Carlos Santamaría y su obra escrita
Los partidos polÃticos
El Diario Vasco, 1980-07-13
La Constitución española actual atribuye a los partidos polÃticos funciones de gran importancia para la marcha del Estado. AsÃ, por ejemplo, según el artÃculo sexto de la citada Constitución, corresponde a los partidos polÃticos la «formación y manifestación de la voluntad popular».
Esta manera de interpretar la democracia es lo que los especialistas de la sociologÃa polÃtica llaman un «Estado de partidos».
Notemos que en nuestro tiempo la idea democrática va siempre unida al principio roussoniano de la realización de la «Volonté generale».
Ahora bien, qué cosa sea esta famosa «voluntad general» no es asunto que pueda ser resuelto en pocas palabras.
La cuestión de la formación y expresión de la voluntad popular es precisamente el gran caballo de batalla de todas las democracias modernas. La forma en que se solucione esta cuestión en cada caso condicionará enteramente el carácter y el funcionamiento de la democracia correspondiente.
Es de notar que los actuales «Estados de partidos» difieren mucho de los antiguos sistemas liberales, como el que existió en el Estado español desde fines del siglo pasado hasta 1923. En dichos sistemas se favorecÃa la elección de personalidades más o menos independientes, designadas mayoritariamente, en función principalmente de los caciquismos locales. Una vez que el pueblo depositaba su confianza en ellos, estos «notables» podÃan proceder con gran libertad, asociándose en grupos muy laxos, cuya organización y disciplina no tenÃan comparación posible con la de los actuales partidos polÃticos.
Un sociólogo alemán que ha estudiado el funcionamiento de los partidos ingleses en la época victoriana, dice que en el Parlamento británico existÃan múltiples «grupos fluctuantes» que creÃan tener entre sà diferencias fundamentales, pero que en realidad respondÃan casi exclusivamente a luchas de influencias personales. Las diferencias entre «whigs» y «tories» eran muy relativas, hasta el punto —dice este autor— de que «algunos 'tories' funcionaban como 'whigs' y algunos 'whigs' como 'tories'».
El filósofo Hume veÃa a un «tory» como «un amante de la monarquÃa inglesa, aunque sin renunciar a la libertad» y a un «whig» como «un amante de la libertad, aunque sin renunciar a la monarquÃa inglesa».
Todo esto ha cambiado ahora profundamente en los paÃses democráticos, Max Weber decÃa ya en 1922 que «como consecuencia de la creciente racionalización de la lucha electoral los partidos se han transformado en organizaciones burocráticas fuertemente estructuradas».
De hecho esta tendencia se ha fortalecido aún mucho más desde entonces. Después de la última gran guerra los partidos aparecen en casi todas partes como poderosas organizaciones, sometidas a severa disciplina y dirigidas por pequeñas oligarquÃas internas, en las que los nombres de las personas importantes apenas cambian en el transcurso del tiempo.
De esta suerte, en la mayor parte de los casos, la mecánica parlamentaria queda reducida a una confrontación de posiciones de partidos y a un recuento de votos entre éstos, sin que la opinión personal de cada diputado tenga demasiada importancia, ya que los simples parlamentarios son meros ejecutantes o mandatarios del partido.
Pese a estos inconvenientes y defectos, la fórmula del «Estado de partidos» parece, sin embargo, la menos imperfecta de cuantas existen, al efecto de asegurar de alguna manera —aunque sea relativa— la intervención de la «voluntad general» de los ciudadanos en la cosa pública. Podrá criticarse cuanto se quiera esta fórmula, pero no vemos en el amplio horizonte de la polÃtica mundial ninguna otra que —de hecho— pueda mejorarla en el aspecto antes planteado.
De todo lo dicho se desprende —por otra parte— la gran importancia que tienen los partidos polÃticos para el funcionamiento del Estado.
Quizás no se presta suficiente atención a este tema. Pero es evidente que si en un «Estado de partidos» los partidos polÃticos funcionan mal, el Estado no puede funcionar bien.
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