Carlos Santamaría y su obra escrita
El filósofo y el fútbol
El Diario Vasco, 1982-05-02
Fernando Savater ha publicado hace pocos dÃas en las páginas del DV un artÃculo titulado: «Los Ãdolos de la tribu», cuyo tema ocasional era la victoria futbolÃstica de la Real. En él reconocÃa Savater la gran capacidad que tiene el fútbol para contagiar sus emociones, incluso a las personas más alejadas del deporte.
No pretendo entrar aquà en el planteamiento «tribalista» del profesor Savater, con el cual —ciertamente— yo no estarÃa totalmente de acuerdo. Lo que sà quisiera es subrayar la importancia que tiene el hecho de que un «profesional de la FilosofÃa» —valga la expresión— se interese por un tema de esta naturaleza.
Lo que precisamente les ha solido faltar casi siempre a los «viejos» filósofos españoles es ese «descenso a la realidad» que los jóvenes o «nuevos» filósofos operan ahora con toda naturalidad. Evidentemente un Zubiri jamás hubiera «descendido» a hacer un comentario en torno a un partido de fútbol. Pero el caso es que hoy en dÃa prácticamente nadie lee a Zubiri, mientras que las emociones del fútbol afectan a más del ochenta por ciento de la población del Estado, aunque no sea más que «por el aquel de las quinielas».
Puestos a buscar una interpretación de esta realidad, hagamos notar, por de pronto, que un partido de fútbol como el del domingo pasado no es sólo un espectáculo de grandes dimensiones, sino también una especie de celebración religiosa en la que el pueblo participa con fervor. Es como una gran «comunión», o como una «epifanÃa» en la que ciertas pasiones colectivas, habitualmente reprimidas, se manifiestan con fuerza casi irresistible.
Muchas veces se ha dicho que la gente va al campo a gritar, y es verdad, salvo quizás para una pequeña minorÃa que asegura que no le interesa quién gane, sino sólo ver buen fútbol. Al final todos terminan por gritar. No todos gritan la misma cosa o en favor del mismo bando, claro está. Pero todos gritan a la vez, gritan juntos, y esto es lo verdaderamente importante. Aquà está el carácter de «comunión» al que aludÃamos antes.
Algo de esto es lo que yo pensaba el otro dÃa al ver y oÃr, a través del televisor, a toda aquella multitud gritar, saltar, bracear: agitar al viento los emblemas y las banderas patrias, poseÃda de enorme «pozkide». (Esta palabra «pozkide», que pertenece al euskalki guipuzcoano, es para mà de enorme significación en este caso. No expresa sólo alegrÃa, sino —gracias a ese «kide» que lleva dentro— alegrÃa compartida, alegrÃa en común, que es, sin duda, una emoción distinta que la alegrÃa Ãntima o solitaria).
Pero en el partido de fútbol, lo mismo que en las regatas de traineras, las pruebas de bueyes o las competiciones de bertsolaris —por no citar más que unos ejemplos— hay algo más profundo que eso: hay la necesidad que tiene el hombre de jugar. Los romanos sabÃan muy bien lo que se hacÃan cuando daban al pueblo pan y circo, porque asà atendÃan a dos de sus necesidades fundamentales: la necesidad de comer y la necesidad de luchar.
No nos referimos pues al juego como simple diversión o distracción, sino como mÃmesis, remedio y re-vivencia de la lucha. El hombre primitivo debió de empezar a luchar por pura necesidad fÃsica. Pero, según parece, a medida que luchaba le iba cobrando afición a la lucha. Encontraba en ella la forma más completa de expansión y de realización de su propio ser, y algo de esto parece verse en ciertas pinturas rupestres. Es asà como se inventó el juego, es decir, el juego-lucha.
Y ahora, en la civilización, la cosa sigue siendo asÃ. Cuando la lucha deja de ser una necesidad material se convierte en una necesidad del espÃritu.
Desdichado el hombre que no siente necesidad de luchar contra algo o contra alguien. Esto significa que su interés por la vida ha desaparecido: este hombre está ya virtualmente muerto.
Y otro tanto puede decirse de los pueblos.
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