Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Plan y profecía

 

El Diario Vasco, 1966-08-14

 

      En el mundo de hoy, la palabra mágica y salvadora se pronuncia «Plan».

      Tanto en los países desarrollados como en los que están en vías de desarrollo, todo se ordena y se subordina a este monosílabo.

      La esperanza, siempre latente en el género humano, de que algún día llegará el hombre a un estado de felicidad colectiva —idea que ha inspirado los mesianismos de todos los tiempos, incluido el marxista— se produce actualmente en una forma nueva de mesianismo, válida —y esto es lo notable— tanto para los países socialistas como para los de estructura capitalista: es el mesianismo del Plan.

      Bajo esta nueva forma estadístico-matemática se puede decir que ha nacido o está naciendo una nueva mitología del progreso.

      Planificación y prospectiva nos prometen una felicidad a plazo fijo. El número sagrado varía de unos países a otros: 1985, 1990, 2000. Después se volcará el cuerno de la abundancia.

      Será la desaparición del paro y del subempleo; la vida sin baches, lo mismo que las carreteras; los hijos bien alimentados e instruidos, sabiendo integrar ecuaciones diferenciales desde pequeñitos. Una lluvia vivificadora de aparatos de televisión y de neveras automáticas caerá sobre la Humanidad y la hará definitivamente feliz.

      En cierto modo, y aunque no se quiera, el prospector elimina al profeta y el Plan a la promesa.

      Hubo una época en la que todo aquel que pretendiese anunciar el porvenir corría el riesgo de verse condenado a la hoguera.

      La idea de predecir el futuro originaba también algunas reservas en el «mundo de las luces». El calumniado diccionario de Diderot y D'Alembert definía la voz «predicción» en los siguientes términos: «Adivinación o declaración explícita de acontecimientos futuros que quedan fuera del curso de la naturaleza o de la penetración del espíritu humano». Y añadía: «Es una quimera el considerar como posibles semejante suerte de profecías».

      Ahora bien, la misma ciencia que, como se ve, desahuciaba a la profecía ha terminado inventando una nueva manera de visión profética, mucho menos poética, menos profunda y humana que la que conocieron otros tiempos.

      En la civilización actual el profeta de a pie, es decir, el profeta no científico ni equipado de calculadoras, se desenvuelve mal. Profeta rural y poetizante. Tropieza con dificultades hasta para circular por las calles y las ciudades ya que ni siquiera acierta a adivinar cuándo se encenderán las luces de colores, símbolo y gloria de nuestro progreso urbano y municipal.

      Claro está que cuanto venimos diciendo, al filo de la idea que perseguimos, resulta notablemente exagerado. No en vano vivimos en la época de la exageración —un tiempo en el que para decir una verdad hay que exagerarla, y para afirmarla hay que gritarla.

      Reconozcamos pues —hablando ahora en serio— que no se puede dudar de la utilidad de la programación, ciencia nueva fabricada por matemáticos y economistas al calor de las computadoras electrónicas, y por tanto digna de nuestro mayor respeto. La prospectiva es la compañera indispensable del desarrollo.

      Pero sí creemos que lo que hay que evitar a toda costa —y esto queremos insistir— es que la palabra «Progreso» vaya reemplazando a la palabra «Paraíso» en la mente de las gentes sencillas.

      Hay que pensar en que las cosas más grandes y las más bellas no progresan, sino que se mantienen siempre iguales a sí mismas. Y esto es lo que no suele ver la mayoría de los prospectivistas. El amor no progresa. Ni progresan esencialmente la fe ni la esperanza. No progresa la poesía. Ni cabe verdadero progreso sustancial en la religión ni en la profunda sabiduría de la vida y de la muerte. Tampoco progresa la belleza de la «Flor de Loto».

      No hace mucho tiempo lo decía el gran Urs Von Balthasar. «El hombre, la mujer, el niño, la alegría, la tristeza, la muerte. He aquí el misterio en el que Dios encarna. No hay progreso que pueda engrandecer este misterio. Nos daremos por satisfechos con tal de que el progreso no intente destruirlo».

      Y, en efecto, lo eterno no progresa, se limita a ser. Sólo lo efímero es capaz de progresar porque progresa para morir.

 

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