Carlos Santamaría y su obra escrita
De mecánica electoral
El Diario Vasco, 1982-03-21
La primera vuelta de las elecciones cantonales francesas dio lugar el domingo pasado a algunas sorpresas, tanto de significación polÃtica, como de carácter técnico.
La mecánica de unas elecciones locales distinta que la de unas legislativas. No tiene pues nada de extraño que en esta ocasión fallasen las estimaciones informáticas que, por primera vez, se aplicaban a nivel cantonal.
Sin recurrir a grandes cálculos, se puede asegurar que el resultado de unas elecciones depende en buena parte del procedimiento de sufragio que se haya aplicado en ellas. AsÃ, por ejemplo, las dimensiones del colegio electoral —colegio estatal único, colegios de distrito, colegios de circunscripción, etc., influyen enormemente en los resultados. Y otro tanto ocurre con los distintos sistemas de valoración de los votos: sistema de mayorÃas y minorÃas, proporcionalidad simple, proporcionalidad mitigada o corregida, etc.
En virtud de lo dicho, cabe siempre la posibilidad de que, partiendo de un mismo cuerpo electoral, se pueda llegar a resultados polÃticos muy distintos, según cuál haya sido el tratamiento aplicado a la elección.
En la historia de las democracias se ha visto muchas veces el caso de un partido o coalición mayoritaria de partidos que se fabrica una ley electoral a su medida, a fin de asegurarse una amplia y durable estabilidad en el poder.
Algo de esto hizo De Gaulle en la quinta República con la clara finalidad de que la derecha pudiera mantenerse durante largos años.
Pero después se ha dado la paradoja de que ese mismo sistema electoral gaullista, que todavÃa está vigente, haya venido a favorecer de modo importante a la izquierda. En las legislativas de mayo del 81, con sólo un 49 por ciento de votos, la coalición de socialistas y radicales de izquierda logró alcanzar, gracias al truco mayoritario, una superioridad parlamentaria absoluta de 281 escaños, frente a los 210 de la derecha. Para los gaullistas es la fábula del zorro atrapado en su propia trampa.
Los demócratas puros, más o menos «anarcoides», aborrecen todas estas combinaciones y defienden la idea de una democracia asamblearia, en la que el pueblo pueda intervenir directamente, y sin necesidad de representantes, en la marcha de los asuntos públicos. Siguen asà a Rousseau, que también veÃa en la democracia electiva un enemigo de la libertad.
«Desde el momento en que un pueblo nombra sus representantes y les confÃa la cosa pública —decÃa el ginebrino— ese pueblo deja de ser libre».
Ahora bien, como se ha repetido hasta la saciedad, una democracia directa es absolutamente irrealizable en una sociedad moderna.
Que el sistema representativo, con todas su martingalas, pueda reducir en parte la libertad ciudadana, es cosa cierta pero inevitable. Todo lo que sea vida polÃtica y social en común la reduce también; más este hecho lo aceptamos con naturalidad, a cambio de los beneficios que tal sociabilidad nos aporta.
De la misma manera, la existencia de partidos supone cierta limitación de la libertad, pero es, sin duda, algo mucho mejor que el manejo del poder por ocultar camarillas, al margen de todo control público efectivo, que es lo propio de las dictaduras.
Dentro de la democracia de partidos, la alternancia de dos grandes formaciones serÃa quizás el mejor sistema para gobernar pacÃficamente a un paÃs.
Sin embargo el bipartidismo es un lujo que tan sólo los pueblos felices —los pueblos sin problemas polÃticos de fondo— se pueden permitir.
A mi juicio, no es éste el caso de la sociedad española, a la que Ortega llamó la España invertebrada y que algunos quisieran ahora vertebrar a cañonazos. (Singular ortopedia, dicho sea entre paréntesis).
Reconocer como un hecho esta diversidad básica y tratar de construir o de levantar obra común sobre ella, serÃa la finalidad de un verdadero Estado de autonomÃas. Proyecto éste que —digan lo que quieran ciertos presuntos golpistas— no significarÃa un intento de ruptura del Estado, sino exactamente lo contrario de éste.
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