Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Divorcio y laicidad

 

El Diario Vasco, 1981-07-12

 

      Mi buen amigo el profesor Alfredo Tamayo ha publicado en estas mismas columnas un acertado artículo titulado: «Aceptar la laicidad», en el que se pone el dedo en la llaga de algunas de las actuales discusiones sobre el tema del divorcio.

      El hecho que en estas discusiones se ha revelado es que muchos católicos españoles —y entre ellos algunos ilustres jerarcas— aún siguen añorando el viejo «Estado Católico», mientras que las ideas conciliares sobre la libertad religiosa parecen haber penetrado poco o nada en sus espíritus.

      El tema de la confesionalidad del Estado fue enormemente discutido en las conversaciones de San Sebastián, entre los años 47 y 59 por teólogos europeos de las distintas tendencias, desde la «integrista» de Guerrero, Lefebvre y Messineo, hasta la «liberal» de Congar, Colombo y Urs von Balthasar, por no citar más que algunos nombres contrapuestos.

      Una buena parte de los teólogos españoles de la época centraban sus posiciones en lo que se solía llamar la «tesis católica» y argumentaban —poco más o menos— de la siguiente manera: si en un país la gran mayoría de los ciudadanos es de religión católica, el Estado deberá serlo también, es decir que sus posicionamientos deberán estar siempre dirigidos por la moral y las normas de la Iglesia Católica. Así, por ejemplo, cuestiones como las del divorcio, la enseñanza católica obligatoria, la prohibición del culto público de las otras religiones, la censura de prensa, etc., deberán ser exclusivamente enfocadas en ese Estado a través de la doctrina católica.

      Muy distinto es —añadían los citados teólogos— lo que ocurre en esos otros países, en los que existe diversidad de religiones y ha cundido la incredulidad —¡ah de las tinieblas del mundo exterior!— En esos países ya no reina la «tesis», sino la «hipótesis». La Iglesia se atiene pues a la situación de hecho y hace lo posible por adaptarse a ella aplicando la doctrina de la tolerancia. Pero jamás reconocerá verdaderos derechos al error, porque el error no tiene derechos: sólo la Verdad los tiene.

      Resulta de todo esto que, mientras la «tesis» estaba con el «Estado Católico» de Franco, la «hipótesis» no era sino un mal pasar que la Iglesia tenía que soportar dolorosa y pacientemente.

      Creo que fue a finales de la década de los cuarenta cuando la palabra laicidad empezó a abrirse paso. Tal vez yo fui uno de los primeros en adaptarla al castellano cuando publiqué en «Documentos» traducido de la revista «Esprit» con la autorización expresa de Emannuel Mounier el famoso artículo de Vialatoux y Latreille «Cristianismo y laicidad».

      La gran novedad del concepto de laicidad consistía precisamente en el hecho de que sus autores no consideraban ya la «hipótesis» como una situación negativa, de mera tolerancia, sino como una positividad altamente estimable. El descubrimiento de los valores que se encierran en una sociedad profana moderna, en la que los ciudadanos gozan de una total libertad para buscar por sí mismos la verdad, fuera de toda coacción y de toda imposición, era la «proyección jurídica de la libertad del acto de fe y la garantía de esta misma libertad».

      Años más tarde, en 1966, la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa vino a confirmar estas ideas reconociendo el derecho de toda persona, dentro de la estructura jurídica del Estado, a que se le reconozca la libertad en materia religiosa, no imponiéndosele en ningún caso práctica o creencia alguna que ella misma no acepte libremente.

      Â«La libertad del acto de fe cristiana —dice la declaración— es plenamente conforme al carácter propio de la fe que en materia religiosa sea excluida toda forma de coacción por parte de los hombres. Por consiguiente, un régimen de libertad religiosa contribuye notablemente a favorecer un estado de cosas en el que el hombre pueda ser invitado a la fe cristiana».

      A la luz del Concilio muchas cosas de antaño cambian pues de color. Pero no basta con que el Concilio hable. Ahora hace falta que en este país de almogávares muchos de nuestros cristianos empiecen a enterarse —simplemente— de que vivimos en mil novecientos ochenta y uno.

 

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