Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La protesta de A. Sastre (II)

 

El Diario Vasco, 1981-01-25

 

      Ante este mundo de iniquidades y sufrimientos ¿qué postura toma Dios? ¿Cómo es que no se manifiesta? ¿Por qué acepta —por ejemplo— el dolor de los subnormales y de los niños, la entronización de la mentira en los medios de comunicación, la victoria histórica del inicuo y del torturador?

      Esta es nuestra cuestión, es decir, la cuestión que, de una u otra forma, se han planteado innumerables creyentes, desde Job y el Cohelet hasta nuestros propios día: el problema del mal.

      La respuesta de Alfonso Sastre a este problema —en la época en que se escribió su obra clave: «La sangre de Dios»— es categórica y protestataria: «Dios, o está sufriendo, o no hay derecho; es un monstruo».

      Un Dios que sufre es, en principio, absurdo; pero ¿no es todavía más absurdo un dios que no sufre? Un Dios «extraño y desconocido, inmóvil, imperturbable, que no cambia ni se estremece, sereno, quieto, invisible, ajeno a todo el torrente del dolor humano...».

      Ahora bien, yo me atrevo a pensar que estas y otras grandes interrogantes del hombre, no pueden ser zanjadas racionalmente —ni, menos aún, racionalísticamente— sino exploradas, en el sentido creencial y en pura esperanza.

      Me atrevo a opinar que los profundos problemas que atañen al sentido mismo de la vida —problemas del mal, de la felicidad, de la trascendencia, de la muerte, etc...— no admiten planteamientos rigurosamente lógicos.

      Si hay alguna lógica en ellos ésta no es —por supuesto— la lógica formal. Ni tampoco podría serlo, a mi modesto juicio, lo que don Miguel de Unamuno llamara alguna vez «lógica cordial», «lógica del corazón», y que a mí —dicho sea de paso— siempre me sonó un poco a cosa de zarzuela hispánica.

      Tendríamos necesidad de algo más sólido y consistente que esto, algo que yo denominaría «lógica del absurdo», porque, aunque parezca mentira, el absurdo tiene también su lógica y es algo que nos va haciendo cada vez más falta conocer para poder seguir viviendo en este mundo invivible.

      Dignos herederos de la Ilustración y del optimismo leibnitziano, ciertos neo-positivistas y cientificistas se empeñan en ignorar la existencia del mal. Reducen el problema del mal a un «pseudo-enigma», del que ni siquiera se puede hablar en un lenguaje «bien constituido», es decir, «establecido sobre lo observable».

      No sólo el mal sino tampoco la vida y la muerte existen para algunos de los viejos señores del Círculo de Viena. «La vida no tiene mayor existencia que la muerte —decía en 1933 el pensador Hans Hahn, de la línea de Carnap— ya que ninguna de las dos cosas existen: ambas son abstracciones, antropomórficas, seres imaginarios, ficticios, como puede serlo, por ejemplo un hada».

      De esta manera, el rigorismo neo-positivista escamotea el problema del mal, lo cual le permite seguir viviendo —filosóficamente hablando— en el mejor de los mundos, como si aquí no pasase nada.

      Del lado marxista el problema del mal, planteado —claro está— a la manera materialista, tiene un eco mucho mayor y mucho más realista. Aquel texto de la ideología alemana en el que Marx echa en cara a Feuerbach que confunda a la Humanidad con una sociedad de señores bien portantes, olvidando a la inmensa banda que hay en ella de hambrientos, escrofulosos, miserables y desdichados de toda especie, y que, luego, cuando se da cuenta de su error, quiera arreglarlo refugiándose en su «concepción superior de las cosas» y en la «compensación ideal en el género»... es para mí sumamente significativo.

      Pero quien más ha profundizado en el problema del mal desde una perspectiva marxista es indudablemente Ernst Bloch. De éste, de la lógica del absurdo, y de otras cosas relacionadas con estos asuntos tendremos pronto ocasión de hablar en esta misma columna.

 

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