Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Procesión de fantasmas

 

El Diario Vasco, 1981-05-03

 

      De acuerdo con lo que me dice un comunicante anónimo, poco simpático por cierto hacia mi persona, debo reconocer que «el periódico no es un sitio apropiado para filosofar».

      Pero —señor o señora mía— lo que yo hago no es filosofar, sino divagar.

      Ahora bien, divagar debe de ser algo muy importante para la felicidad de los pueblos porque ¿qué otra cosa hacen los gobiernos ante los graves y acuciantes problemas del momento? Los dirigentes políticos, los aspirantes a presidentes de la república francesa, los juristas, los parlamentarios, los economistas... ¿qué hacen, sino divagar?

      Me atrevo a creer, yo también, que mis divagaciones no son completamente inútiles cuando trato de ayudar al lector a salirse de su inmediatez, procurando extraerme yo mismo de la mía.

      Volvemos pues, aunque sea ya por última vez, al tema del otro día, el tema del absurdo y el misterio.

      Habíamos dejado a Jacques Monod afirmando en nombre de la ciencia bio-química que la especie humana debe su existencia al azar, es decir, a una combinación de factores cuya probabilidad «a priori» era prácticamente igual a cero. Así para Monod el género humano se encuentra radicalmente solo en medio de un universo por completo ajeno a él, y al que nada le importan los dolores ni los clamores de los hombres.

      En mi terminología, explicada en otro artículo anterior, esta escalofriante idea de Monod, contra toda esperanza, contra toda «ilusión animista», tiene los caracteres necesarios y suficientes para ser calificada de absurda.

      Monod nos invita a vivir exclusivamente de la certeza científica, de las seguridades que nos proporciona el saber de la ciencia. Pero yo me pregunto: ¿no es ésta una nueva ilusión, un nuevo animismo?

      El «universo indiferente» de Monod tiene a mi juicio cierta afinidad con el «vacío sin fondo» de Kierkegaard. Es una cita un poco larga; pero creo que vale la pena de reproducirla aquí íntegramente, porque constituye una especie de eco o de respuesta anticipada a las ideas de Monod sobre el azar y la necesidad.

      Dice así el trágico pensador danés: «Si el hombre no tuviera conciencia eterna, si en el fondo de las cosas no hubiese más que una obscura potencia, salvaje e hirviente, productora de todo lo existente, pequeño o grande, dentro de un torbellino de tenebrosas fuerzas ¿qué otra cosa sería la vida sino la desesperación? Si así ocurriera, si la humanidad careciese de todo lazo sagrado, si las generaciones, como el follaje de los árboles, fueron extinguiéndose las unas tras las otras, surcando el mundo como surca el océano un navío o como atraviesa el viento un desierto, en un acto ciego y estéril, si no hubiese poder capaz de arrancar al eterno olvido su presa, ¡qué vanidad, qué desolación sería la vida!».

      Para mí tengo que este discurso kierkegaardiano es lo que inspiro a Unamuno su famosa «procesión de fantasmas»: «Si al morir los organismos que las sustentan vuelve las conciencias individuales todas a la absoluta inconciencia de que salieron, no es el género humano otra cosa que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada, y el humanismo lo más inhumano que cabe».

      Los tres textos que me he permitido aproximar entre sí son la expresión de un absurdo, a partir del cual podría un hombre escéptico, pero inteligente, iniciar su andadura hacia el misterio.

      Estimado comunicante: ¿no es esto mucho más importante que lo que hubiéramos podido decir, por ejemplo, acerca del consenso que ahora creo que se llama «concertación» —entre Felipe González y Leopoldo Calvo Sotelo?

 

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