Carlos Santamaría y su obra escrita

 

1917-1967

 

El Diario Vasco, 1967-06-18

 

      Los hombres políticos, en sus patéticos discursos de los grandes momentos, suelen referirse a menudo al «juicio de la Historia», aunque nadie ha podido saber jamás con exactitud en qué consiste ese famoso juicio, ni qué clase de garantías de imparcialidad ofrece.

      Claro está que al desaparecer los actores de un drama, al extinguirse las pasiones que lo encendieron o atizaron, la «visión lejana» de las cosas permite esperar una mayor objetividad en el análisis de los hechos y en su valoración. Pero lo malo es que los manes de los actores suelen gravitar indefinidamente sobre las sucesivas generaciones y las pasiones de los pueblos no se agotan jamás hasta que los mismos pueblos mueren.

      Por ejemplo, ¿cómo verá la Historia la reciente «guerra de los cinco días» que acaba de terminar sin haber terminado casi de empezar? Sólo cuando, al cabo de un millón de años, se hayan extinguido las dos razas que ahora se enfrentan, podrá esperar la Humanidad, o lo que quede de ella, un juicio imparcial sobre este conflicto; pero entonces ya nadie se acordará del golfo de Akaba como nadie se acuerda de la bella Helena, que con sus inoportunos galanteos fue la causa de la guerra de Troya.

      Ahora se cumplen cincuenta años de las dos revoluciones rusas de febrero y octubre de 1917. Un hecho de una importancia enorme para la Humanidad y sobre el cual estamos muy lejos de haber logrado un juicio objetivo. Aurora de una nueva era, según unos; horrible y sucio episodio para los otros, ¿qué duda cabe de que aquellos hechos no podrán ser juzgados nunca con objetividad, ni llegará a aclararse del todo el papel que las grandes figuras del drama jugaron dentro de él?

      En gran parte del mundo una abundante literatura señala el hito de este aniversario, mientras que aquí la cosa parece que no interesa demasiado, ya que nuestro juicio suele ser global y categórico y no acepta el entrar en detalles y minucias.

      Sus tres meses de gobierno, o de desgobierno, proporcionaron a Kerenski la posibilidad de publicar más tarde numerosas obras en defensa de su gestión, la última de las cuales, «Rusia en una encrucijada de la Historia» no hace mucho que apareció.

      Según él, la evolución política rusa desde 1906 hasta 1914 era francamente favorable, y la catástrofe no habría surgido jamás de no haber intervenido Rusia en la guerra del 14. Otra cosa hubiera sido también —siempre según Kerenski— si muchos dirigentes políticos moderados no hubiesen estado en el exilio y si el sector absolutista de la Corte, partidario de una reacción regresiva, espoleado por el siniestro Rasputín, no se hubiera mostrado tan disparatadamente ciego. Siempre están los «si hubiera» dispuestos a desviarnos del camino de la Historia.

      También del lado «menchevique» salen ahora a relucir datos y hechos que la propaganda «bolchevique» había relegado a un segundo plano, como los que da la obra de Nicolás N. Sukhanov «La revolución rusa de 1917» recién publicada.

      A todo esto la crítica comunista no ha cesado de agigantar la figura de Lenin, mientras la de Troski se hundía en los infiernos, junto a todos los «demonios capitalistas». En este primer medio siglo, a cuyo término la URSS parece empezar a gustar las delicias de un prudente aburguesamiento, se exalta a los «justos» del 17, quizás de un modo un poco demasiado protocolario y convencional.

      Del lado chino suenan en cambio otras campanas. Las condenaciones caen sobre los actuales dirigentes de la URSS que han traicionado la revolución. Los descendientes directos de Lenin son maltratados como «canallas sin vergüenza, cómplices de los gangsters americanos».

      Como ustedes ven, medio siglo no es nada para que pueda entrar en juego el famoso «juicio de la Historia».

      Hará falta probablemente algo así como un centenar de siglos más.

 

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