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Ruta de migas

Carlos Santamara y su obra escrita

 

La estructura política del Estado

 

Iglesia Viva, 71/72 zk., 1977

 

      Para hacer un planteamiento correcto del problema de la estructura del Estado, hay que partir de las realidades «nacionales» que preceden al Estado, le condicionan existencialmente y son la base humana y vital del mismo.

      Estas realidades constituyen lo que, quizás de modo intencionadamente vago e impreciso, se suele llamar «la Nación». ¿Qué es la nación? ¿Dónde puede encontrársela? ¿De qué manera puede ser definida o determinada? Casi nadie se hace estas preguntas, y, sin embargo, son fundamentales antes de ponerse a pensar en el Estado.

      Más aún, se afirma y se repite frecuentemente que la nación sin el Estado es ininteligible; que es pura materia sin forma y que sólo cuando la vida de la nación es asumida por el Estado adquiere forma e inteligibilidad.

      Este modo de ver las cosas explica el hecho de que, siendo prácticamente innumerables los trabajos que se han dedicado a elaborar la teoría del Estado, hay muy pocos estudios serios consagrados a la construcción de lo que pudiera ser una teoría de la nación, considerada ésta en sí misma, es decir, al margen del Estado.

      «No hay verdaderos teóricos de la nación —escribe Robert Lafont[1]—, hay solamente nacionalistas. El pueblo conquista, el ideólogo justifica».

      Y, sin embargo, desde la famosa sesión del 17 de junio de 1789, en la que los diputados del Tercer Estado se constituyen en asamblea «nacional», la nación ocupa, teóricamente, un lugar primordial en la estructura del Estado.

      En todo tiempo y lugar los detentadores del Estado han tenido que justificar de alguna manera el poder coercitivo de éste sobre los ciudadanos. En la monarquía tradicional esta justificación se hacía a través de la figura sagrada del rey. Según esta teoría el rey recibe directamente de Dios el poder de mandar, reprimir, castigar, etc., y lo transmite a su vez al Estado y a los diversos órganos gerenciales del mismo. El poder del Estado, en todas sus formas, tiene así un origen mediatamente divino.

      En cambio, en la teoría revolucionaria francesa el par «Rey-Estado» es sustituido por el par «Nación-Estado», si bien eso que se llama «nación» sigue siendo algo tan nebuloso e indeterminado como pudiera serlo en los tiempos anteriores la investidura sagrada de los monarcas.

      En los Estados modernos se habla constantemente de la nación; teóricamente todo se hace en nombre de ella. Pero esta teoría, en el fondo, es pura teoría, sin repercusión práctica alguna. Los verdaderos centros de decisión están muy lejos del pueblo. De cualquier modo, la compleja realidad nacional es algo anterior y superior al Estado, y que éste no puede legítimamente tratar de destruir ni de absorber.

      Subsumir la nación en el Estado, confundirla con él, es el principio de todo totalitarismo.

      El mal es todavía más grave cuando, como ocurre en el Estado español, la base del Estado es plural, no uniforme ni monolítica, sino constituida por etnias o pueblos distintos, con lenguas y caracteres diferentes, y algunos de ellos, incluso, con plena conciencia y voluntad de identidad.

      En este caso la confusión entre nación y Estado resulta todavía más temible. De ella se derivan en el orden práctico multitud de males y perjuicios para los pueblos que la padecen.

      «La confusión entre la nación y el Estado o la identificación sistemática de ambas cosas ha sido una plaga de la historia moderna» —escribe Jacques Maritain en su obra L'homme et l'État[2].

 

Comunidad nacional y cuerpo político

 

      Para proceder con mayor claridad distinguiremos —como lo hace el propio Maritain— entre comunidad nacional, cuerpo político y Estado. Estas tres cosas son diferentes. Conviene distinguirlas netamente, sin perjuicio de volver a unirlas después para la clara comprensión de la realidad.

      La comunidad nacional es el pueblo o conjunto de pueblos que viven dentro del ámbito territorial del Estado. Esto no significa que la comunidad nacional no pueda ser definida por sí misma, sin recurrir al Estado, ni que sus fronteras naturales se confundan con las del propio Estado. Muchas comunidades nacionales han sido seccionadas en el momento de la formación de los Estados, por causa de intereses económicos o políticos, o ellas mismas se han ido descomponiendo, inclinándose sus partes a distintas áreas estatales hegemónicas.

      Así el pueblo vasco, a pesar de su unidad de lengua, raza, costumbres y tradiciones, vive hoy seccionado entre los Estados español y francés, por una de las fronteras política y geográficamente más acusadas de Europa.

      La existencia de una comunidad nacional se funda en la de un conjunto de raíces comunes de la colectividad, raíces que pudiéramos llamar «naturales» o «bio-culturales»: lenguas, razas, costumbres, apego al territorio, formas primarias de la cultura, etc. Nos parece difícil que tales raíces puedan ser encajadas en una concepción de tipo puramente ideológico o superestructural, o consideradas, como pretenden algunos, como un simple producto de las luchas económicas.

      Así la comunidad tiene raíces. En cambio el Estado se funda en relaciones o nexos que, pese a su enorme importancia en la vida humana, no tienen categoría raigal, es decir, no penetran tan profundamente en el individuo como aquellas raíces.

      Las relaciones que forman el Estado son fundamentalmente ideológicas, jurídicas, políticas; son, pues, superestructurales. Las raíces de la comunidad nacional, en cambio, son etnológicas y antropológicas. La comunidad nacional es un medio generador de un determinado tipo de hombre.

      Notemos, sin embargo, que la relación económica puede actuar en ambos casos. Interviene, sin duda, fundamentalmente en la formación de los Estados, pero puede aparecer también, aunque sea en forma rudimentaria, en la generación de las comunidades nacionales.

      En la medida en que el trabajo es una comunidad de vida y no una mera relación económica, la comunidad de trabajo podría también considerarse en muchos casos como un factor de la comunidad nacional.

      De cualquier manera, hay una diferencia profunda —una diferencia de naturaleza— entre el Estado y la comunidad nacional. La pertenencia al Estado se acepta más o menos voluntariamente por el conjunto de los ciudadanos. En cambio, la pertenencia a la comunidad nacional viene determinada por surcos más profundos y hondamente grabados en los individuos que la forman.

      La comunidad nacional puede inspirar afectos y sentimientos. El Estado, considerado separadamente del pueblo o de los pueblos que lo forman, es incapaz de despertar amor. Tomado en abstracto, el Estado es «el más frío de los monstruos fríos» —como decía Nietzsche.

      Dentro de un Estado pueden existir varias comunidades nacionales, y cabe afirmar, incluso, que entre los Estados europeos éste es el caso más frecuente. «No hay ningún país en Europa —escribía Friedrich Engels, en 1866— que no reúna nacionalidades diferentes bajo el mismo gobierno. [...] Ninguna frontera estatal coincide con las fronteras naturales de la nacionalidad»[3].

      Ahora bien, toda comunidad nacional o plurinacional tiene sus propias estructuras etnológicas y sociológicas. Algunas de estas estructuras son antiquísimas, tienen un origen tribal o prehistórico y se manifiestan en formas de vida que los Estados deben respetar. Muchas veces dentro de los Estados, o al margen de ellos, las nacionalidades siguen manteniendo sus propias formas de existencias, sin que los cambios de estructura del Estado o los cambios de Estados las alteren demasiado profundamente.

      Decir que los Estados tienen que adaptarse en su organización a esa realidad plural es como afirmar que el traje —las estructuras constitucionales— debe adaptarse al cuerpo —la realidad etnológica.

      Cuando en los siglos XVII y XVIII prospera en España la política antifuerista, el famoso obispo de Gerona, Juan Palafox, en su libro Juicio interior de la Monarquía, escribe lo siguiente: «Una de las causas de la decadencia de la monarquía es el afán de uniformar los reinos, aplicando a unos las leyes de otros, que es como trocar los frenos y los bocados de los caballos, porque es necesario que las leyes sean como el vestido, que se acomoda al cuerpo, y no el cuerpo al vestido».

      Pero, además de las comunidades nacionales, hay que tener en cuenta la existencia de lo que algunos suelen llamar el «cuerpo político», el cual no debe confundirse con el Estado, so pena de incurrir en graves deformaciones.

      En toda comunidad aparecen ya formas e instituciones que, en un sentido amplio, podemos llamar políticas, aun antes de la aparición del Estado.

      «No hay comunidad nacional, por primitiva que sea —dice Maritain—, que no tenga ya un principio de organización en múltiples instituciones propias que constituyen lo que se llama el cuerpo político de dicha comunidad».

      Notemos que el cuerpo político no es un producto o una emanación del Estado. El Estado, cuando llega a constituirse, forma parte del cuerpo político como la realidad más perfecta de él, pero no se confunde con la totalidad del cuerpo político ni puede pretender absorber a éste.

      En el centralismo, el Estado desconoce esta diversidad esencial y suplanta al cuerpo político, ignorando por completo la autonomía que se debe a éste.

      Vázquez de Mella condena la «terrible estatolatría contemporánea que tritura todos los demás organismos del cuerpo político»... «No hay una sola persona jurídica, desde el municipio a la región y desde la familia a la universidad, que no tenga que demandar al Estado centralista por una injuria o por un robo»[4].

      La conclusión que se deduce de lo que venimos diciendo es que el problema de la estructura de un Estado no puede ser planteado en abstracto, al margen de la realidad nacional y de las formas políticas primarias que existen en un pueblo o comunidad de pueblos con anterioridad al Estado.

 

¿Estado unitario o Estado federal?

 

      La cuestión que se plantea actualmente, en cuanto a la estructura del Estado español, es la de su carácter unitario o federal. Ambas fórmulas son posibles, y también caben otras intermedias de las que hablaremos luego. Pero es evidente que cada una de estas fórmulas estructurales del Estado conduce a formas de vida política muy distintas.

      Se trata en este asunto de una decisión de gran importancia para el futuro de las comunidades nacionales que constituyen actualmente el Estado español.

      André Hauriou define el Estado unitario y el Estado federal en términos rigurosos, aunque —como es inevitable— queden siempre dudas en el terreno de la aplicación.

      «El Estado unitario es una colectividad estatal no divisible en partes internas que puedan merecer por sí mismas el nombre de Estados».

      En cambio, «el Estado federal es una asociación de Estados que tienen entre sí una relación de derecho interno, es decir, constitucional, mediante la cual se establece un superestado que se superpone a los Estados asociados»[5].

      La ambigüedad de estas definiciones radica evidentemente en el concepto de Estado. ¿Cuándo merece una institución política el nombre de Estado?

      Por ejemplo, las provincias vascas, bajo el régimen foral tradicional, antes de 1839, ¿merecían el nombre de Estados?

      No resulta nada fácil el intentar contestar a esta pregunta con precisión jurídica suficiente.

      De cualquier manera, puede afirmarse que hasta Felipe V el Estado español era un Estado federal, por ser Aragón, Valencia, Cataluña, Portugal y Navarra verdaderos Estados, unidos entre sí por un nexo interno o constitucional, que no era otro sino la autoridad real, y que, en relación con este contexto federal, las provincias vascas vivían su propia vida con gran libertad e independencia.

      Antes de la llegada de los Borbones, el Conde-Duque quiso ya reducir el Estado español a un Estado unitario, alegando que para poder luchar con Francia era necesario constituir una unidad compacta.

      En un manifiesto dirigido al Rey, aconsejaba a Felipe IV en esta forma: «Tenga Vuestra Magestad como el negocio más importante hacerse rey de España, es decir, que no se contente con serlo de Aragón, Portugal, etcétera, sino que trabaje y piense con consejo maduro y secreto por reducir estos reinos de que se compone España, al estilo y ley de Castilla, sin ninguna diferencia».

      Esta línea «secreta» de la política real lleva a los pueblos ibéricos a las fatales consecuencias que todo el mundo conoce: Portugal se separa de España, herido por la política centralista y antiportuguesa de los administradores españoles, representantes del Rey, mientras Cataluña emprende una terrible guerra que durará trece años y llevará al país a una situación de ruina y opresión.

      Tras la guerra de sucesión, Vasconia es la única nacionalidad que conserva sus fueros; pero el poder central verá siempre con malos ojos la existencia de estos «privilegios» que debilitan la unidad del Estado y permanecerá a la espera de cualquier oportunidad para cercenarlos o suprimirlos.

      Esta concepción centralista, ampliamente desarrollada en la época de los Borbones, se intensifica todavía más en las Cortes de Cádiz con la idea jacobina del Estado unitario y centralista, la cual parece imponerse en ellas como un signo de modernidad y de progreso. A juicio de los liberales, la defensa de las regiones históricas iba, en camino, unida a las concepciones políticas más arcaicas y oscurantistas.

      Es cierto que no faltaron en aquel tiempo hombres de prestigio y con ideas nuevas, como Jovellanos, que defendiesen el proyecto de una constitución de tipo regionalista, fundada en el respeto a las formas y constituciones particulares de los antiguos reinos. Pero Jovellanos, que quizá era el único que hubiese podido defender con autoridad y modernidad las ideas antiunitarias, había muerto poco antes de la apertura de las Cortes y, por otra parte, los tradicionalistas, defensores como él de las constituciones regionales, carecían de verdadero prestigio y se hallaban, en aquel momento y en aquel ambiente, lo suficientemente desacreditados como para que sus ideas no tuvieran ninguna posibilidad de éxito.

      Así, se impuso totalmente la línea centralista y unitarista en el planteamiento de la estructura del Estado.

      Hay que decir, sin embargo, que la resistencia no deja de ser tenaz en las nacionalidades, y especialmente en Cataluña. El sentimiento nacional no muere, al contrario, se aviva cuando se ve oprimido.

      Así, en los siglos XIX y XX aparecen en Cataluña numerosas teorías y fórmulas políticas con las que se trata de salvar el conflicto entre el Estado español centralista y la nacionalidad catalana oprimida.

      En su obra sobre las doctrinas de Pi y Margall, Antoni Jutglar recuerda las múltiples direcciones que, en el transcurso del tiempo, fueron apareciendo como vías de solución o de ruptura del problema, citando entre ellas las siguientes denominaciones de muy diverso carácter y trascendencia histórica: provincialismo, mancomunitarismo, regionalismo, comunitarismo, iberismo, foralismo, federalismo y nacionalismo. El nacionalismo viene en postrer lugar porque, en definitiva, es la última consecuencia del centralismo estatificador, completamente ciego a la pluralidad etnológica del Estado español.

      De todas estas fórmulas la que parece haber profundizado más en el problema, tratando de evitar la ruptura, es el federalismo de Pi y Margall. Pero hay que tener en cuenta que este federalismo no fue solamente una fórmula para la estructuración del Estado, sino todo un sistema de filosofía política fundado en las ideas de Pi, que venían a ser las de sus inspiradores Hegel, Feuerbach, Proudhon y Rousseau, sabiamente combinadas entre sí en el espíritu del político catalán.

      Entre estas ideas, la idea del «hombre soberano» es, hablando fundamentalmente, una de las más importantes de la ideología pimargalliana. Feuerbach había escrito: «el único dios del hombre es el hombre mismo», idea que Marx reproduciría más tarde en la Contribución a la crítica de la filosofía del Estado de Hegel, cuajándola en una frase conocida: «El hombre es para el hombre el ser supremo»[6].

      Soberanía del hombre, soberanía de los pueblos. Pero aquí surge un problema: ¿Cómo urdir y entramar una sociedad política de soberanos, es decir, formada por hombres y pueblos soberanos?

      La solución a esta cuestión, como es bien sabido, se encuentra en el «pacto» o «contrato social» de Rousseau.

      La idea del pacto rousseauniano es fundamental para el federalismo de Pi y Margall. En un Estado unitario se puede realizar una descentralización, pero esto no basta para que pueda hablarse de federalismo: sin pacto, sin contrato entre los pueblos, no puede haber verdadero federalismo. El pacto lleva implícita la idea de la personalidad de cada pueblo, y toda personalidad implica cierta forma de soberanía.

      «Incurren, a no dudarlo, en gravísima contradicción los que, diciéndose federales, niegan el pacto. Negar el pacto es sobreponer la autonomía de la nación[7] a las de la provincia y el municipio, cuando a la luz de nuestras doctrinas todo ser humano es igualmente autónomo» —escribe el señor Pi y Margall en el prólogo de la tercera edición de Las Nacionalidades.

      Y poco más adelante concluye: «Fuera del pacto se puede ser descentralizador, no federal; y de ahí que cada día me afirme más y más en el pacto».

      Frente a la postura de los «débiles federales», los cuales hacen consistir el federalismo simplemente en la autonomía, Pi alaba la actitud de los vascos, que afirman la personalidad y los derechos de su pueblo con anterioridad al Estado.

      Las provincias vascongadas raciocinan algo mejor que esos débiles federales. Comprenden que si confiesan deber sus fueros al Estado, conceden al Estado el derecho de quitárselos, y sostienen siempre que se los deben a sí mismas»[8].

      Pero esta alabanza no significa en modo alguno una confirmación de la doctrina en que se funda la actitud de los vascos en defensa de sus fueros en la época de las guerras carlistas.

      El fuerismo parte de supuestos enteramente distintos y aun opuestos de los del federalismo. Este —como hemos dicho antes— se fundamenta en la soberanía humana, «el hombre dios del hombre», idea que más de un apologista cristiano calificará de luciferina. El fuerismo, por el contrario, se asienta sobre unas ideas profundamente religiosas de la vida política. Téngase en cuenta que en el caso del pueblo vasco esta religiosidad se mantiene a lo largo de siglos, desde mucho antes de su cristianización, a través de mitos y ritos sagrados.

      Puede decirse que el fuerismo estaba impregnado de la religiosidad del pueblo: la fidelidad al pasado, el carácter sagrado de la persona del rey, la inviolabilidad de los juramentos sobre los cuales se establece el señorío de éste sobre los vascos, etcétera, son las bases de naturaleza ética y religiosa sobre la que se asentaba la doctrina foral. El rey es el primer garante de las libertades vascas y, en nombre de Dios, único principio de toda autoridad y de toda libertad sobre la tierra.

      Es evidente que el actual neofuerismo no puede apoyarse en un sistema de convicciones religioso-políticas que ya no tienen vigencia en el mundo de hoy. Transportado al mundo jurídico positivista del Estado moderno, ese modo de ver las cosas no tiene ya la misma fuerza que en otros tiempos, pero conserva aún cierta grandeza frente a la incoherencia actual y el convencionalismo ideológico de las teorías modernas del Estado.

 

La alternativa actual

 

      En el momento actual, después de cuarenta años de una política lamentable que ha intentado ahogar y destruir definitivamente la vida de las nacionalidades, la nueva monarquía va a afrontar el problema por medio de fórmulas constitucionales más abiertas y más realistas que las del pasado.

      La solución que ahora ofrece el gobierno no es el federalismo; pero tampoco consiste en una simple regionalización administrativa que intente desconocer una vez más la personalidad de los pueblos que integran el Estado español.

      Durante los últimos años del franquismo se habían barajado proyectos de regionalización que eran la negación misma de estas personalidades. Se fundaban estos planes en divisiones territoriales completamente arbitrarias, fundadas exclusivamente en motivos económicos y de desarrollo; de acuerdo con estos principios las regiones históricas eran caprichosamente desmembradas y reunidas luego sus partes como las piezas de un rompecabezas.

      Ahora el Gobierno trata de reconocer lo que pudiéramos llamar —si nuestra interpretación no está equivocada— «un sistema solidario de autonomías regionales». Esta idea es, indudablemente, un paso adelante en relación con el viejo unitarismo jacobino que se ha venido padeciendo en España desde hace siglos.

      «El Gobierno defenderá, frente a la idea del Estado federal, la de un Estado unitario con amplias autonomías regionales» —dijo el Ministro para las Regiones, señor Clavero, en unas declaraciones publicadas a primeros de octubre.

      Ahora bien, algunos se preguntan, o pueden preguntarse, si un «Estado unitario con amplias autonomías regionales» no es una contradictio in terminis.

      No creemos —sin embargo— que exista semejante contradicción. La idea de Estado unitario, como opuesta a la del Estado federal, es decir, tal como la hemos definido antes, admite, sin duda, una gran variedad de posibilidades, pero no es, en sí misma, incompatible con la existencia, dentro del Estado, de regiones con poderes efectivos, dotadas incluso de parcelas de la soberanía estatal, con tal de que tales regiones no tengan el pleno carácter de verdaderos Estados soberanos[9]; la idea de las autonomías no está, pues, reñida con la del Estado unitario. Con lo que sí lo está, ciertamente, es con la centralización del Estado y, más aún, con la del centralismo estatal.

      Centralización y centralismo del Estado son dos cosas diferentes y que conviene distinguir netamente.

      La centralización es un hecho político que podrá depender en cada momento de las medidas administrativas sobre la distribución de los centros de decisión y funcionamiento a los distintos niveles.

      El centralismo, en cambio, es una ideología, empleada esta palabra en el sentido fuerte que se le da modernamente, como, por ejemplo, en la crítica marxista de la sociedad de clases.

      En el centralismo el Estado es la única fuente de poder, el centro último de decisión en todos los órdenes. Cualquier otra institución pública no será sino simple delegación del Estado. Así, el municipio, la provincia, la universidad, etc., serán departamentos o delegaciones de la administración estatal, regidos con minuciosidad por los órganos centrales del Estado y sometidos en todo a la voluntad de éste.

      El centralismo viene siendo criticado desde hace muchos años; pero, a pesar de ello, no ha hecho sino progresar y anclarse cada vez más fuertemente en el concepto de los ciudadanos, dominados por la ideología centralista.

      El regionalista Vázquez de Mella condenaba duramente hace tres cuartos de siglo los abusos de poder del Estado y la ideología centralista con que se ha pretendido justificarlos.

      Así, dice Vázquez de Mella: «Por medio de las leyes municipal y provincial, legisla el Estado sobre los municipios: los suprime y los separa a su antojo, extiende o reduce sus límites; en una palabra, los crea, como Dios creó del caos todas las cosas»[10].

      Una ideología nunca se explicita como tal, ni se justifica a sí misma. Como decía Marx en la Ideología Alemana[11], «las ideologías no tienen historia», es decir, su historia está fuera de ellas mismas. Una ideología nunca es autointeligible. No tiene por qué razonarse a sí misma. Simplemente «está ahí», en la sociedad a la que afecta, y desgraciado el desdichado que se atreva a contradecirla.

      En el centralismo todo el mundo acepta el poder exclusivo del Estado como la cosa más sabida y natural del mundo. Que el Ministro de la Gobernación pueda nombrar o deponer a su antojo a un alcalde, o que el Ministro de Instrucción haga lo mismo con un rector de Universidad, sin tener en cuenta en ningún momento la parcela de soberanía que corresponde a un municipio o a una Universidad, es cosa que nadie discute, ni se le pasa por la cabeza el hacerlo, porque la ideología centralista impone estas ideas como axiomas tácitos, postulados indemostrables e indiscutibles.

      Durante muchos años el centralismo ha sido una especie de mentalidad nuclear del españolismo, y puede afirmarse que ha impregnado o envenenado toda la vida política española.

      Por eso la idea de Estado federal y/o la idea de las autonomías ni siquiera les entran en la cabeza a muchos. Defender el federalismo y las autonomías es para ellos un crimen de lesa patria y un ataque descarado a la unidad del Estado.

      Todo esto no es sino consecuencia de la ideología centralista, imperante durante siglos. Para corregir esta deformación no bastará con descentralizar las cosas. Habrá que descentralizar también las mentes. Y puede ser que lo segundo resulte aún más difícil que lo primero.

 

Estado unitario con autonomías

 

      La fórmula que actualmente presenta el Gobierno como solución al problema de las nacionalidades y regiones dentro del contexto español es la de un «Estado unitario con autonomías».

      El significado de esta expresión va unido, indudablemente, al que se atribuya a la palabra «autonomía», la cual puede ser entendida según modos y grados muy diversos.

      En mi concepto la idea de autonomía consiste fundamentalmente en el reconocimiento de la personalidad de un pueblo. Todo lo que no sea esto puede llevar a una falsificación o una trivialización más o menos folklórica del concepto autonómico.

      Tal parece ser asimismo la idea del Gobierno, expresada por su Ministro para las Regiones, señor Clavero Arévalo, quien en unas declaraciones formuladas el 30 de septiembre del corriente año de 1977, decía lo siguiente: «El Gobierno entiende como autonomía el reconocimiento de las personalidades de un pueblo. El reconocimiento de las instituciones que ese pueblo quiera tener o haya tenido en la Historia».

      Creo que en esa línea muchos vascos podríamos ir de acuerdo, y encontrar una satisfacción bastante amplia a nuestras propias aspiraciones, siempre —claro está— que la expresión «reconocimiento de la personalidad» sea, a su vez, interpretada en su pleno y verdadero sentido, que, en definitiva, viene determinado por el de la palabra persona.

      Ser persona es, como solían decir los escolásticos, «existir por sí mismo» y no como mera parte de otra cosa: existir per se y no per alliud. Ser persona es ser «causa de sus propios actos». No hay propiamente acto personal que no sea el resultado de una libertad.

      Si se mira a la región como una simple parte del Estado, o como un territorio de la administración estatal, no hay en esto ningún reconocimiento de personalidad.

      El reconocimiento de la personalidad implica siempre el de cierto grado, mayor o menor, de soberanía, es decir, de libertad o independencia; y si éste no es reconocido a un pueblo no hay ahí genuina autonomía.

      Partiendo de estos principios se puede ir muy lejos en el reconocimiento de la personalidad de los pueblos dentro de un Estado e incluso dentro de un Estado unitario.

      Ahora bien, entiendo que reconocer la personalidad de un pueblo es lo mismo que reconocerlo como nacionalidad, porque para mí la «nacionalidad» no es otra cosa que la «personalidad» de un pueblo.

      Dicho sea en términos de proporción matemática: la idea de persona es al individuo humano lo que la idea de nacionalidad es a una etnia o pueblo. Hay entre estos dos conceptos un evidente paralelismo. Los regímenes que tratan a los ciudadanos como meros individuos —no como personas libres— practican el mismo género de injusticia al tratar a los pueblos como entes administrativos sin personalidad autonómica propia.

      Estos dos tipos de errores van muchas veces juntos, y así lo hemos visto en España durante todos estos años en que se ha gobernado de espaldas a la libertad de los hombres y al mismo tiempo que a la libertad de los pueblos.

      Nacionalidad es, pues, la personalidad de un pueblo. Sustantivamente hablando, nacionalidad es un pueblo con personalidad, es decir, un pueblo con conciencia de identidad; con capacidad para ser «él mismo», y que presenta ante los demás pueblos una exigencia de libertad. Unidos estos datos subjetivos a los caracteres objetivos de lengua, cultura, etcétera, queda completa la idea de nacionalidad.

      Un Estado con autonomías será, por tanto, un Estado en el que se reconoce la existencia de regiones con personalidad propia o —dicho sea con mayor claridad— la existencia de nacionalidades dentro del Estado.

      Podrá pensarse que en este caso ya no se trata de un Estado unitario, sino de un Estado federal. Pero habría en esto una confusión, pues las nacionalidades no son Estados. Un Estado plurinacional no tiene por qué ser necesariamente un Estado federal, aunque, en general, ésta sería la forma que mejor pudiera convenirle.

      Creo —en efecto— que a España le convendría más la forma de Estado federal. Pero no niego que la fórmula que ahora se nos ofrece, a condición de que sea aplicada con entera lealtad, puede dar algunos resultados útiles.

      Si el regionalismo fuese entendido de la manera que hemos explicado, es decir, como reconocimiento de las nacionalidades, tendrían razón quienes piensan que la diferencia entre la fórmula regionalista y la fórmula federalista puede ser en la práctica muy pequeña.

      Así lo ha dicho también el propio Ministro para las Regiones, al afirmar que «la diferencia entre federalismo y autonomía es mera cuestión semántica». Y, concordantes con estas autorizadas manifestaciones, han sido también las de un parlamentario de la mayoría, don Miguel Herrero de Miñón, al decir que «la diferencia entre federalismo y regionalismo es una simple cuestión retórica».

      De acuerdo. Pero quizá hubiese sido más claro que, aun arrostrando el peligro de asustar a los poderes fácticos, se hubiese llamado a las cosas por sus nombres, utilizando el término nacionalidades junto al de regiones para distinguir a los pueblos que tienen problemas de lengua y de personalidad cultural, de los que, en el interior del Estado español, se hallan, bajo este aspecto, enteramente a su gusto y no plantean sino problemas económicos o de descentralización administrativa. nacionalidades o regiones son dos casos distintos y solamente quienes no han vivido en su propia carne esta clase de problemas son incapaces de distinguir una cosa de la otra.

      Por tanto, hubiese sido más claro y más eficaz reconocer desde un principio la existencia de pueblos con problema de personalidad nacional dentro del Estado, sin que esto significase la ruptura con el principio de la solidaridad.

      Pero se hace muy difícil hacer entender estas cosas a la gente cuando se ha vivido durante tanto tiempo bajo el influjo de una ideología centralista.

 

Nacionalismo e independentismo

 

      Robert Lafont, en su notable obra Sur la France, plantea con gran claridad el problema de las nacionalidades dentro del Estado. Su distinción entre «nación primaria» y «nación secundaria» arroja mucha luz sobre los problemas de un Estado plurinacional.

      Para mí una gran parte de la dificultad de comprensión de este problema proviene, aunque parezca mentira, de la terminología. Téngase en cuenta, sin embargo, que en la mayor parte de los casos las cuestiones terminológicas no son cuestiones «inocentes», es decir, meramente técnicas. Por el contrario, las luchas semánticas son, casi siempre, un reflejo o un fenómeno complementario de las luchas ideológicas.

      Una ideología naciente empieza por apoderarse del lenguaje, volviéndolo a su favor y haciendo que algunas palabras claves vengan a significar precisamente lo contrario de lo que antes significaban.

      Así ha ocurrido con la palabra «nación». Esta palabra tenía en otros tiempos un significado etnológico indiscutido. Así, cuando Cervantes habla de un caballero de «nación vizcaína», esto no extraña a nadie, ni produce problemas: el hecho etnológico era admitido con toda naturalidad, precisamente porque a la nación primaria no le había salido todavía ese terrible competidor que es el Estado centralista jacobino.

      La ideología burguesa revolucionaria del siglo XVIII se apodera de la palabra «nación» para incluirla en su sistema político de la «voluntad nacional» como base teórica del Estado centralista. Sieyès, encargado de establecer las bases de la asamblea general de los tres Estados, es decir, de lo que se llamará la «asamblea nacional», funda los poderes de ésta en la «voluntad nacional» —primer mito— y ubica estos poderes en la representación «una e indivisible» de los diputados elegidos por el «pueblo».

      De ahí para adelante va surgiendo la nueva nación: la nación ideológica, que no es la expresión de una realidad etnológica previa, sino una construcción «artificial», impuesta por medios artificiales, como lo son la escuela, la lengua oficial, la administración centralista, etcétera.

      El imperialismo de la nación ideológica —la nación política— sobre las nacionalidades se desarrollará ampliamente, destrozando lenguas, tradiciones, libertades locales, etcétera para hacer de la nación el Estado soberano «uno e indivisible», es decir, el Estado centralista.

      Corresponde a Renan una clarificación más precisa de esta idea de la nación ideológica. En su conferencia del 11 de marzo de 1882, Renan establece su famosa teoría del plebiscito: no son los lazos etnológicos, de lengua, sangre, costumbres, tradiciones, historia, etcétera, los que hacen a la nación, sino la voluntad general de vivir y de hacer cosas juntos, la cual se expresa precisamente en el plebiscito cotidiano. Esa población que acepta el marco del Estado, y dentro de él continúa trabajando, comerciando, negociando, creando cosas e ideas, educándose, formándose cívica y militarmente, haciendo la paz y la guerra juntos, en el respeto común a las leyes del Estado y sin distinción de regiones u orígenes étnicos..., ésta es la nación ideológica que propugnaba Renan.

      Evidentemente esta nación ideológica es una cosa o un hecho nuevo que no puede ser confundido con ninguna de las naciones primarias que le preceden.

      Así, en el caso de España, querer confundir a la nación española —nación ideológica— con la nación castellana —nación primaria— puede confundir a confusiones graves.

      La lucha entre la nación ideológica y las naciones primarias llega a extremos terribles que casi nadie sospecha, porque todo ello va mezclado bajo la envoltura del nuevo patriotismo, o patriotismo jacobino.

      Así, por ejemplo, el caso de un ministro de educación francés que declaró hace pocos años que «una de las principales misiones de la escuela nacional en Bretaña es lograr la desaparición del bretón» es terriblemente sintomático[12] o ejemplar, y junto a él podrían citarse muchísimos más.

      En oposición a esta idea absorbente del Estado-nación, es posible y necesario sostener hoy la idea del Estado esencialmente regionalista.

      Es ésta la única manera de compensar el enorme desequilibrio que se ha creado en muchos Estados modernos a causa de la ideología centralista dominante.

      Esta repristinización de la idea del Estado tiene cierta afinidad con las preocupaciones ecológicas de la hora presente. Exagerando un poco podría decirse que el Estado centralista es un enemigo de la naturaleza.

      Partir, para la estructuración del Estado, del reconocimiento de la existencia de unas «regiones con personalidad», es decir, en nuestra terminología, de unas nacionalidades, es la única manera de lograr un Estado más «sano» que el que actualmente conocemos.

      Ahora bien, ¿qué ocurrirá si se procede de esta manera? ¿No se abrirá así la puerta a las fuerzas que pretenden destruir el Estado?

      Para responder a esta pregunta tengamos en cuenta que la clave de un Estado plurinacional no debe ser la fuerza, la asimilación forzada de las minorías, el imperialismo cultural de una «nación ideológica» que suplante a unas «nacionalidades primarias». No debe ser la solidaridad a la fuerza, sino la fuerza de la solidaridad.

      ¿Qué ocurre cuando se niega el hecho real de las nacionalidades y se quiere imponer el centralismo?

      Las nacionalidades oprimidas pueden morir, como ha ocurrido en muchos casos, y entonces ya no hay más que hablar. Pero no parece que éste puede ser el caso de las nacionalidades ibéricas.

      Portugal es la única nacionalidad que ha resuelto su problema frente al centralismo; pero no puede asegurarse que lo haya resuelto bien ni que la fórmula de un Estado separado haya sido la mejor ni la más eficaz para la felicidad y el progreso del pueblo portugués.

      Es evidente que, si las cosas hubieran continuado por el camino en que iban bajo el reinado de Felipe IV, Portugal habría perdido su lengua y su personalidad y se encontraría hoy metido en la misma batalla que los autonomistas gallegos tienen que librar para salvar a su pueblo de la total destrucción.

      Pero si el centralismo no hubiera dominado la política de entones y si se hubiera practicado desde mucho antes una política favorable a los pueblos, si hubiera cuajado un auténtico federalismo avant la lettre, puede que las cosas hubiesen ido mejor para todos.

      Está claro que en el caso de España y de la península ibérica las nacionalidades no han muerto, ni hay indicio alguno de que estén en trance de desaparecer.

      Ahora bien, cuando las nacionalidades no mueren, cuando tienen fuerza suficiente para poder no sólo pervivir, sino para rebelarse contra la opresión estatal, frente a esta opresión surge inevitablemente el nacionalismo defensivo de las nacionalidades primarias.

      Simplificando mucho las cosas y prescindiendo por ahora de las situaciones históricas, económicas, políticas, etcétera, dentro de las cuales han surgido en España los nacionalismos catalán, vasco y gallego, el fondo del problema está en esa lucha entre la nación ideológica o superestructural que trata de imponerse y las nacionalidades que se defienden contra ella.

      Se equivocan, a mi juicio, quienes pretenden reducir la explicación de la historia a las luchas económicas, es decir, a la lucha de clases. En particular creo que se equivocan algunas al tratar de explicar la lucha de las nacionalidades como una secuela o un subproducto de la lucha de clases. Para mí, estas dos luchas son esencialmente distintas y hay necesariamente que distinguirlas, si se quiere interpretar correctamente los hechos.

      Esto no significa que ambos fenómenos sean completamente independientes entre sí. Los efectos de estas dos luchas pueden superponerse y, en ese caso, darán lugar a mareas históricas mucho más fuertes, como ocurre con las mareas vivas al conjugarse la acción del sol y de la luna. El episodio, todavía vivo del Vietnam es un ejemplo claro de esta superposición. Cabe preguntarse cuál de las dos fuerzas es la que ha influido más en esa epopeya guerrera, si los sentimientos nacionalistas del pueblo vietnamita frente a la ocupación extranjera o las ideas marxistas de lucha proletaria contra la opresión económica.

      Al llegar a este punto, explicados de esta manera los nacionalismos como reacción de las nacionalidades frente a la nación ideológica, se plantea la cuestión de saber si el independentismo es la única salida de los mismos, es decir, si la postura independentista es o no una consecuencia ineluctable de la postura nacionalista.

      En el fondo, el argumento clásico de los independentistas es un silogismo en DARII, en el cual la proposición mayor la constituye el principio de las nacionalidades, y la menor, la afirmación concreta de una nacionalidad.

      Tácita o expresa, la argumentación es, pues, la siguiente: toda nacionalidad tiene derecho a constituirse en Estado independiente; Euzkadi es una nacionalidad; luego Euzkadi tiene derecho a constituirse en Estado independiente.

      Esta argumentación tiene varios defectos. El principal radica, a mi juicio, en la proposición mayor, es decir, en el principio de las nacionalidades.

 

El principio de las nacionalidades

 

      El punto más discutible —el punto flaco— del argumento independentista que acabamos de enunciar es, en efecto, la afirmación de que «toda nacionalidad tiene derecho a constituirse en Estado independiente». Creo que esta afirmación hay que profundizarla y matizarla. Observemos, por de pronto, que dicho principio, de origen dudoso, como veremos, no partió de las nacionalidades oprimidas, es decir, no fueron éstas las que lo inventaron, sino alguno o algunos de los Estados imperialistas que en la Europa del siglo XIX trataban de manejar las divisiones étnicas en favor de su propia política de dominación.

      En general se atribuye al principio de las nacionalidades un origen bonapartista. El verdadero inventor de la idea sería Napoleón Bonaparte y correspondería al sobrino de éste, Napoleón III, el mérito de haber llevado a la práctica dicha doctrina no para favorecer a los pequeños pueblos, ciertamente, sino para crear problemas a Rusia y, por otra parte, para desbaratar el imperio austriaco.

      Napoleón III fomenta la vocación nacionalista de Italia y de los pueblos eslavos de Centro-Europa y de los Balkanes, como un arma poderosa en su lucha contra Austria. Favorece también los anhelos polacos tratando de debilitar y contener al coloso ruso, enemigo tradicional de los regímenes bonapartistas.

      Sin embargo, Engels, en su artículo sobre la cuestión polaca, pone en duda el origen bonapartista del principio de las nacionalidades, y afirma que la invención debe ser atribuida a Rusia[13]. La teoría de Engels difiere radicalmente de la anterior que acabamos de exponer. «El principio de las nacionalidades —escribe Engels—, lejos de ser un invento bonapartista, favorable a la resurrección de Polonia, no es más que un invento ruso concebido para destruirla con el pretexto de las nacionalidades. La idea tiene más de un siglo de antigüedad y Rusia la utilizó cotidianamente».

      El paneslavismo —prosigue Engels— «no es sino la aplicación de las nacionalidades por Rusia en su propio interés a servios, croatas, rutenos, eslovacos, checos, etc.».

      Toda esta «basura de pueblos reaccionarios» está manejada por la Rusia zarista para realizar su política imperialista. Incluso en Laponia, Rusia suscita las pretensiones nacionalistas para mejor dominar a los países escandinavos. Así —dice Engels con sarcasmo— «el grito de los lapones oprimidos resuena demasiado fuertemente en los periódicos rusos».

      Vemos, pues, que los orígenes del principio de las nacionalidades son muy turbios y que los inventores de esta política estaban muy lejos de desear la felicidad de los pueblos minoritarios.

      En realidad, el principio de las nacionalidades nunca fue aplicado de un modo leal. Al terminar la guerra del catorce sirvió para desmembrar a Austria-Hungría, pero sus consecuencias sólo fueron llevadas hasta el punto que interesaba a la política aliada. Así quedaron pendientes muchos problemas nacionales en Europa, como los de los croatas, sudetes, tiroleses, etc., que, por lo que fuera, no les interesaban a los Estados vencedores.

      Tampoco en la descolonización posterior a la última guerra se ha pensado en aplicar ese principio. En África, al constituirse los nuevos Estados, no se tuvieron en cuenta las nacionalidades —lo cual hubiera sido, en realidad, imposible, dado el número incontable de divisiones raciales y lingüísticas en ese continente—, sino las divisiones fronterizas introducidas artificialmente por los Estados colonizadores.

      Actualmente es corriente utilizar dicho principio bajo una nueva forma que se denomina «el derecho de autodeterminación de las nacionalidades», pero no hay una diferencia esencial entre ambos principios.

      Es Lenin quien, frente a la tesis de la autonomía cultural defendida por Rosa Luxemburgo y otros, afirmó más claramente el derecho a la autodeterminación de los pueblos como «derecho a la existencia estatal separada» de las nacionalidades que viven en el interior del Estado ruso.

      De acuerdo con esta interpretación, el derecho de autodeterminación no es sino una explicación inmediata del principio de las nacionalidades y las críticas que se dirigen a éste serían igualmente aplicables a aquél.

      Ortega y Gasset dice que el principio de las nacionalidades —«extravagante idea del siglo XIX»— «lleva a consecuencias injustas». De hecho ha sido así en muchos casos, y ello proviene, a nuestro juicio, de que no ha sido aplicado rectamente, con respeto a las verdaderas nacionalidades.

      Buena prueba de ello es lo que está ocurriendo en el continente africano, donde algunos de los nuevos Estados oprimen sistemáticamente a sus minorías nacionales. De la misma manera, la formación de Yugoslavia sirvió para dejar a los croatas sometidos a sus enemigos tradicionales, y etcétera.

      Vemos, pues, que la cosa es mucho más complicada de lo que una aplicación automática y simplista del principio de las nacionalidades, o de su equivalente, el derecho a la autodeterminación de los pueblos, pudiera hacer creer.

      El argumento principal del P. Delos es precisamente éste: «El principio de las nacionalidades es falsamente simplificador: no se pasa automáticamente de la nación al Estado»[14].

      La crítica de Jacques Maritain se aproxima a la de Delos, cosa no extraña, dada la común hechura de ambos espíritus. Maritain afirma que el principio de las nacionalidades «desfigura al Estado a la vez que a la nación»[15].

      Y es cierto que la confusión de ambas ideas envenena este asunto por completo, e impide que se puedan abrir paso las soluciones que pudiéramos llamar —quizás haya que pedir perdón por el uso de esta expresión— «razonables».

      La opinión de Pi y Margall sobre esta cuestión tiene para nosotros un interés particular. Contra lo que pueda suponerse, la obra de Pi y Margall Las Nacionalidades no fue escrita para afirmar este principio, sino más bien para contradecirlo. Así lo dice agudamente J.A. Maravall: «Las Nacionalidades fue un libro escrito no para favorecer, sino para oponerse, al que Pi considera amenazador y disolvente principio de las nacionalidades»[16].

      Pi y Margall dice que él es partidario de que, en vez de agitar el mundo para reconstituir naciones, se trabaje por unir a éstas, restituyendo la autonomía a los grupos que antes la tuvieron; «pero dejándolos unidos a los actuales centros para la defensa y el amparo de sus intereses comunes».

      Así pues, al enunciado de la autodeterminación de las nacionalidades —que aplicado al pie de la letra llevaría a Europa a un evidente caos político en el que nadie piensa— habría que oponer otro enunciado más dialéctico.

      Habría que enunciar el principio de las nacionalidades de un modo nuevo más flexible y más conforme con las exigencias del nuevo orden internacional, dentro de un nuevo horizonte supranacional de la historia. El mundo no puede seguir viviendo la pesadilla de los Estados soberanos, unos e indivisibles.

      Los derechos de las nacionalidades a su libertad y desarrollo no son sino una prolongación de los derechos del hombre, y como tales deben ser proclamados de forma inconfundible. Ahora bien, al mismo tiempo que esos derechos, debe proclamarse también el principio de la solidaridad entre los pueblos. La solución —prácticamente imposible— de constituir un Estado soberano con cada nacionalidad no sólo no está de acuerdo con este principio, sino que lo contradice.

      Dentro de un Estado toda nacionalidad tiene derecho al grado de independencia y autogobierno que su propia situación de desarrollo exija. Toda nacionalidad tiene derecho a vivir y desarrollarse dentro del Estado, adecuándose si es preciso a formas federales y, en el caso de que este marco sea insuficiente, dentro de comunidades más amplias que los Estados y que estos mismos deben ayudar a construir, bajo nuevas formas, de tipo supranacional.

      Las sociedades políticas no han tenido siempre la misma forma ni seguirán revistiendo tampoco en el futuro las que actualmente tienen. Desde la ciudad griega hasta el Estado moderno ha habido muchas maneras distintas de concebir la estructuración del Estado. Nada nos obliga a creer que en el futuro no siga ocurriendo lo mismo. Demuestra cierta falta de imaginación el pensar que las comunidades internacionales deban necesariamente encaminarse hacia la forma de Estados, Estados enormes o Estados gigantes.

      Por el contrario, las comunidades deberán evolucionar hacia formas nuevas de la vida política que no serán ya ni la de la tribu, ni la de la ciudad helénica, ni la del imperio, ni la de los pequeños Estados medievales, ni la de los fundados sobre el modelo del Estado moderno jacobino. Hay que suponer que, impelidos por la necesidad, los dirigentes de los pueblos serán capaces de inventar formas políticas originales más conformes con un auténtico internacionalismo en correspondencia con el actual desarrollo de la técnica. En el momento presente el Estado moderno, el Estado soberano, uno e indivisible, tal como lo concibieron los revolucionarios franceses, está sufriendo precisamente una dobles crisis.

      Ese tipo de Estado muestra su incapacidad en los dos frentes: por una parte frente a las exigencias de supranacionalidad del mundo moderno, y por otra, frente a las exigencias de diversidad de las nacionalidades, que hoy en día presentan, cada vez más activamente y con mayor exigencia, sus reivindicaciones.

      Nos encontramos, ciertamente, ante un contexto nuevo, en el cual la idea jacobina del Estado aparece como anticuada e inservible.

      Un gran número de problemas de la hora presente tienen un carácter supranacional y no pueden ser resueltos en el marco interior de cada Estado. La explotación de las riquezas materiales del mundo, el descubrimiento de nuevas fuerzas energéticas, el problema de la salud, el problema ecológico, el despilfarro de los armamentos, la amenaza de la guerra nuclear, etc., no son problemas que puedan ser resueltos por medio de tratados internacionales entre Estados soberanos. Requiere que éstos salgan del orgulloso aislamiento que les imponen sus soberanías y transfieran parte de su poder a órganos supranacionales de estructura todavía imprevisible.

      Por otra parte, el desarrollo económico de los pueblos ha dado lugar a que éstos se encuentren en condiciones de sentir más vivamente su personalidad frente a la opresión de los Estados centralistas. Regionalismos y nacionalismos aparecen por todas partes, y este movimiento sorprendente, que parece haber surgido por generación espontánea en todos los continentes, no es sino la expresión de la lucha que el hombre de hoy se ve obligado a mantener contra las inmensas máquinas que le oprimen, precisamente para salvar su personalidad del aplastamiento de la civilización técnica.

      Así el progreso técnico está en el origen de estas dos corrientes que parecen contradictorias entre sí: el movimiento de supranacionalización, que exige la creación de entes políticos cada vez más extensos, y el movimiento de defensa de la personalidad de los pueblos, que exige la construcción de poderes políticos efectivos de ámbito cada vez más pequeño.

      Supranacionalización y regionalización son las dos exigencias, dialécticamente conjugadas, que presenta a los Estados el momento actual. El actual orden internacional o inter-estatista se parece a una dantesca partida de billar, en la que las bolas, tan duras e impenetrables hacia dentro como hacia fuera, se entrechocan constantemente en incesantes conflictos.

      Los defensores del Estado jacobino se empeñan en no ver este estado de cosas y quieren luchar a ultranza contra ambas corrientes. Así, Michel Debré, que es un ejemplo típico de nacionalismos jacobino, acaba de publicar un artículo en el que se denuncia su total incomprensión hacia el doble problema de que hablamos[17]. En este artículo, Debré se opone simultáneamente a los partidarios de una Europa con poderes supranacionales y a los rebeldes corsos, occitanos, bretones, etc., que, según Debré, quieren destruir a Francia. Contra unos y contra otros, Debré defiende a la nación ideológica, la nación jacobina de la soberanía indivisible e intransferible, con el mismo celo con que pudieran hacerlo Sieyès o Robespierre, como si nada hubiera ocurrido en el mundo desde entonces.

      Y lo mismo que decimos de Debré podría decirse de los independentistas que quieren destruir el Estado jacobino para construir a su vez un nuevo Estado jacobino, aunque más pequeño.

      Ser independentista en el sentido pleno de la palabra es hoy un contrasentido histórico. Ningún Estado es hoy propiamente independiente. La suerte de los más grandes está ligada a la de los más pequeños, y muchos de aquéllos se han visto obligados a claudicar ante algunos de éstos. Ya no se arreglan las cosas con enviar una escuadra a un Dakar cualquiera.

      La solidaridad internacional es hoy un hecho que se impone a todos los pueblos grandes y chicos y que ha de ir avanzando por exigencias de un imperativo histórico: la civilización técnica que reduce cada vez más las dimensiones espacio-temporales del planeta.

 

Conclusiones

 

      Desde un principio hemos afirmado que la estructura de un Estado debe adaptarse a la estructura de la nación. Ambas estructuras son diferentes y conviene no olvidar en ningún momento esta distinción esencial. La estructura del Estado es política, ideológica o superestructural, mientras que la estructura de la nación es etnológica, o bio-cultural. La dimensión económica, según el aspecto que se tome de ella, puede pertenecer, tanto al orden estatal, como al orden nacional.

      Hemos visto también el peligro que ofrece la confusión de la nación ideológica —que se confunde con el Estado o es un producto de éste— con la nación primaria, cuyo origen se encuentra en ciertas raíces profundas del vivir humano colectivo.

      Afirmando la existencia de la nación ideológica y negando la de la nación primaria se llega a una «artificialización» opresora de la sociedad política, gravemente perjudicial para los hombres y para los pueblos. Desaparecen las auténticas comunidades y son sustituidas por colectividades más o menos artificialmente organizadas.

      Si partiendo de estas ideas examinamos el caso español, es decir, el de esa comunidad de pueblos que integran el Estado español, afirmaremos que la diversidad etnológica, la diversidad de pueblos, lenguas, caracteres, culturas, etc., que conviven dentro del Estado español constituye un hecho evidente, el cual no puede ser negado sin volverse de espaldas a la realidad. Afirmaremos también que, para estructurar o reestructurar el Estado, hay que partir de ese hecho, y que sólo así puede hacerse obra duradera.

      El federalismo, es decir, la pretensión de dar al Estado español una estructura federal, es una fórmula posible. El resultado de ella sería un «Estado de Estados».

      La afirmación sociológica de que España es «una nación de naciones» o «un pueblo de pueblos» no pertenece a la ciencia política, sino a la sociología de las nacionalidades.

      Los que incurren en la confusión antes citada entre la nación ideológica y su base etnológica, no pueden percibir la diferencia de naturaleza entre las dos fórmulas: «Estado de Estados» y «nación de naciones».

      Este segundo concepto es el que defienden pensadores como Pedro Bosch-Gimpera y Anselmo Carretero.

      La raíz del problema no está en lo político, sino en lo etnológico.

      «Concebir a España, como lo hace Anselmo Carretero, como una comunidad de pueblos, aplicar sin temor a esos pueblos el calificativo de nacionalidades, no hacer del concepto de nacionalidad una idea exclusivamente política y simple, llegar a la supernacionalidad [...] en la que caben todas las nacionalidades [...] que los ensayos de unificación española no han podido destruir [...], es llegar a la raíz del problema» —escribe Bosch-Gimpera[18].

      La expresión «comunidad de pueblos» tiene en este caso una enorme importancia y un significado especial.

      Entre lo que será la comunidad europea y lo que etnológicamente es la comunidad de los pueblos ibéricos hay, en efecto, una notable diferencia.

      Los Estados europeos buscan una unidad económica que, sin duda, ha de tener consecuencias políticas y culturales que irán desarrollándose con el tiempo.

      Las relaciones existentes entre las nacionalidades del Estado español son mucho más profundas que esto. Las conexiones demográficas, económicas y culturales entre esos pueblos, por otra parte tan distintos, han establecido entre ellos una vida común a la que no se puede renunciar. La solidaridad entre esos pueblos no es ya sólo una exigencia de la justicia, sino una necesidad práctica que nadie puede poner en duda, so pena de caer en el utopismo. Esos pueblos «necesitan» vivir juntos manteniéndose, sin embargo, la personalidad y la independencia de cada uno de ellos en muchos aspectos importantes.

      Esta necesidad es lo que yo llamaría «simbiosis», entendiendo por simbiosis, no una realidad artificial, puramente ideológica, sino un fenómeno bio-sociológico que afecta a los cimientos del edificio del Estado.

      Así, en la expresión «comunidad de pueblos» que emplea Anselmo Carretero, el concepto de «comunidad» tiene un sentido fuerte y que debe ser entendido como tal.

      De la misma manera, en la frase «nación de naciones», que utiliza Bosch-Gimpera, puede y debe verse una diferencia de matiz entre los términos que la componen. La «nación de naciones» no es una nacionalidad primaria, pero tampoco es una concepción puramente ideológica. La «nación de naciones» no es un simple «Estado plurinacional». Creo que Bosch-Gimpera piensa en algo más profundo que esto, y que sería en beneficio de todos que tratásemos de ahondar en esta línea.

      Finalmente, como ya hemos dicho antes, la fórmula «Estado de Estados» es política, y en ella puede verse la clave del Estado federal.

      En cualquier caso, ninguna de estas fórmulas puede ser satisfactoria si se encierra sobre sí misma. Ninguna de ellas debe cerrar el paso a fórmulas más amplias, que son las que necesita el mundo de hoy.

      En concreto, el problema vasco no podrá ser resuelto dentro de esas concepciones si se pretende fabricar con ellas estructuras cerradas.

      La nacionalidad vasca no se limita a Euzkadi Sur. Ningún nacionalista vasco está dispuesto a renunciar a la idea de que el pueblo vasco tiene una existencia por encima de la frontera política que ahora lo «vivisecciona».

      Dados sus aspectos internamente contradictorios, el problema vasco me parece insoluble dentro de la fórmula de los Estados soberanos unos e indivisibles que hemos comparado con la partida de billar.

      El problema vasco, y otros muchos problemas parecidos a éste, sólo puede tener solución dentro de una concepción más flexible y abierta de las relaciones entre los pueblos.

      Al enunciar lo que pudiéramos llamar el nuevo principio de las nacionalidades, hemos marcado ya la línea de lo que pudiera ser esta solución: «toda nacionalidad tiene derecho a vivir y desarrollarse dentro del Estado, adecuándose si es preciso a formas federales y, en el caso de que este marco sea insuficiente, dentro de comunidades más amplias que los Estados y que éstos mismos deben ayudar a construir, bajo fórmulas nuevas».

      Todo esto —reconozcámoslo— no puede ser realizado de la noche a la mañana. Ciertamente no es algo meramente utópico, no es un imposible, pero sí algo que habrá que llevar a cabo a través de pasos sucesivos. Hoy por hoy deberemos, pues, contentarnos con fórmulas todavía imperfectas, no aspirando inmediatamente a lo mejor, sino a lo bueno.

      La misma fórmula que presenta el gobierno del «Estado unitario regionalista», sin llegar a la claridad del Estado federal, es un notable avance, sobre todo habiendo partido de donde partimos.

      No seamos, pues, catastrofistas, sino realistas. No nos desentendamos de eso que todavía puede llamarse «sentido común». Querámoslo o no, para lograr fórmulas satisfactorias para todos no tendremos más remedio que acudir a la experiencia cuotidiana —que tanto valoraba Renan— y dar «tiempo al tiempo».

      Como decimos los vascos: «gero gerokoa». «Lo de después, después».

 

 

[Notas]

 

[1] Sur la France, Gallimard, 1968, pág. 41.

[2] Presses Universitaires, 1953, pág. 2.

[3] F. ENGELS: «La cuestión polaca», en El marxismo y la cuestión nacional, Ed. Avance, pág. 31.

[4] Discurso pronunciado en Barcelona en 1903, Obras completas, tomo I, pág. 233.

[5] ANDRÉ HAURIOU: Derecho constitucional e instituciones políticas, Ed. Ariel, págs. 173 y 177.

[6] A pesar de ser ambos coetáneos —o quizá por eso mismo—, Pi y Margall no apreciará ni siquiera conocerá el pensamiento de Marx.

[7] De la nación, es decir, del Estado, porque para Pi y Margall la palabra nación significa, en la mayoría de los casos, Estado.

[8] Las nacionalidades, Ed. Cuadernos para el Diálogo, 3ª ed., pág. 348.

[9] Recuérdese la definición de Hauriou, algunas líneas más arriba.

[10] Discurso en Barcelona, en 1907, sobre la Ley de Asociaciones. Obras completas, T. I, pág. 375.

[11] Éditions sociales, pág. 51.

[12] La obra de Morvan Lebesque Comment peut-on être breton (Seuil, 1970), de la cual he extraído este dato, aporta otros muchos datos sobre la guerra que el Estado francés centralista viene realizando desde hace dos siglos para destruir la personalidad bretona.

[13] El marxismo y la cuestión nacional, pág. 30.

[14] J.T. DELOS: La Société Internationale et les principes du droit publique, Pedone, 1950.

[15] L'Homme et l'État, pág. 7.

[16] Véase en Las Nacionalidades, Ed. Cuadernos para el Diálogo, comentarios de Antoni Jutglar, págs. 60 y 61.

[17] La Monde, 6 de noviembre de 1977: «Vivante est la nation».

[18] PEDRO BOSCH-GIMPERA: La España de todos, Seminarios y Ediciones, 1976.

 

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