Carlos Santamaría y su obra escrita
Humanidades extraterrestres
El Diario Vasco, 1966-09-18
Un autor americano calcula en unos mil millones el número de planetas habitados por seres inteligentes en nuestra Galaxia. Su razonamiento no carece enteramente de fundamento, no es pura fantasÃa.
Admitido el principio de que en el mundo fÃsico las mismas causas producen los mismos efectos, no es ilógico suponer que allà donde existan o hayan existido condiciones análogas a las de la Tierra, las cosas habrán ido, poco más o menos, por el mismo camino que aquÃ.
Un planeta habitable debe estar habitado. Esto entra en la lógica normal de los hechos tal como la vemos manifestarse siempre en derredor nuestro. Yo no tomarÃa por loco, ni mucho menos, al que considerase dicha afirmación como sumamente probable.
Habrá que suponer, pues, que en los planetas homólogos o similares al nuestro deben de existir especies vivas, más o menos paralelas a las de la Tierra, y asà la especie humana.
Ahora bien, se puede calcular —y esto es todavÃa menos discutible que lo anterior— que hay en nuestra Galaxia unos mil millones de estrellas, algunas más jóvenes, otras más viejas o decadentes que el Sol. Cada una de esas estrellas arrastra su correspondiente cohorte de planetas, absolutamente invisibles para nosotros. Limitándose a considerar los planetas que no giren ni demasiado cerca ni demasiado lejos de su estrella, y cuya masa no sea ni demasiado grande ni demasiado pequeña, puede atribuirse por término medio un planeta habitable a cada sistema planetario.
De ahà sale la cifra de mil millones que habÃamos lanzado al principio.
Es posible que más de un lector sonrÃa ante la vaguedad y arbitrariedad evidente de estos pseudo-cálculos.
Sin embargo, resulta mucho más ilógica la postura de los que pretenden, sin más, dejar reducida la vida a los lÃmites terráqueos. ¿Qué es, al fin y al cabo la Tierra sino uno de tantos entre los diez mil o veinte mil millones de planetas, para que en él y sólo en él haya surgido el fenómeno de la vida? Tal hipótesis resultarÃa inadmisible dentro del contexto de nuestra experiencia fÃsica.
Por otra parte, los viejos argumentos que alguna vez se esgrimieron desde el ángulo de la teologÃa contra la existencia de otras «Humanidades» extraterrestres, no tienen hoy ninguna autoridad.
Las extrapolaciones teológicas al dominio de las ciencias naturales están actualmente muy desacreditadas y nadie puede atreverse ya a seguir por ese camino.
«No más casos Galileo», ha dicho hace algún tiempo el Papa Paulo VI.
Pero, naturalmente, la ciencia tampoco puede contentarse con vagas suposiciones. Lo que no está comprobado o demostrado no tiene entrada en el dominio propiamente cientÃfico.
Los astrónomos empiezan ahora a ocuparse un poco en serio del problema. Por el momento, el único medio de saber a ciencia cierta si existen seres inteligentes en el espacio cósmico, consiste en que ellos mismos nos lo digan, en que ellos mismos nos digan que existen.
Un inmenso montaje para la busca de radio-mensajes espaciales se inició en 1960, y trabajó hacia las constelaciones de la Ballena y del Eredonic. No hace falta decir que este primer ensayo no obtuvo resultado alguno. La búsqueda habrá de proseguir en esta dirección, años y quizás siglos, hasta que se establezca la primera comunicación con seres extraterrestres.
Un mensaje «inteligente» se distinguirá con seguridad de un simple «ruido» hertziano, es decir, de una emisión más o menos desorganizada, provocada por cualquier fenómeno fÃsico, porque toda inteligencia organizadora sabe poner siempre trazos especialmente caprichosos y caracterÃsticos en sus mensajes.
Tal será probablemente el camino para resolver el famoso y secular enigma de los mundos habitados.
Y no parece imposible que un dÃa llegue a deshacerse ese enigma como se han deshecho otros más complicados aún. La vida no se detiene. Millones de Humanidades estelares luchan ya probablemente por encontrarse y muchas de ellas se habrán encontrado ya entre sÃ. Quizás los terrestres seamos de los últimos en enterarnos de ello.
El fuego de la curiosidad sigue consumiendo las entrañas de Prometeo. ¿Hasta dónde, Señor, hasta dónde?... ¿Y para qué?
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