Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Lección IV. Filosofía de la libertad

 

    Hemos hecho notar en la lección tercera que una teoría correcta de la libertad debe figurar entre las bases del Humanismo integral. Veamos ahora en qué consiste esa teoría tal como la expone Maritain en «Du régime temporel et de la Liberté», al que seguiremos prácticamente al pie de la letra.

    Todo apetito es un poder en virtud del cual el sujeto se dirige hacia el ser en su existencia concreta para incorporarlo a sí mismo o incorporarse a él. El animal, por medio de su apetito sensitivo se lanza espontánea y necesariamente sobre las cosas que son buenas para él y que sus sentidos le hacen conocer, mas sin conocer por eso la forma objetiva del bien.

    Hay un proceso análogo, pero más elevado; en el hombre la voluntad se dirige hacia las cosas buenas que él conoce por medio de la inteligencia y precisamente como buenas, es decir, percibiendo en ellas la forma objetiva del bien.

    Así la voluntad está fundada en la naturaleza, en el ser de las cosas, y aun ella misma constituye una cierta naturaleza. Debe hacer una determinación necesaria, es decir, algo que arrastre a la voluntad en virtud de sí misma (de la misma manera que el apetito sensitivo es arrastrado por la cosa buena para el animal). Esta cosa es el bien como tal. El bien sin límites, el bien puro determina a la voluntad, la arrastra, por decirlo así, Un bien particular es incapaz de determinarla: ante él la voluntad permanece libre y en cierto modo como indiferente. Este bien particular no tiene poder para determinarla: ante él la voluntad permanece activa y dominante.

    Esta libertad de elección que no es una simple libertad de indeterminación sino una libertad de superioridad, requiere, evidentemente, una inteligencia capaz de percibir la idea del Bien.

    Santo Tomás sabe que nuestro libre arbitrio está como sumergido en un mundo de afectividad, de instintos pasiones y deseos frente al cual el hombre puede, en ocasiones, moverse automáticamente. Pero cuando la inteligencia interviene —y aquí comienza el verdadero acto libre— para deliberar sobre un bien particular, conoce que sólo es bien bajo un aspecto parcial. La voluntad no quedará, pues, determinada: hace falta que de lo profundo del ser de esa voluntad salga algo que le haga querer libremente ese bien particular, supliendo, por decirlo así, la falta de determinación exterior. Sólo de esta suerte la inteligencia presentará ese bien particular como bueno para mí y el acto se realizará. La voluntad y la inteligencia se determinan, pues, la una a la otra, según el principio aristotélico: las causas de un acto son a su vez causas unas de otras bajo distintos puntos de vista.

    El acto libre aparece así como el fruto común de la inteligencia y de la voluntad, causándose la una a la otra. Ser libre es conservar el dominio del propio juicio.

    Tal como ha quedado descrito el mecanismo de la libertad nuestra libertad presupone un conocimiento del ser. La metafísica es, pues, una condición necesaria de la moral.

    El hombre es un ser metafísico: es un ser que se alimenta de lo trascendental, es decir, de realidades últimas, del ser de las cosas, no de apariencias y fenómenos. Necesita querer un bien último por el cual todo lo demás sea querido. Su inteligencia necesita descubrirlo y sólo así podrá inventar el hombre su verdadero camino.

    Esto trae consigo dos consecuencias importantes: 1ª Un buen hombre que, deliberando consigo mismo, acaba por querer algo que es bueno en sí, se orienta, acaso sin saberlo, hacia Dios. 2ª Un espíritu creado no puede hallar la felicidad más que en la contemplación cara a cara del Bien supremo que es Dios. Mientras no pueda gozarla, andará ululante y como buscando su camino entre bienes particulares incapaces de determinarle.

    Este es el primer deber del hombre: la verdad debe mandar a la libertad, de lo contrario su camino es falso. La ética se apoya enteramente en el conocimiento especulativo. El saber moral es, como hemos visto en la primera lección, un saber práctico, pero se halla subordinado al conocimiento especulativo.

    Junto al mundo de la naturaleza sensible, en la que como hemos visto todo está determinado, nos encontramos, pues, con el mundo de la naturaleza espiritual, el mundo de la voluntad y de la inteligencia, en suma el mundo de la libertad. Aun queda un tercer mundo que es el mundo de la gracia donde el mundo de la libertad llega a una perfección de orden divino. Pero no nos ocuparemos ahora de este mundo sino del mundo de la libertad tal como ha quedado definido en segundo lugar.

    En el mundo de la naturaleza Dios aparece como gobernador todopoderoso. En el mundo de la libertad como supremo legislador. Y es el Fin supremo de ambos mundos que convergen en El. Esto es lo que los maniqueos de todos los tiempos olvidan al pretender separar esos dos mundos y dejar, por decirlo así, al margen de lo divino y entregado al poder de Arhiman, el Dios del mal, al mundo de la naturaleza.

    El acto moral pertenece, pues, al mundo de la libertad. Y en este terreno se plantea uno de los problemas más agudos de la Teología. La relación de las libertades creadas y la libertad increada y el problema del Mal.

    Hemos visto, pues, cómo el libre arbitrio es la raíz misma del mundo de la libertad; aparece así como libertad inicial. Pero esta raíz pide un fruto, este principio exige una culminación. Esta es la libertad terminal, que es una libertad de exultación y en el sentido paulino (no kantiano) de la palabra, una libertad de autonomía.

    El hombre está llamado a participar, después de su muerte, de la naturaleza de un Dios trascendente, personal y libre. Aun en su vida terrestre puede también participar de la vida divina por la Caridad o el Amor de Dios. En esto consiste la santidad: en la libertad para escoger el bien. En la santidad encontramos la libertad de autonomía ya iniciada. Pero cuando el hombre realiza su fin último en la vida bienaventurada, alcanza la plena libertad terminal en sus dos aspectos: libertad de exultación porque no existe reposo más profundo ni mayor deleite que la realización del bien total que la inteligencia busca y la voluntad ansía y es al mismo tiempo plenitud de amor, en la que la voluntad se entrega a lo que constituye el máximo objeto de su amor, el único capaz de colmarla, libertad de autonomía.

    El hombre tiene su libertad inicial que es libertad de elección precisamente para alcanzar la libertad terminal. Una vez lograda ésta, la libertad de elección no tiene ya sentido.

    Si entendemos por libertad el no depender de una causa extraña a uno mismo, los hijos de Dios son los hombres más perfectamente libres porque «Dieu est plus nous-mêmes que nous mêmes» y al entregarse a la voluntad divina, el hombre gozoa, por decirlo así, de la misma libertad de Dios que es el único Ser que no le es extraño. De esta manera puede decirse que no es esclavo, que es «causa sui». Así los hijos de Dios son obrados por el Espíritu Santo no como esclavos sino como personas libres.

    Dos grandes errores pueden cometerse en este asunto. El primero consiste en confundir las dos libertades de que venimos tratando. Según esto la suprema libertad sería la libertad de elección. El hombre estaría condenado a escoger siempre sin entregarse jamás, sin comprometerse nunca. Esto precipita la libertad en una dialéctica indefinida que en realidad la destruye: para estar siempre disponible el hombre renuncia a toda opción. El segundo error consiste en creer que el hombre accede por sí mismo. La libertad terminal, se la da o se la fabrica a sí mismo, adueñándose de su ser dominándolo por completo, divinizándose por medios exclusivamente naturales. Esto conduce a una sabiduría estoica o al superhombre de Nietzsche.

 

* * *

 

    Proyectemos ahora todas estas consideraciones sobre el plano social. La consideración de la libertad de elección como un fin en sí conduce al liberalismo individualista del siglo XIX hoy ya pasado.

    Al contrario, una filosofía política que se dé cuenta de que la vida social debe estar centrada sobre una libertad superior a la simple libertad de elección, puede tender a trasladar esa libertad superior al plano de la colectividad: en ese caso la libertad de elección del hombre conduciría a una libertad de poder, de fuerza, de realización encarnada en el Estado o en una clase social. Es el totalitarismo en cualquiera de sus formas.

    Contrariamente a estas posiciones veamos a qué solución social conduce la libertad tal como ha sido concebida por Santo Tomás y como la hemos explicado más arriba. La teoría de Maritain a este respecto es la siguiente.

    La sociedad civil no está ordenada a la libertad de elección de cada uno, sino a la creación de un clima de amistad y de convivencia en el cual cada ciudadano pueda hacer uso de su propia libertad de elección para alcanzar la libertad terminal. De esta suerte el bien común de la ciudad está subordinado al bien temporal de los ciudadanos. Ese bien común no es solamente material, sino ante todo y sobre todo moral.

    Una sociedad civil que reconozca que sus miembros son personas dotadas de libertad moral y que, por razón de su destino y de su vocación, desbordan, por decirlo así, los límites mismos del Estado, no será indiferente al problema moral de los ciudadanos: deberá hacer todo lo necesario para que éstos vivan una vida digna de personas humanas y realicen sus fines espirituales.

    Una cierta coacción deberá ser forzosamente ejercida por la Sociedad sobre sus miembros. ¿En qué sentido puede decirse que los ciudadanos forman parte de la Sociedad y hasta qué punto está limitada la acción de ésta sobre sus miembros? ¿Qué restricciones impone a la libertad personal el bien común de la ciudad? Este problema será objeto de estudio en la próxima lección.

 

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