Carlos Santamaría y su obra escrita
Libertad y obediencia
Ya
En las pasadas Conversaciones de San Sebastián no faltaron, ciertamente, los momentos de animación y aun de viveza en el diálogo. Sin duda, todos los «conversantes» se sentÃan inspirados por un espÃritu común de sumisión y de amor a la Iglesia; pero la diversidad de perspectivas nacionales y de tendencias sociales o temperamentales —diversidad que cabe perfectamente dentro del catolicismo— se proyectaba en una gran variedad de matices, que mantenÃan vibrante la conversación durante la mayor parte del tiempo.
Esta es, a mi entender, la mayor ventaja de los contactos internacionales entre católicos. En ellos se cuenta pro anticipado con la diversidad dentro de la unidad, condición necesaria para una mutua fecundación de las inteligencias. En nuestros medios se deja a veces sentir demasiado el escaso Ãndice de problematicidad con que suelen plantearse generalmente las cuestiones, aun las más fluidas y actuales. Esto puede ser un bien en ciertas circunstancias, pero también puede ser un mal, y lo es seguramente cuando tal aproblematismo proviene de la pereza mental o de la falta de vitalidad para afrontar el porvenir con novedad y originalidad propias.
En mi experiencia docente he observado el valor didáctico que tiene un planteamiento heurÃstico que obligue a reflexionar constantemente al alumno y le ponga a parir, como dirÃa Sócrates, su verdad. La verdad concebida en la propia entraña espiritual. Cada hombre debe ser puesto en trance de descubrir por sà mismo las verdades más elementales como algo nuevo e históricamente virgen.
El profesor Hahn estuvo, a mi juicio, muy acertado en estas conversaciones al contraponer el clima problemático al clima resolutivo, en el que todo está ya resuelto de antemano, y, por tanto, ya no queda ningún quehacer esencial.
Uno de los puntos controvertidos —sin duda el más delicado e interesante— fue el de la libertad de los cristianos en su apostolado. Punto difÃcil seguramente, pero que los organizadores habÃamos juzgado oportuno incluir en el programa apoyándonos en determinadas frases, altamente expresivas, de Su Santidad PÃo XII.
Entre los caracteres destacados de la actitud cristiana, figura la sumisión, la obediencia a todo legÃtimo poder. Esta disposición de ánimo obediente y sumisa nada tiene de servil, porque se halla intencionalmente enderezada a lo alto al Padre, que es manantial de todo poder en la tierra como en el cielo.
El cristiano revive, por decirlo asÃ, en sus actos de obediencia, el misterio de Cristo, que se hizo obediente a su Padre hasta la muerte de cruz. Abandonándose en las manos de sus superiores, el cristiano, y especialmente el religioso, entrega su voluntad a Dios en un acto sacrifical —que tiene algo de holocausto—, y halla en esta entrega una dulce seguridad y una paz anticipadas.
La voluntad obediente del cristiano es como incienso que, quemándose, sube hasta las moradas mismas del Padre. SerÃa, sin embargo, un error el formarse de la obediencia una idea monolÃtica, y por decirlo asÃ, totalitaria. En la obediencia hay multitud de grados y de formas, según la naturaleza de la autoridad a que se presta acatamiento, del sujeto que la preste y de las circunstancias en que el acto de obediencia tenga lugar. Tan lamentable serÃa exigir a un niño de ocho años que prestase obediencia a sus padres con la clarividencia y la madurez de un hombre de veinticinco, como pretender que éste se sometiese a ellos con la ductilidad y la simplicidad de un niño de ocho años.
La Iglesia no exige a todos sus fieles el mismo acatamiento, pues, como dice el padre Holstein en un reciente artÃculo, «una es la obediencia del seglar, otra la obediencia prometida por el sacerdote a su obispo diocesano, otra la que el religioso formula en voto a su prelado». En el orden del pensamiento, la Iglesia no impone la misma sumisión a sus enseñanzas dogmáticas que a sus orientaciones intelectuales. Y por lo que se refiere a la acción, los mandatos de los obispos no deben ser puestos todos en el mismo plano y dejan casi siempre un margen más o menos grande a la libertad y a la conciencia de los fieles, según las circunstancias y condiciones, que pueden variar hasta lo infinito.
En cuanto a la obediencia que el católico debe al poder civil, no hace falta decir que ella también admite matices muy diversos y ha de ser siempre ponderada por la prudencia cristiana, maravillosa virtud tan excelsa como desconocida de muchos pseudo-prudentes.
El auténtico sentido de la obediencia cristiana debe ser objeto de una cuidadosa educación en los pueblos; pero esto exige cierto clima de libertad, sin el cual no se lograrÃa sino una subordinación mecánica y temerosa. En la genuina obediencia nunca se pierde la dignidad ni la libertad, sino que éstas quedan como engrandecidas y consolidadas.
La obediencia mal entendida puede ser también una capciosa fórmula para descargarse de responsabilidades y de preocupaciones. Existen cargas intransferibles, que cada uno debe soportar sobre sus propias espaldas sin pretender en ningún momento descargarlas sobre las del vecino.
No serÃa legÃtimo que el seglar intentase, pues, liberarse de su responsabilidad alegando que carece de libertad para actuar y que espera a recibir las órdenes concretas de la JerarquÃa para ponerse en movimiento.
En las guerras, las mayores iniciativas parten muchas veces del frente de batalla —ha dicho el Santo Padre.
Hay un campo extensÃsimo reservado a la acción del laico: el mundo debe ser transfigurado por la «revivición» de todas las realidades terrestres en Cristo. El artista, el cientÃfico, el polÃtico, el economista, el sociólogo, el jurista, el padre de familia, el técnico, el obrero, el intelectual, han sido llamados a realizar la iluminación de este mundo. La Iglesia no les contiene ni les frena, sino que, por el contrario, desea que adquieran la plena conciencia de su libertad y de su responsabilidad y que actúen con prontitud y clarividencia, tal como el mundo de hoy lo está exigiendo.
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