Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Semántica y nacionalismos

 

El Ciervo, 295 zk., 1976-11-01

 

      Durante cuarenta años el tema de las nacionalidades ha sido un tema prohibido, un tema tabú. Ciertas palabras, como, por ejemplo, la palabra «Euskadi» no podían ser pública o clandestinamente utilizadas sin incurrir en delito y persecución.

      Eran palabras derrotadas. Palabras nefandas.

      Al mismo tiempo otros muchos términos fueron barridos del vocabulario público. Algunos, como la palabra «democracia», fueron desviados, retorcidos, de modo que significasen justamente lo contrario de lo que antes querían decir. Simultáneamente un lenguaje nacional-socialista fue impuesto desde arriba, a través de la escuela y de los medios de comunicación, totalmente controlados por el Estado.

      Eran palabras victoriosas. La nueva jerga triunfadora.

      Inocente, pues, quien crea que el lenguaje es inocente.

      Â«Ninguna palabra es sincera ni está intacta» —decía Mounier—. Y, en efecto, apenas existe vocablo que no lleve dentro de sí una carga ideológica. Las ideologías se incrustan en las palabras y por medio de éstas son incrustadas en las cabezas de los ciudadanos.

      Una batalla semántica, más o menos invisible, acompaña siempre a toda batalla ideológica.

      Descendamos, pues, de la inocencia a la realidad.

      Hace casi dos siglos que la palabra «nación» fue secuestrada por el jacobinismo francés. Desviándola de su sentido primario, fue aplicada de modo excluyente a la nación secundaria, es decir, al Estado-Nación, que era la pieza clave de la nueva ideología.

      La palabra «nación» quedó así terriblemente estatificada. En adelante la nación no podría ya ser pensada más que en función del Estado, como un Estado existente o como un Estado en potencia. Ya no se podría hablar de la nación sin confundirla con el Estado. Las nacionalidades primarias no sólo habrían quedado medio aplastadas por la nación secundaria, sino que sus defensores ni siquiera podrían encontrar un vocabulario adecuado para poder hablar de ellas.

      Â«Une nation, une langue, une école, un drapeau». Tal sería el lema del patriotismo jacobino. La nueva idea del Estado-Nación será exportada desde París a todo el mundo civilizado, y también al incivilizado, como la forma superior y el modelo universal de un Estado moderno.

      Pero lo más curioso y paradójico del caso es que muchos tradicionalistas hispanos aceptarán esta suplantación y aclamarán la idea misma del Estado unitario, recién importada de Francia, como si fuese la quinta esencia de la españolidad.

      Ahora bien, desde 1789 ha llovido mucho y lo que ayer parecía moderno se ha vuelto hoy viejo y caduco. Estamos en un contexto completamente distinto, en el que lo «supranacional», es decir, lo «supra-estatal», juega un papel cada vez más importante. A causa de esto, el concepto jacobino del «Estado-Nación», que todavía tiene muchos admiradores, resulta cada vez más anticuado e incómodo. La misma idea de «soberanía», heredada del viejo régimen por los revolucionarios burgueses, se hace actualmente inviable. No sólo crea obstáculos insuperables en el dominio de las relaciones inter-estatales, cerrando el paso a las exigencias comunitarias, es decir, a la auténtica comunicación entre los pueblos, sino que choca también internamente con las diversidades étnicas y nacionales, en el interior mismo de los Estados.

      Para poder sobrevivir, esta palabra «soberanía» tendrá pues que evolucionar. Tendrá que cambiar de sentido, adoptar una significación más abierta, más flexible, más adecuada a las necesidades actuales, como está ocurriendo, por ejemplo, con la palabra «propiedad». ¿Quién se atrevería hoy a defender el antiguo sentido de este vocablo, el que tenía en aquellas épocas en que se condenaba a muerte a un hombre por robar un pan?

      A mi juicio, también la palabra «federalismo» tiene que ser re-interpretada en el nuevo contexto en que nos encontramos. Quienes echan mano de los diccionarios para expresarse con perfecta propiedad —«summa lex summa injuria»— olvidan a menudo que estos preciosos instrumentos de trabajo suelen estar casi siempre trasnochados.

      Â«Federalismo» ya apenas quiere decir «proceso de unión entre Estados independientes y soberanos que ceden una porción de su soberanía», como dicen los diccionarios. Si fuese así, esta palabra sería absolutamente inaplicable al caso de España, pues nadie piensa hoy, que yo sepa, en poner en pie siete u ocho Estados soberanos para federarlos después.

      Actualmente la palabra «federalismo» se refiere, sobre todo, a una nueva filosofía política, aplicable a muchos dominios de la vida social, desde la familia hasta la comunidad mundial, y que se basa en la libre cooperación entre seres libres y autónomos, en oposición al imperialismo y al reinado de la fuerza.

      Aclaremos sin embargo que esta misma palabra «autonomía» no podría tener en este caso un alcance absoluto, porque ello implicaría una contradicción en los términos.

      Es aquí donde yo daría la razón sin rebozo a quienes tras la bandera de las autonomías temen ver privilegios económicos, merced a los cuales las naciones peninsulares más ricas saldrían todavía más beneficiadas respecto a las más pobres.

      Nada sería más contrario que esto a la idea de un auténtico federalismo.

      Para mí España no es el resultado de un pacto federal. Es mucho más que una comunidad contractual: es una comunidad biológica o simbiótica de naciones que por múltiples razones vitales —económicas, demográficas, culturales, históricas, etc.— necesitan vivir juntas. La idea del descoyuntamiento no sólo es contraria a la unidad del Estado —lo que, en último extremo sería menos importante— sino también, y sobre todo, al bienestar, a la «felicidad» y al desarrollo de esos mismos pueblos.

      Además la realización de esta comunidad simbiótica tiene que ir acompañada de una genuina comunicación de bienes. Por eso yo siempre he sostenido que las autonomías de los pueblos ricos tienen que ser caras, para que de esta manera se cumpla, amplia y generosamente, la justicia distributiva.

      Lo que los vascos deseamos es que nuestro pueblo se administre a sí mismo, como lo ha hecho siempre hasta que le fue arrebatada violentamente su autonomía; pero esto no deberá hacerse «a costa» de los demás pueblos.

      Claro está que en esta administración entra en primera línea lo cultural. Porque al desarrollo de nuestra cultura propia, de nuestra lengua, de nuestras particularidades socio-culturales, no se les puede poner cortapisas en nombre de una unidad política viejo estilo.

      Por ejemplo, ¿quién y con qué derecho podrá impedirnos que elevemos el euskera a nivel universitario? Mayores milagros que este se han visto y se verán porque la fe, la vitalidad y el entusiasmo de un pueblo por sus propias cosas lo puede todo. Pero, de cualquier manera, este es un asunto nuestro, que los habitantes de esta tierra resolveremos por nosotros mismos y a nuestra manera, cuando llegue el momento.

      De todas las formas de centralismo, el centralismo cultural es, sin duda, la más odiosa y destructiva. Es ahí donde hay que buscar el significado de esa extraña «opresión» de que se habla y que a algunos les parece una cosa muy rara, quizás porque no soportan nada parecido sobre sus propias cabezas.

      Lejos de todo engañoso «corrimiento semántico», llamemos pues pan al pan y Euskadi a Euskadi, y puede que así nos entendamos mejor. Con eufemismos no se va al fondo de las cosas ni se toca la raíz de los conflictos.

 

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