Carlos Santamaría y su obra escrita

 

¿La revolución, mañana?

 

El Diario Vasco, 1983-04-24

 

      En los comienzos del marxismo, es decir, en la época en que Marx y Engels sentaban las bases teórica —y prácticas— de la revolución, había en ellos y en sus inmediatos seguidores una especie de fervor mesiánico y milenarista, parecido en cierto modo al de los primeros siglos del cristianismo. Los marxianos esperaban a plazo relativamente corto el «advenimiento» de la sociedad sin clase; una Era de felicidad social en la que todas las formas de alienación habían de ser superadas.

      Se ha dicho muchas veces que Marx y Engels cometieron un error de cálculo al acortar la perspectiva revolucionaria, reduciéndola a unos plazos demasiado cortos: ambos pensaban que el mundo se encontraba realmente en el umbral de la gran revolución. Así, por ejemplo, en el «Manifiesto» del 48 se afirma paladinamente que «en Alemania está a punto de estallar una revolución burguesa» y que esta revolución «será forzosamente el preludio inmediato de la revolución proletaria».

      Este mismo error persiste durante bastantes años en los dirigentes comunistas. El propio Lenin en el Congreso del Partido en 1917, insiste en la idea de la proximidad de la revolución mundial: «Nosotros mismos veremos implantada la república internacional soviética».

      En su famosa autocrítica de 1923, Lukács describe con gran viveza la sensación que había tenido en su época inmediatamente anterior de que la revolución proletaria era un hecho inminente. «Mi actitud se basaba en la fe, por entonces muy viva, en que la gran oleada revolucionaria había que arrastrar en poquísimo tiempo al mundo entero, o, por lo menos, a toda Europa sin excepción.

      Con Stalin estas ilusiones desaparecen, es decir, a partir de 1924 se abandona el sueño de la revolución mundial inmediata y se adopta, al menos provisionalmente, la tesis del «socialismo en un solo país».

      Pero, más aún que la tesis de la «inmediatez» de la revolución mundial, empezaba ya a fracasar en aquel entonces la tesis milenarista: la esperanza en una especie de «paraíso social» traído de la mano del comunismo.

      Adam Schaff explica el desencanto que en muchos viejos revolucionarios se produjo al comprobar que en la nueva situación no se había suprimido lo que Marx llamaba la «antigua basura». Seguían imperando —dice Schaff— el odio, la malversación, la deshonestidad, la prepotencia, el racismo, etc. etc. «Esto es, sin duda, lo que explica por qué viejos y duros revolucionarios, que habían sabido hacer frente al enemigo en las prisiones y bajo la tortura, se sintieran por completo derrotados al comprobar la iniquidad de sus propios compañeros».

      Por otra parte el error al que hemos aludido sobre el «cálculo del plazo», trajo consecuencias fatales para los marxistas en el terreno táctico, cosa que viene perfectamente explicada por el mismo Lukács: «Precisamente porque estábamos convencidos de la inminencia de la revolución, nuestra revista servía al sectarismo mesiánico defendiendo los métodos más radicales y proclamando en todos los terrenos la ruptura completa con las instituciones y formas de vida procedentes del mundo burgués». «Mi artículo contra la participación en los parlamentos burgueses es un ejemplo típico de esta tendencia».

      Encuentro cierta analogía entre esta postura y la que mantienen algunos sectores en la Euskadi actual.

      Lenin condenó la actitud del joven Lukács y sus amigos como «desviacionismo izquierdista». Tampoco Marx la hubiese aprobado. Tales maneras de operar —escribía Marx en 1870— son «la infancia del movimiento proletario, del mismo modo que la astrología y la alquímica son la infancia de la ciencia». «Alquimistas de la revolución, que quieren improvisar una revolución allí donde no existen las condiciones necesarias para ello.

 

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