Carlos Santamaría y su obra escrita

 

En torno a la nación vasca

 

Avance/Intervención, 1976

 

    Llamamos País Vasco, Vasconia, Euskalerria o Euskadi, al conjunto territorial y poblacional constituido por las actuales provincias —dos de ellas todavía provincias forales— de Navarra, Ãlava, Guipúzcoa y Vizcaya, más la parte euskalduna del departamento francés de Pirineos Atlánticos, que corresponde a las regiones vascas de Laburdi, Zuberoa y Benabarra.

    Aunque haya de por medio una frontera política particularmente rígida, además de varias fronteras administrativas importantes, nadie puede negar a este País cierta unidad étnica o «unidad natural» con características propias de mucho interés.

    Este es el famoso «Zazpiak Bat» —es decir, «los siete uno»— que sucede y amplia notablemente al «Hirurak Bat» —«los tres uno» proclamado por la Sociedad Vascongada de Amigos del País, en el siglo XVIII, como expresión de la unidad de las tres Provincias Vascongadas.

    La fórmula «Zazpiak Bat», lo mismo que la palabra «Euskadi», ha sido perseguida durante muchos años a este lado del Bidasoa como una manifestación de separatismo. En las márgenes de las carreteras, sobre todo en las del otro lado, pueden verse a veces curiosos grafolitos con la inscripción anti-aritmética: 3 + 4 = 1, cuyo significado no se le escapa a ningún habitante del país. Sin duda las dos expresiones a que hemos aludido tienen una carga política que no pueden ser del agrado de los centralismos, ya sean éstos españoles o franceses.

    Mientras que la palabra «Euskal Herri» —literalmente «vasco pueblo»— era ya empleada desde hacía mucho tiempo —Axular la utiliza en 1643— el término «Euskadi» fue fabricado de nuevo cuño por el fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana y Goiri, a partir de la raíz «Euskal» y por medio del derivativo «di», relativamente frecuente en toponimias y apellidos, como Lapurdi, país de ladrones, o Lidi, Lodazal. Prácticamente era pues una palabra inventada que en el euskera usual no quería decir nada. Según se cuenta, esto permitió en cierta ocasión hacia 1920, a la Academia de la Lengua Vasca, salirse por la tangente ante un Juez que pedía un asesoramiento técnico sobre el significado del grito «Gora Euskadi», manifestando aquélla que «Euskadi» no era otra cosa que el título de un periódico de Bilbao.

    De cualquier manera, el empleo de esta palabra para designar al pueblo vasco se ha generalizado hoy y casi todo el mundo la usa con la mayor naturalidad como lo haremos nosotros alguna vez en este mismo trabajo.

 

La lengua vasca

 

    La lengua vasca es un dato esencial para la interpretación de Euskalerria. Quienes hayan pretendido la muerte del euskera saben muy bien que ésta entrañaría a corto plazo la erradicación de toda auténtica personalidad vasca. Si este pueblo se dejase arrancar esa lengua no tendría derecho a seguir viviendo.

    Pero el euskera viene dando desde hace unas docenas de años unas pruebas sorprendentes, y casi increíbles, de vitalidad. No lleva traza de morir, como algunos hubieran deseado y toros temido. En mi opinión Unamuno figura entre los segundos: anunció, equivocadamente, la muerte del euskera, pero jamás la deseó. Por el contrario hubiera querido que resucitara y que el mundo vasco de su niñez jamás muriese. A Unamuno le angustiaba la agonía de todas las cosas que amaba con amor de eternidad, y precisamente por esto, porque veía que se le iban muriendo, se empeñaba en negarlas, a ver si así las hacía resucitar de alguna forma. Esto sucede cuando invita a los vascos a disolverse en lo español, buscando una resurrección como el grano que se deshace en el seno de la madre tierra para engendrar la espiga. Hay que conocer la dialéctica unamuniana vida-muerte-agonía, (vivir en agonía es la negación de la negación), para entender la postura de Unamuno respecto al euskera, algo parecida, a mi modo de ver, a la que adopta sobre la fe religiosa.

    Sea lo que sea, digamos que el euskera está hoy presente como pieza clave de la personalidad vasca con indiscutible realidad.

    En primer lugar, la lengua está completamente viva. En todas las provincias y territorios que hemos mencionado como constitutivos de Euskadi se habla hoy el euskera con mayor o menor extensión. Incluso en Ãlava, que es en el aspecto lingüístico la región más desvasquizada, existe una pequeña zona vasco-parlante, mirada con particular simpatía e interés por todos los alaveses cultos.

    Sin embargo, en otros tiempos el área del euskera no sólo cubría completamente, sino que desbordaba, los límites que hemos fijado a la actual Euskalerria.

    Durante una época remota y obscura, los vascones pirenaicos avanzaron desde Navarra, verdadera matriz y cuna de Euskadi, y, desplazaron a las tribus que las poblaban, «vasconizaron» a las actuales Provincias Vascongadas, que por eso se llaman así (vascongadas-vasconizadas).

    Menéndez Pidal, ha demostrado que el primitivo idioma vasco era hablado en Aquitania y por todo el Alto Aragón, hasta la Cerdanya. En tiempos históricos mucho más recientes se hablaba euskera en la Rioja y en algunas comarcas de la actual provincia de Burgos.

    Hoy la zona de habla vasca se ha reducido enormemente, pero se da el caso paradójico de que, en cifras absolutas, el número de vasco-parlantes es actualmente superior al que existía en el siglo XVIII, y, por otra parte, el euskera nunca despertó tanto interés, ni fue cultivado y propagado con la intensidad con que lo es ahora.

    Por otra parte, en toda la extensión geográfica del País Vasco el euskera está presente en los nombres toponímicos y en los de las casas y calles; en las denominaciones de las sociedades de todas clases, como por ejemplo —aunque sea trivial el decirlo—, en las de los equipos deportivos, en los rótulos de las tiendas, en los apellidos, en los nombres propios, en los apodos y en muchas palabras y giros de uso popular.

    Pero además está presente de otra manera, mucho más profunda e interesante que éstas que hemos señalado.

    Se ha demostrado que toda lengua crea una psicología colectiva, al mismo tiempo que es creada por ella. Este crearse y re-crearse pueblo y lengua, son una misma cosa, pues hay una correspondencia honda entre la lengua y el ser y el exigir del pueblo que la engendra. mentalidad, modo de ser y de pensar, talante cultural... todo esto va estrechamente unido a la lengua propia de un pueblo, es decir, a la que éste se sacó de sus propias entrañas.

    Si la lengua propia, por las razones que sean, llega a morir, la nueva lengua, la lengua adoptada, no penetra, como no sea al cabo de muchos siglos, en los estratos profundos del ser colectivo. Por el contrario, la mentalidad, el talante creado por la vieja lengua, se conserva largamente. De esta manera, puede una lengua reinar después de morir y seguir inspirando formas de vida popular. Así ha podido afirmar Menéndez Pidal que, cuando un pueblo cambia de lengua, esto no significa que haya cambiado de alma ni que se haya alterado su íntima psicología.

    Alguien ha dicho también, un poco arriesgadamente por cierto pues no sería fácil de probar esta afirmación, que la lengua de los antiguos tartesios aún sigue hablando hoy en el alma de Andalucía.

    Felizmente para nosotros, los vascos, no es éste el caso. Nosotros no necesitamos recurrir a tan remotos argumentos, pues, como se ha indicado antes, la lengua vasca vive, está lingüísticamente sana, y vive además como alma de este pueblo.

    Pero aún hay algo más que decir sobre la vivencia y la vigencia del euskera.

    Se ha afirmado muchas veces que el castellano es una lengua tan vasca como el euskera, ya que, como es sabido, tuvo una de sus fuentes manantiales en tierra euskalduna —San Millán de la Cogolla, tierra de Berceo— y cierto romance castellano se habló y se escribió en Vasconia, antes quizás, que en la propia Castilla. Todo esto es cierto y los vascos cultos han de tenerlo muy en cuenta.

    Ahora bien, fueron monjes, juristas, señores y cortesanos, quienes crearon y usaron el romance, comunicando a esta nueva lengua el prestigio que le daba el ser la lengua de la clase dominante.

    No creo de ninguna manera que las lenguas sean hechos superestructurales o meramente ideológicos, pero es para mí indudable que las mismas están constantemente sometidas a la influencia, favorable o perjudicial, de las ideologías. En Euskalerria el castellano ha sido desde hace siglos la lengua de los que mandan, mientras que el euskera se le ha visto como una especie de lengua proletaria: lengua ruda, de gentes rudas, ignorantes y... pobres.

    He aquí un ejemplo tomado al azar. En alguna de las Juntas generales de Vizcaya, a principios del siglo XVI, se decretó que sólo pudieran tomar parte en las Juntas quienes hablasen y escribiesen correctamente el castellano, es decir, los ricos, ya que, como se ha hecho notar acertadamente, ni siquiera en la misma Castilla, tenían en aquel entonces los pobres labriegos la posibilidad de manejar así su propia lengua. Pocos años más tarde, y con motivo de la celebración de otras Juntas, hubo una reacción: el pueblo pidió tumultuariamente que se hablase el vascuence en las Juntas para que así pudieran entrar en ellas «personas sencillas» y no sólo caballeros y letrados. pero, naturalmente, las cosas no cambiaron y el desprestigio ola depreciación ideológica del euskera ha sido un hecho constante hasta tiempos muy recientes.

    Pues bien, hoy se ha producido un cambio de signo en la valoración ideológica a que aludimos. De ser negativa ha pasado a ser francamente positiva. El prestigio del euskera ha crecido enormemente bajo muchos aspectos —habría tal vez que analizar las causas de este fenómeno, tema posible de una tesis doctoral que sería interesante que alguien realizase— y este hecho ideológico tiene, a mi juicio, una gran significación y una gran importancia para el futuro del País Vasco.

 

Nación primaria, nación secundaria

 

    Hasta aquí hemos insistido sobre el tema de la lengua vasca precisamente porque la existencia de una lengua propia es, a juicio de los especialistas, uno de los signos más seguros de la existencia de una etnia.

    A la lengua se unen indudablemente otros factores étnicos, que yo llamaría bio-culturales, entre los que la lengua está también incluida. Así, por ejemplo, los caracteres raciales, generalmente combinados a través de mezclas: los condicionamientos económicos y geográficos —físicos, climáticos, orográficos, etc.— impuestos por el territorio en el que vive la etnia, o por la forma de nomadismo que practica: ciertos usos primarios y formas culturales elementales e, incluso, determinadas maneras propias de organización social, económica, jurídica y política, todo ello sujeto, evidentemente, a los incesantes cambios y mutaciones que impone el tiempo.

    Ahora bien, cuando a estos hechos, circunstancias, caracteres y realizaciones étnicas, se una la conciencia del propio existir y una «voluntad» de seguir existiendo, tenemos ya un hecho nuevo superior: el hecho de la nacionalidad.

    La conciencia de nacionalidad es, sin duda, un fenómeno difuso y no siempre fácilmente objetivable; pero en ciertos individuos más cultos, y que están más en contacto con el pueblo —bardos, literatos, intelectuales, líderes populares y, a menudo también pastores religiosos— esa misma conciencia suele aparecer, sobre todo, en las situaciones críticas, de modo mucho más claro y concreto. La presencia de estas minorías clarividentes parece necesaria para la formación de una nacionalidad.

    De cualquier manera, el tema de la nacionalidad es un tema difícil y oscuro, a no ser que se lo simplifique confundiendo la nación con el Estado. «¿Quién hablando en serio y rigurosamente cree saber lo que es una nación?» —escribe Ortega y Gasset.

    Para tratar de proyectar un poco de claridad en esa sombra, Robert Lafont introduce una preciosa distinción, que nos es muy útil para abordar el tema de las nacionalidades peninsulares.

    Lafont distingue entre la nacionalidad primaria, que es la que hemos descrito —ya que no definido— en líneas anteriores, y la nacionalidad secundaria fruto, como veremos, de la acción ideológica del Estado.

    La revolución francesa politizó e «ideologizó» fuertemente la idea de nación al convertirla en una pieza clave del sistema racionalista sobre el que se asienta la teoría del poder en el Estado jacobino. Apareció así ese monstruo de los tiempos modernos que se llama el Estado-Nación, «el más frío de los monstruos fríos» como decía Nietzsche.

    La idea jacobina de la nación se ha universalizado, es decir, se ha extendido por todas partes, y hoy está en la base de todos o de casi todos los sistemas políticos. como consecuencia de esto ha llegado un momento en el que ya no se puede hablar de la nación, si no es para referirla al Estado.

    En el lenguaje corriente casi no se puede mentar a la nación sin incurrir en equívocos. Piénsese, por ejemplo, que en todos los derivados de la palabra nación la idea de Estado ha suplantado a la idea de nación. «Nacionalizar» significa «estatificar»; se llama «nacional» a lo «estatal» y la misma palabra «internacional» no alude a otro tipo de relaciones que a las relaciones «inter-estatales». La ONU por ejemplo dista mucho de ser una organización de naciones, como su nombre dice, sino que es una organización de Estados.

    Nos encontramos, pues, con que la ideología estatista ha robado la palabra nación a su genuino y genesiaco significado, que le viene precisamente de la raíz sánscrita «gen» («nasci, natus» por «gnasci, gnatus»; y de «hacer» vino «nación»).

    La idea de la nación primaria corresponde precisamente a ese sentido original de la palabra nacional.

    Â«El hombre es un ser que nace —dice Delos— pero esto hay que entenderlo más allá de la simple paternidad humana». La nación primaria es fundamentalmente una comunidad humana generadora de hombres de un determinado tipo.

    Para mí está claro que, aunque Euskadi no haya constituido nunca un único Estado —diversas partes de Euskalerria han disfrutado, eso sí, y hasta tiempos recientes, de un amplísimo autogobierno, que permite hablar de una semisoberanía— Euskadi es una nación en el sentido primario y generacional de la palabra, tal como acabamos de enunciarlo.

    Querer explicar los problemas de las nacionalidades dejando por completo de lado los caracteres bio-culturales a que hemos aludido, y recurriendo a causas exclusivamente ideológicas y estructurales —reduciendo, por ejemplo, la oposición de nacionalidades a una forma de la lucha de clases— me parece imposible y está en contradicción con los hechos reales.

    Para obviar las dificultades conceptuales de tales problemas y en contraste con el concepto de la nación primaria, introduce Lafont el de nación secundaria. Así como la nación primaria es un hecho fundamentalmente biológico y cultural, y sólo secundariamente político, jurídico e ideológico, la nación secundaria es un hecho primariamente político e ideológico y que únicamente de modo externo y coercitivo puede tocar los fondos bio-culturales.

    La nación secundaria es pues un producto ideológico. El Estado unitario moderno, poderosamente armado de toda clase de medios, tiende a modelar a la población a su propia imagen y semejanza y a fabricarse, dentro de su territorio, su propia nación.

    En este caso se invierten los papeles: no es la nación quien a lo largo de un proceso de desarrollo llega a adquirir esa forma organizada que se llama el Estado, sino que es el Estado quien crea la nación. Para ello cuenta con numerosos instrumentos: la Escuela pública, la lengua oficial, la administración, el poder de las leyes, sobre los usos, el control de la economía y de los movimientos demográficos, etc.

    Surge así una nueva nación, que no se confunde con ninguna de las nacionalidades primarias que existían en la base y que incluso es de una naturaleza completamente distinta de la de éstas. Confundir, por ejemplo, la nación española con la nación castellana es, a mi juicio, un lamentable error y pienso que la primera víctima de esa confusión es la propia Castilla.

    En la nación secundaria el nexo que une a los ciudadanos es primordialmente ideológico. No existiendo ya en ella esa más profunda comunidad de situaciones que enlazaba a los miembros de la nación primaria (lengua, raza, usos, etc...) se apela a los principios, a las ideas ciudadanas, a ciertas interpretaciones más o menos triunfalistas de la Historia, y, a base de todo esto, se construye una nueva unidad. Lafont pone como ejemplo típico de nación secundaria o ideológica, a los EE.UU., los cuales nacen de una declaración de principios y libertades y poco más que esto, aparte, claro está, de las motivaciones económicas.

    Cuando las nacionalidades primarias coexisten con la nacionalidad secundaria, impuesta o superpuesta por el Estado, ésta tiene necesariamente que realizarse a costa de las nacionalidades primarias. Así, por ejemplo, la implantación de la lengua oficial tenderá a eliminar y, en último extremo, a destruir, las lenguas «locales» colocadas en relación de absoluta desventaja respecto a la primera; la política y la administración estatal tenderán a hacer desaparecer todas las formas políticas y administrativas propias de las nacionalidades primarias, etc. etc...

    Surge así, de modo inevitable, una tensión entre la nación secundaria y las naciones primarias. Cuando la situación llega a hacerse fuertemente conflictiva, éstas se revisten a su vez de defensas ideológicas, es decir se «ideologizan», se politizan e incluso se jacobinizan, tratando de convertirse ellas mismas a su vez en Estados-Naciones más pequeños, pero de la misma naturaleza que el Estado-Nación.

    De esta manera aparecen los nacionalismos internos en los Estados. No significan, en general, una oposición entre las naciones primarias, sino entre éstas y la nación secundaria.

    Sin duda la palabra «nacionalismo» sufre también de la misma suerte que los demás derivados de la palabra nación. Más aún, es una palabra que nace ya terriblemente política, y por eso es muy difícil hablar en el lenguaje corriente de lo que sería un «buen» nacionalismo en oposición de «mal» nacionalismo.

    La nación secundaria puede caer en el «mal nacionalismo» de dos maneras: hacia adentro, como oposición destructiva contra las nacionalidades primarias, las cuales «tienen derecho» a existir según sus formas propias de existencia, y, en segundo lugar, hacia fuera como oposición a todo lo que sea «supra-estatal» o, como suele decirse, supra-nacional.

    Pero la nación secundaria no es un fenómeno caprichoso sino algo que proviene de necesidades históricas ineludibles.

    La única síntesis pacífica posible de la dialéctica: nación primaria/nación secundaria es, a mi juicio, la organización federal del Estado, pero no como una federación de Estados, que es la idea que generalmente viene a nuestras cabezas cuando oímos esta palabra, sino como una federación de naciones, dotadas cada una de ellas de sus formas políticas adecuadas.

    En el caso del Estado español, los problemas de las nacionalidades primarias no podrían sin embargo acabarse en esa organización federal, ya que varias de ellas, como, por ejemplo, Vasconia, Catalunya y la misma Galicia, cabalgan por encima de fronteras políticas seculares.

    Creo que el llamado principio de las nacionalidades, tal como se lo suele interpretar, no puede conducir a buenos resultados y que, tanto este principio, como el de las soberanías estatales, están llamados a perder una gran parte de su actual rigidez. Pronto tendrán que ser interpretados de un modo mucho más flexible y abierto que el empleado hasta ahora.

    Creo también que el mundo tendrá que avanzar en una dirección super-estatal, pese a las protestas de los nacionalistas estatales, tipo Michel Debré, y que no está lejano el tiempo en que muchas de las actuales fronteras habrán de perder su rígido hermetismo y muchas de las actuales soberanías tendrán también que ablandarse.

    Entonces, sólo entonces, los defensores de las nacionalidades primarias podremos empezar a respirar tranquilos.

 

Epílogo para euskaldunes

 

    Intentemos ahora aplicar la teoría anterior al caso de España.

    Las nacionalidades básicas o primarias están mucho más vivas en España que en Francia. La monarquía borbónica francesa fue terriblemente centralista y destruyó casi por completo la personalidad de las antiguas Provincias. Así, la Revolución de 1789 encontró el camino abierto para introducir su nuevo concepto de Estado-Nación. Más aún, este concepto está muy metido en la cabeza de mucha gente.

    Pero entre nosotros, y, sobre todo, en la periferia peninsular, la personalidad de los pueblos está viva, a pesar del dominio del centralismo.

    Â¿Quién negará, por ejemplo, que Galicia, Catalunya, Castilla, Andalucía, etc. sean nacionalidades primarias?

    Vázquez de Mella, que fue el más inteligente «líder» del regionalismo, decía que la personalidad de Catalunya es más fuerte que la de Portugal. El defendió los Fueros y las libertades de Euskalerria, como derechos inalienables del pueblo vasco e incluso algunas veces fue tachado de separatista por su vascofilia.

    Pero este señor hizo también una denuncia entre los «abertzales». «Para los bizcaitarras y napartarras —escribía— y para el partido del Sr. Cambó, España no es más que un conjunto de naciones enlazadas por un Estado».

    Eso mismo es, precisamente, lo que hoy dicen algunos respecto del federalismo, es decir que el federalismo es la negación de España, porque los federales admiten España como un Estado pero no como una verdadera nación.

    El decir que España es una nación secundaria, o una nación ideológica como pueden serlo los EE.UU. de Norteamérica ¿será suficiente? ¿Será esta afirmación la verdad, sólo la verdad y toda la verdad?

    Yo no lo creo así y antes de acabar este artículo quiero decírselo así, claramente, a mis amigos vascos.

    Es cosa sabida que Pi i Margall adoptaba como base de sus sistema el llamado Pacto. Pacto sí ¿pero sólo eso? Esto no lo dijo nunca el padre del federalismo ibérico. Al contrario, él siempre vio entre los pueblos ibéricos e hispánicos una profunda solidaridad.

    La existencia de esta solidaridad o simbiosis puede ser probada bajo muchos aspectos, sin caer para eso, en modo alguno, en el idealismo.

    Para mí las nacionalidades ibéricas constituyen una comunidad de naciones. Y cuando empleamos aquí la palabra comunidad no queremos significar una simple federación sino más que esto.

    Sea por las estructuras, sea por la economía, la cultura y la historia, yo definiría España, Hispania o Iberia como una comunidad simbiótica de nacionalidades, sin dejar de lado la realidad de Europa ni olvidar la existencia de vascos y catalanes al otro lado de la frontera política.

    Es evidente, sin embargo que no tengo la posibilidad de explicar detalladamente, aquí y ahora, semejante teoría.

 

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