 1848.

[18] Documentos de las Conversaciones Católicas, San Sebastián, núm. 19.

[19] Sin embargo, tenemos que hacer constar —y también esto puede servir de ejemplo— que en este caso se confundieron los acusadores, ya que, tras las primeras tímidas reacciones del cardenal de Santiago, el Episcopado ha publicado ahora un documento en defensa de los derechos del hombre que no deja lugar a dudas sobre su postura, lo que ha hecho decir a un miembro importante de la Junta que «tal vez los obispos están desempeñando, sin darse cuenta de ello, el papel de agentes del marxismo internacional». Afirmación tan dislocada confirma la impresión de que los obispos chilenos no son ciertamente oportunistas.

[20] «La Iglesia y el mundo del trabajo». Audiencia general del 1 de mayo de 1972.

[21] Amour chrétien et violence révolutionnaire.

[22] F. Heer en vol. col. La Fin du Ghetto, pág. 85.

[23] Houtart, op. cit., pág. 107.

[24] Paul Ricoeur en Les chrétiens et la politique, pág. 82.

[25] Daniel Villey: Plaidoyer pour le conservateur, vol. col. «Les chrétiens et la politique», pág. 129.

[26] Documentos de las Conversaciones Católicas de San Sebastián, número 20, pág. 1.

[27] «Acta de acusación contra la organización católica de espionaje y de conspiración en Bulgaria», publicada por el periódico El trabajo obrero. Doc Caht., 1179.

[28] Der Weg aus dem Ghetto.

[29] Doc. Cath., 1971, 1957.

[30] Doc. Cath., 1972, 466.

[31] Op. cit.

 

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  • Busca las formas que comienzan con la sucesin de letras dada, y no contempla dicha bsqueda en interior de palabra (el resultado de la bsqueda barc ser barca, barcos, Barcala, Barcelona, barcelonesa..., pero no embarcacin, embarcarse...).

  • Se pueden buscar sucesiones de palabras (pacifismo cristiano, por ejemplo, o partido comunista francs).

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