Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Minorías étnicas y federación europea

 

El Diario Vasco, 1990-02-18

 

      Una explosión de nacionalismos exacerbados agita en este momento a los países del Centro y Este de Europa. En algunos de ellos se producen incluso choques entre nacionalistas de etnias enfrentadas, como ocurre por ejemplo en Yugoslavia, donde la ruptura entre servios y eslovenos amenaza la existencia misma del Estado. Casos más o menos parecidos a éste se multiplican un poco por todas partes y basta leer las informaciones de Prensa internacional para darse cuenta de ello perfectamente.

      Para analizar correctamente tales hechos hay que tener en cuenta que, durante los últimos cuarenta y tantos años después del desdichado «reparto» de Yalta, los comunistas echaron un tupido velo, o —más bien— una férrea tapadera, sobre las diversidades nacionales existentes en los territorios por ellos controlados. Pareció de esta suerte como si tales diferencias no existieran ni hubieran existido nunca.

      Pero he aquí que la perestroika ha venido de pronto a «destaparlo» todo. Los hechos étnicos han vuelto a reaparecer con todas sus dificultades, complicándole la vida a Gorbachov, más quizás de lo que él mismo hubiera supuesto.

      Algunos observadores, sobre todo franceses, comparan esta situación con la que surgió al final de Primera Guerra Mundial, tras el hundimiento de la Rusia de los zares y la desintegración del Imperio austro-húngaro. También entonces se produjo, efectivamente, una proliferación de minorías algo parecida a la actual.

      En 1919 el Tratado de Versalles intentó dar salida a esta problemática, favoreciendo la constitución de nuevos Estados y un cambio de fronteras que modificó profundamente el mapa político europeo.

      Hoy —por el contrario— ningún político piensa en cambiar las fronteras, ya que —aparte del problema concreto de la unificación de la RFA y la RDA— todo el mundo parece estar de acuerdo en que tal procedimiento no serviría para nada.

      Un problema más difícil tal vez de resolver que el de las dos Alemanias, es el de las minorías germánicas existentes fuera de aquellas: más de cuatro millones de alemanes viven actualmente en la Unión Soviética, Rumania, Polonia, Checoslovaquia y otros Estados europeos, sin que su problema étnico encuentre una solución satisfactoria. Estas gentes conservan vivo el sentimiento de su germanidad y se mantienen en una especie de irredentismo permanente que es causa de bastantes conflictos.

      Lo malo del caso es que en muchas zonas de Europa las minorías viven mezcladas entre sí, habitando unos mismos territorios, sin que se puedan establecer límites geográficos bien definidos entre ellas. Un caso típico de esto que decimos, es el de Silesia, región natural no mucho mayor que Euskadi, en la que viven entremezclados —y siempre mal avenidos entre sí— alemanes, polacos y checos. Anexionada alternativamente unas veces por Alemania, otras por Polonia, esta región ha sido causa de múltiples luchas y guerras en el curso del presente siglo.

      Cuando el canciller Kohl visitó Polonia en noviembre pasado, se permitió manifestar su propósito de hacer una visita a la minoría alemana de Silesia, algo más de cien mil personas. Le faltó tiempo al Gobierno polaco para publicar una nota de protesta, en la que se declaraba terminantemente. «En Polonia no hay más que polacos». Frase ésta muy expresiva de la absoluta incomprensión que, no sólo el Estado polaco, sino otros muchos, suelen mantener respecto a sus respectivas minorías étnicas.

      Pues bien, ante la nota polaca, Helmut Kohl reaccionó de una manera un tanto ambigua. «El Gobierno alemán» —dijo el canciller— se atiene categóricamente al principio de la «inviolabilidad de las fronteras», pero esto no significa que renuncie al «derecho de autodeterminación» de las minorías alemanas en otros países».

      Â¿Pero cómo se pueden defender a un mismo tiempo dos ideas tan contradictorias como éstas? «That is the question».

      A mi modesto juicio, este problema no puede ser resuelto a base de la propuesta formulada a fines del año pasado por François Mitterrand, en la que éste se manifestaba partidario de una Confederación de Estados europeos.

      La fórmula confederal no es, en efecto, la más adecuada para resolver el problema de las diferencias étnicas. Al contrario, es una Confederación de Estados soberanos, cada uno de éstos tendría en principio plena libertad para tratar a sus minorías del modo que le pareciese más conveniente, con lo cual no se habría dado un solo paso adelante en la solución del problema en cuestión.

      Mitterrand no debió haber hablado de confederación, sino de federación, cosa totalmente distinta, como se sabe. La confederación va de arriba a abajo. Son los Estados los sujetos de la misma y quienes, en definitiva, imponen sus propias decisiones. En la federación, en cambio, se construye de abajo a arriba: se parte de la base poblacional formada, sobre todo, por regiones, etnias y nacionalidades. De esta manera y sólo de esta manera, podría llegarse a una estructura en la que todos los pueblos pudieran sentirse cómodos políticamente hablando.

      En mi opinión, no se trata de balcanizar a Europa, sino —al contrario— de integrarla de acuerdo con un espíritu común, fraterno y constructivo, que es precisamente la clave de todo auténtico federalismo.

 

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