Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Necesidad de un resurgimiento litúrgico popular en España

 

Ya

 

La participación del pueblo en los misterios litúrgicos debe ser intensificada, como lo es en Alemania, Bélgica y Francia.

 

Carencia literaria de nuestro catolicismo

 

      En más de una ocasión he oído expresar, o he expresado yo mismo, la preocupación por la falta que hoy padecemos en España de una «literatura católica», es decir, de una literatura que fuese católica no sólo en el sentido negativo —no rozar con el dogma, no chocar con la moral y la disciplina eclesiásticas—, sino, sobre todo, en un sentido sustantivo y vital: una literatura que fuese capaz de describir y de iluminar, tras haberla intuido con mirada profunda, la miseria y la grandeza de la peripecia cristiana, los conflictos interiores de hombres concretos, convocados a lo sobrenatural y enfrentados, acaso sin saberlo, con esta convocación divina. En suma, una literatura que abordase, a la manera propia del género literario y sin falsos escrúpulos de colegiala, los grandes temas antropoteológicos que convergen en la aventura humana.

      Todavía hace unos días una revista juvenil barcelonesa nos convidaba a la reflexión en torno a este motivo en un inteligente «Esbozo de pesquisa sobre un tema difícil», trayendo oportunamente a cuento unas frases de García Escudero en su conferencia de Santander del pasado verano.

      El fenómeno de nuestra carencia literaria, de la carencia literaria de nuestro catolicismo, está, pues, en el ánimo de bastantes. La reflexión colectiva, a que nos invitaba «El Ciervo», puede resultar útil, desde distintos puntos de vista, a condición de que sea impulsada y llevada adelante, sin pararse excesivamente en los primeros y superficiales escarceos.

      A mi entender, tal carencia debe ser considerada más como sistema que como problema, lo cual no quiere decir que no constituya, también, en sí misma un problema, sino que su importancia radica, sobre todo, en lo que ella misma tiene de sintomático y de revelador, en cuanto a la calidad humana del catolicismo español [?] cosas deban supeditarse como medios. La finalidad última no es la empresa, sino la satisfacción de las necesidades y apetencias legítimas del hombre, en lo temporal. La empresa es para el hombre y no el hombre para la empresa, si vamos a valorar a fondo las cosas.

      Pero las necesidades del hombre no pueden ser normal y establemente satisfechas, si no es ordenando en comunidad de fin a todos los elementos estructurales de la empresa. Sin esa comunidad o convergencia previa de factores humanos, económicos y técnicos, el verdadero fin no podrá ser alcanzado por entero. Y de eso se trata: de que la empresa —como comunidad de bienes y personas— cumpla sus fines de hacer llevadera la vida a los hombres, en continuo progreso de superación.

[!] contemporáneo. Como síntoma de una deficiencia más profunda, merece ser estudiada cuidadosamente.

      Es cierto que una cristiandad puede crecer y desarrollarse sin manifestación o proyección literaria, y que una época de florecimiento espiritual no va necesariamente acompañada de un siglo de oro literario y artístico. La era técnica en que vivimos va, quizá, a exigirnos que lo tengamos muy presente.

      Pero en nuestro caso es diferente: un pueblo que ha creado una literatura, un teatro, un arte de inspiración teológica tan abundante y tan honda como los nuestros, no puede renunciar definitivamente a ese género de proyección exterior sin que su vigor espiritual y su sanidad intelectual decaigan. La actual inquietud es con todo una buena señal: es signo de que la inspiración no ha muerto, de que pervive y está tal vez a punto —esto es lo que esperamos de los jóvenes una vez que su afán crítico se colme— de satisfacer nuestra expectación, con nuevos frutos de un ingenio cristiano interiormente revitalizado.

 

Decadencia y acartonamiento de la liturgia

 

      Yo buscaría la causa principal de la esterilidad actual en el abandono casi completo de los estudios teológicos por los intelectuales laicos y, sobre todo, en la decadencia y el acartonamiento de la liturgia, tesoro desconocido de la inmensa mayor parte de nuestros cristianos.

      En el último número de «Incunable», periódico sacerdotal que se publica en torno a la Universidad Pontificia de Salamanca, se lamentaba el editorialista del escaso interés que había despertado un envío precedente consagrado a la liturgia. «El fenómeno es grave —decía 'Incunable'—. Que en un país como España, en el que el pueblo fiel está muy alejado de una viva participación en los misterios litúrgicos, el clero deje bajar el nivel de su interés, puede causar alguna alarma. Por lo menos invitamos a todos a un sincero examen de conciencia. Si después de hacerlo nos rectifican en nuestras apreciaciones, mucho mejor. Nada nos alegrará tanto».

      Pero donde, naturalmente, se nota más el desconocimiento y la casi total ignorancia de la sagrada liturgia es entre los seglares: hombres y mujeres que se tienen por buenos católicos, y que lo son realmente, permanecen completamente al margen de la vida litúrgica, limitándose a la práctica de devociones, algunas de ellas altamente estimables y aconsejables, pero que no bastan para alimentar sus mentes y compensar la inquietud y la tensión intelectual en que hoy se vive.

      Nada puede reemplazar en el corazón del cristiano al cántico de los salmos y de los libros sapienciales, en los cuales se une a la más subida inspiración mística un penetrante conocimiento del hombre. O el rezo en común de las oraciones litúrgicas, densamente cargadas de sobrenatural sabiduría y fruto al mismo tiempo de la experiencia espiritual de muchas generaciones.

      Dios y el hombre se encuentran realmente en ese diálogo, empapado de dogma y de jugos vitales cristianos.

      Si el pueblo no lo entiende, o no está, hoy por hoy, en condiciones de entenderlo, como se nos dice, menester será que poco a poco se le vaya educando y elevando el nivel de su cultura litúrgica.

 

«Una burocracia, una administración» o una «agobiante cancillería»

 

      En nuestro tiempo una anemia depauperante del corazón y de la inteligencia se ha apoderado de las gentes. ¿Qué de extraño tiene que no haya una literatura católica si los grandes temas de la revelación, que encuentran su expresión perfecta en la liturgia, no son apenas rozados por los hombres de pensamiento? ¿Qué raro tiene que la Iglesia se haya ido convirtiendo, a los ojos de muchos fieles, en «una burocracia, una administración, el ministerio de lo espiritual» o, tal vez, en «una agobiante cancillería»?

      Los que nos hallamos preocupados por la carencia literaria de nuestro catolicismo deberíamos, pues, transportar nuestras preocupaciones al ámbito litúrgico. El hecho de que, en su mayor parte, el pueblo fiel no participe ya en la misa mayor dominical, acto cumbre de la vida litúrgica —da pena ver el absentismo que se descubre a este respecto en la mayoría de las parroquias españolas— y de que, aun en las misas rezadas, el coro y el púlpito se produzcan las más de las veces en desacuerdo con el altar, ¿no había de repercutir a la larga en nuestra religiosidad? Haría falta, por tanto, que surgiese aquí, como ha surgido en Alemania, Bélgica y Francia, un gran movimiento popular litúrgico que tratara de formar y de elevar lentamente el gusto y la sensibilidad de los fieles.

      Esta es, a mi juicio, una tarea esencial: un quehacer urgente hacia el que podrían canalizarse las inquietudes de algunos de nuestros intelectuales. La jerarquía no dejaría de acoger, sin duda, con los brazos abiertos una iniciativa como ésta, tan genuinamente eclesial.

 

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