Carlos Santamaría y su obra escrita
La disciplina de partido
El Diario Vasco, 1983-05-29
Las agrias polémicas de estos últimos dÃas sobre las elecciones de alcalde en diversos ayuntamientos conflictivos atrae nuestra atención hacia un tema que —a menudo— es de la mayor importancia para la democracia, la función y el funcionamiento de los partidos polÃticos. Dos cosas evidentemente muy distintas y que habrÃa que distinguir en este caso como en otros muchos, de la misma manera que se distingue entre la teorÃa y la práctica.
Por lo que hace a la primera el asunto está bastante claro. Con la Constitución en la mano, y aplicando una mÃnima dosis de discernimiento, podrÃamos enunciar sin dificultad y bastante al detalle el papel que corresponde a los partidos dentro de la dinámica institucional del actual Estado democrático español.
Pero no podrÃa decirse otro tanto en lo que atañe a la práctica, es decir, al modo de ser y de funcionar de los partidos en sus relaciones con el Estado y con los ciudadanos.
Bajo este aspecto, las cosas no están nada claras. A veces el funcionamiento de los partidos no sólo no respeta la función, sino que la destruye. AsÃ, por ejemplo, puede observarse que los partidos no suelen facilitar la participación ciudadana en la polÃtica —lo que serÃa una de sus principales funciones—sino que a menudo la impiden o interfieren. Al proceder con marcado autoritarismo, tratando de imponer sus criterios a todo el mundo y en todos los terrenos, como si ellos tuvieran la exclusiva, los partidos se convierten en verdaderos obstáculos para la participación real de la base ciudadana.
Es la eterna historia del fetichismo del medio que devora y suplanta al fin.
La falta de respeto a la espontaneidad y el ejercicio desaforado de la disciplina de partido hacen odiosos a los partidos polÃticos en el ánimo de muchas personas.
Precisamente sobre la disciplina de partido habrÃa bastante que decir en este momento en que se empieza a discutir en las Cortes la despenalización del aborto.
Algunos partidos han dejado en libertad a sus representantes parlamentarios para que puedan votar de acuerdo con sus propias convicciones morales. Pero no todos los partidos, ni mucho menos, lo han hecho asÃ, y esto —señores mÃos— me parece abominable.
Es evidente que en este asunto se enfrentan concepciones o filosofÃas contrapuestas sobre el sentido del hombre de la vida y de la muerte. Yo dirÃa que obligar a un diputado —tanto si es favorable como si es contrario a la despenalización— a votar, en una cuestión de esta naturaleza, contra su propia opinión Ãntima, es una atrocidad intolerable.
El autoritarismo de algunos partidos —o, más bien de sus comités directivos— tendrÃa que ser corregido de alguna manera, porque es un fallo radical de la democracia.
Algunas medidas podrÃan tomarse desde ahora para paliar un poco el mal. AsÃ, por ejemplo, la adopción de ciertas correcciones en el sistema electoral.
En la época de la República las candidaturas eran abiertas lo que reducÃa un poco el hermetismo de los partidos. El ciudadano podÃa hacer sus propias combinaciones eligiendo de cada lista los nombres que le pareciesen más adecuados.
Se dirá que las listas cerradas hacen a las instituciones democráticas más gobernables. Pero una gobernabilidad que se funde en la dictadura de los partidos mayoritarios no resultarÃa deseable para ningún demócrata verdadero.
En cuanto a la disciplina de partido serÃa bueno que se extendiese mucho más la práctica del voto en conciencia.
Dentro de poco en el Parlamento británico se discutirá la reimplantación de la pena de muerte, propuesta por la señora Thatcher; pero los parlamentarios quedarán en libertad para votar de acuerdo con sus propios criterios morales.
Esto está muy bien. Sin embargo no habrÃa que esperar a casos excepcionales. La democracia ganarÃa mucho —aunque perdiese la prepotencia de los partidos— si se generalizara el procedimiento permisivo del voto en conciencia a otras muchas clases de cuestiones, como por ejemplo la educación, los «massmedia» etc., etc.
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