Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Libertad de expresión

 

El Diario Vasco, 1980-08-17

 

      En relación con el famoso «Libro rojo del cole» se ha hablado mucho estos días sobre la libertad de expresión. La Constitución afirma el derecho de los ciudadanos a expresar y difundir libremente sus pensamientos, ideas y opiniones, mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. El Estado español es pues, por lo menos en teoría, una democracia de opinión.

      En las democracias de opinión, o de libre expresión, el Estado debe observar una rigurosa neutralidad en materia de creencias e ideologías, limitándose a ordenar el juego de todas ellas, aun de las más opuestas. Desde este punto de vista no existe, pues, un delito de opinión, ya que el ciudadano no está obligado a acatar o profesar una doctrina determinada.

      En cambio, en las democracias doctrinarias, el Estado hace suya una doctrina que no puede ser puesta en tela de juicio por ningún ciudadano: por ejemplo, la teoría y la praxis marxista. Nadie tiene derecho, en ese género de democracias, a manifestar opiniones que contradigan la doctrina social, económica, política, e incluso, moral, del Estado.

      Los partidarios de la segunda forma de democracia afirman que la libre expresión de las democracias occidentales no es sino una farsa; la «hoja de parra» destinada a encubrir una situación real de represión y de dominio ideológico. «La democracia proletaria —escribe y subraya Lenin— es un millón de veces más democrática que la más democrática de las repúblicas burguesas».

      Lo notable del caso es que los defensores de esta postura vienen a emplear, en definitiva un argumento muy parecido al que, en tiempos anteriores, utilizaban los partidarios del Estado confesional: «el error no tiene derechos; sólo la verdad tiene derechos». La diferencia está en que, en la postura leninista, la verdad —o lo que sea eso— radica en la teoría marxista y en la praxis del partido proletario.

      Ahora bien. Lo más importante de la libertad de expresión no está en lo político, sino en lo sociológico. Lo que verdaderamente hace falta es que esa libertad entre en las costumbres del pueblo más todavía que en las leyes.

      La verdadera libertad de expresión está ligada a una dialéctica muy sutil. En el juego libre de las ideas el derecho a expresar mi opinión, o mi creencia, exige una contrapartida, que es el derecho de mi «adversario» a manifestar también la suya. Sin esta condición, mis argumentos pierden casi toda su fuerza moral, porque nadie puede pretender que se mantenga una conversación válida entre un hombre libre y otro que está amordazado.

      Un ejemplo. Durante muchos años no se podía atacar en España ciertas doctrinas morales de la Iglesia. ¿Ganaron con esto algo esas doctrinas? Creo, al contrario, que perdieron mucho y que ahora se están tocando las consecuencias de esta pérdida. ¿De qué valían las razones de los apologistas católicos si los otros apologistas estaban condenados al silencio?

      De modo análogo, los discursos de los partidos de la no-violencia perderán una parte de su legitimidad y de su eficacia cuando no se permita a los partidarios de la violencia manifestar también sus razones, sin exponerse a caer bajo el peso de la ley.

      La libertad de expresión es —como se ve— una cosa muy complicada. Muy buena, sin duda, pero a condición de ser complicada.

      Como solía decir Jacques Maritain: «Las cosas buenas son casi siempre de difícil manejo».

 

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