Carlos Santamaría y su obra escrita
La claridad cientÃfica
El Diario Vasco, 1967-04-09
El señor A.M.B, me manifiesta su completo desacuerdo con mi último «Aspectos» titulado «El frente cultural». En su opinión doy en él demasiada importancia al cientÃfico marxista, desconociendo, en cambio, la existencia de un «fuerte, por no decir indestructible, pensamiento cientÃfico, que no es ni marxista ni religioso».
Este joven amigo opina que el positivismo occidental está mucho mejor pertrechado que la pseudo-ciencia marxista y que puede manejárselas mejor que sus adversarios del Este, sin necesidad de caer en posturas religiosas.
Existen, en efecto, entre nosotros —en nuestro mundo occidental y burgués, quiero decir— muchas personas que todavÃa creen en la Ciencia. Creen en la posibilidad de un conocimiento capaz de plantear todos los problemas filosóficos, sociales, económicos, polÃticos y humanos de una manera cientÃfica y rigurosamente técnica.
Es evidente que en terreno estrictamente cientÃfico no cabe otra actitud que la de un positivismo irreductible. En ciencia todos somos positivistas, no hay otro camino. Lo que yo me atrevo a poner en duda es la posibilidad de mantener ese mismo positivismo cuando se intenta hacer frente a problemas verdaderamente fundamentales de la existencia humana.
Yo, señores, en la claridad cientÃfica no creo. Considero con un recelo extraordinario a todo aquel que, ya sea neo-escolástico, ya marxista, ya positivista cientÃfico, intente explicarme cualquier cosa importante «con claridad».
Les confeso a ustedes que me siento cada dÃa más «oscurantista en el «buen» sentido de la palabra, claro está.
Algunas veces he solido oÃr comentar a mis colegas de la rama cientÃfica la oscuridad, la imprecisión, la «vaguedad» de los conceptos que los expositores de formación literaria o humanÃstica introducen en sus elucubraciones.
Y me he preguntado a mà mismo: «Esta pretendida claridad nuestra y esa evidente oscuridad de nuestros colegas, ¿no será debida al hecho de que, mientras nosotros los cientÃficos nos limitamos a tratar cuestiones filosóficamente intrascendentes, son ellos, los hombres de formación humanÃstica, los que manejan, o tratan de manejar, las cosas verdaderamente importantes?
Esta idea me hace recordar lo que Ortega y Gasset decÃa a propósito de la presunta «claridad francesa». Como es sabido, los franceses se precian, no sin cierta razón, de que el pensamiento y la lengua francesa son los más claros del mundo. Pero Ortega apunta un poco malignamente cierta idea que yo, se lo confieso a ustedes, he solido utilizar alguna vez ante auditorios franceses, precisamente para fastidiarles un poco, para darles, como vulgarmente se dice, en las narices.
«Tal vez la claridad francesa, en las ideas y en las palabras —dice Ortega— consiste, ante todo, en renunciar a pensar y a decir lo más importante».
La claridad de los cientÃficos y de los cientifistas, ¿no consistirá también, en esto, en renunciar previamente y sistemáticamente a pensar y a decir lo más importante?
Los cientÃficos someten todos sus conceptos a una rigurosa y previa esterilización. Intentan evitar que cualquier idea oscura o equÃvoca pueda filtrarse en sus razonamientos a través del lenguaje. (Este es precisamente el, a mi juicio, desesperado esfuerzo del «CÃrculo de Viena», al que alude mi corresponsal). Al final, naturalmente, sólo quedan ideas claras, e incluso demasiado claras. pero, ¿no será todo eso una tautologÃa?
Y, por otra parte, ¿con qué derecho pueden alardear de claridad quienes han comenzado por eliminar sistemática y radicalmente todo lo oscuro, todo lo profundo y misterioso en que nos hallamos sumergidos?
A mi juicio, cabe una claridad cientÃfica, pero sólo una claridad metódica, que reconoce en su propio fondo la propia impotencia y la propia oscuridad.
Simone Weil ha expresado perfectamente esta idea mucho mejor de lo que yo mismo podrÃa hacerlo. Yo no encuentro forma más adecuada para manifestar mi propio pensamiento a este respecto.
«El método propio de la filosofÃa —dice Simone Weil— debe consistir en concebir claramente los problemas insolubles, en su propia insolubilidad. Después, en contemplarlos sin más, fijamente, incansablemente, sin ninguna esperanza ('sans aucun espoir') en la espesa ('dans l'attente')».
Sé de antemano que estas palabras no convencerán a mi amigo. Pero, ¡qué le vamos a hacer! Sus postulados son, acaso, distintos a los mÃos. Acaso tengamos almas de distinta especie, como decÃa el gran matemático Poincaré.
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