Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Estudiantes que trabajan

 

El Diario Vasco, 1966-11-20

 

      Un joven amigo mío que, movido por su doble vocación intelectual, se ha ido a estudiar filosofía a una lejana universidad europea, me escribe desde allí dándome sus primeras impresiones. «Por las noches trabajo como camarero en un bar; por las mañanas vendo periódicos. Así consigo salir adelante. Sin embargo, son demasiadas horas y estoy buscando otros empleos».

      El caso a que aludo del estudiante que trabaja para vivir o para pagarse sus estudios, no tiene nada de excepcional. Incluso en España, es cada vez más frecuente, y creo que no debe ser mirado como algo indeseable o impropio, a condición, claro está, de que el trabajo no desborde ciertos límites.

      El estudiante no puede seguir siendo un señorito, un lujo de la sociedad. Por muchas razones, hasta para su propia formación y conocimiento del mundo, conviene que el estudiante trabaje. Más aún: en una sociedad bien organizada el estudio debería ser considerado como una forma de trabajo y remunerado como tal.

      Desgraciadamente estamos aún muy lejos de eso. Entre nosotros el estudio de una carrera viene a ser actualmente una especie de capitalización. Un «hijo de familia» gasta hoy tiempo y dinero, para obtener mañana, es decir, al cabo de un cierto número de años, una situación estable y económicamente rentable.

      Ahora bien, muy pocas familias pueden permitirse este tipo de «capitalización». Tal es, en el fondo, la razón por la cual el porcentaje de estudiantes universitarios de extracción auténticamente obrera no llega en España, según creo, al uno por ciento de la población estudiantil. Y esto resulta lamentable y un poco vergonzoso para una sociedad que aspira a ser igualitaria en orden a las «oportunidades».

      El sistema de becas y bolsas de estudio es manifiestamente insuficiente. No solamente la cuantía de esas becas no alcanzan, en la mayoría de los casos, a pagar los gastos reales de los estudios —generalmente muy superiores a los de la simple matriculación en un centro docente cualquiera— sino que deja sin cubrir las necesidades elementales y vitales del estudiante y su contribución a la hacienda familiar.

      En estas condiciones las ayudas económicas estatales y benéficas sólo pueden ser aprovechadas por familias de la clase media, que están en condiciones de prescindir de los ingresos de los hijos hasta que éstos alcancen —a los veinticinco o treinta años de edad— una plaza o un puesto profesional.

      Mientras el estudiante no cobre un sueldo por estudiar, mientras el estudio no sea considerado como una función social, este problema no tendrá solución. Pero el llegar a ello supondrá un cambio profundísimo de estructuras y de conceptos sociales.

      Ya que, por el momento, las puertas están casi cerradas para el «trabajador-estudiante», uno no puede menos de alegrarse al ver que la fecundación entre el trabajo y el estudio universitario tiende a realizarse por la otra vía, la del «estudiante-trabajador». La experiencia del estudiante que trabaja tiene por tanto un interés excepcional. Esfuerzos de esta naturaleza deben ser vistos con buenos ojos. Y se ha de hacer todo lo posible para favorecerlos.

      Precisamente hace unas semanas un grupito de estudiantes universitarios de nuestra ciudad me anunciaba su deseo de crear una «bolsa de trabajo del estudiante». Esto es, en efecto, el único medio de que el estudiante que necesite trabajar para vivir pueda encontrar empleos y colocaciones apropiados y que no le roben demasiado tiempo ni le aparten de su verdadera vocación.

      Yo, desde aquí felicito a los estudiantes por su idea y les deseo que puedan hacer algo positivo y eficaz. Porque, la verdad, trabajar como camarero por las noches y vender periódicos por las mañanas me parece demasiado, para un estudiante que ha de emplear después muchas horas en seguir y preparar sus cursos. Sólo algunos héroes, como este amigo mío que he citado, son capaces de triunfar de tales dificultades.

 

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