Carlos Santamaría y su obra escrita
MelancolÃa joven
El Diario Vasco, 1965-11-28
En el semanario vasco, de nombre algo melifluo «Zeruko Argia», es decir, «Luz del cielo», poco conocido sin duda de la mayorÃa de mis lectores, se ha publicado recientemente un trabajo que merece, a mi juicio, un comentario simpático.
Su autor, un joven de alma indiscutiblemente poética y sensible, se declara paladinamente viejo y manifiesta que no hay elixir en el mundo que pueda devolverle sus diecisiete adolescentes años, éstos que acaban de escapársele y con los cuales se le han marchado la esperanza y la ilusión de vivir. Ahora se encuentra en la terrible necesidad de tener que elegir, el jugarse lo que él llama «su última carta».
«Eta arratsaldea gau biurtzen dan ordu dardari honetan» (y en esta hora temblorosa en que la tarde se vuelve noche) acuden a su mente los versos de una canción mediterránea. «Diecisiete años, edad mágica, a dónde te me has ido. ¡Oh, este tener que vivir bajo la ley sombrÃa de la vida sin ilusión!».
Tristezas jóvenes. Tristezas tiernas y amables en cuyos brazos vienen a morir conscientes los inconscientes gozos infantiles. Es bello acariciaros y recrearse en vosotras, mejor, mucho mejor, sin duda, que tratar de disolveros artificialmente en brebajes alcohólicos —esas mixturas a las que ahora llaman «cock-talls»— o en pequeñas, modestas, orgÃas de bolsillo, como hacen la mayorÃa de los jóvenes nostálgicos.
Sin duda, en toda esta declaración amarga hay una buena parte de ficción poética, bastante logrado, por cierto, pero puede haber también un fondo de realidad colectiva actual. En la juventud de hoy existe un no sé qué de melancolÃa, quizás porque la vida moderna es una vida sin poesÃa y sin contacto con la naturaleza virgen. Juventud es ante todo virginidad y no se es joven porque se tengan diecisiete años, sino porque se es libre de cuerpo y de espÃritu.
El general MacArthur, que no era precisamente un poeta, decÃa que la juventud no es una etapa de la vida, sino un estado de espÃritu. Aunque, naturalmente, esto es justamente lo que suelen afirmar siempre los viejos que quieren seguir haciendo el papel de jóvenes.
La introspección excesiva a la que ahora se someten algunos jóvenes —quizás porque se sienten terriblemente solos— destruye la raÃz misma de su juventud. «El hombre no puede conocer verdaderamente lo que es la juventud hasta que la ha perdido definitivamente».
Y esto es verdad, aunque lo haya dicho un señor que se llamaba Wolfe, porque el hombre es «pasado» quizás más que «presente». Sólo se tienen diez años a los quince, veinte a los treinta, cuarenta a los cincuenta y cinco. Porque siempre —querámoslo o no— se vive de recuerdos.
Por eso no tiene nada de extraño, pienso yo, que este joven de —pongamos— veintidós años, eche precisamente ahora de menos sus diecisiete.
En cualquier caso, la tristeza de los jóvenes de hoy, esa «tristesse» a la que tantos y tantas le dicen «bon jour» por las mañanas, es un fenómeno muy complejo y que no puede ser juzgado a la ligera.
Al escritor Lacretelle, autor de un famoso «Discurso en verso sobre las falsas tristezas», le decÃa cierto dÃa un joven que estaba triste porque no sabÃa qué hacer con la vida, que la vida le era insÃpida que no le llevaba a ninguna parte. «Cédeme tus veinte años —le contestó el escritor— si no sabes qué hacer con ellos».
A la mayorÃa de nuestros jóvenes les faltan quizás «metas», quehaceres que puedan de algún modo ilusionarles. O, dicho en otros términos, a nuestros jóvenes les faltan «mitos».
Y la culpa de ello la tiene ese maldito positivismo que ha acabado con todo lo que era capaz de emocionar a los hombres. Ese maldito positivismo que todo lo cifra, y lo mide y lo razona, y que hasta las flores ha querido verlas exclusivamente bajo el ángulo tedioso de la botánica.
Al joven poeta que en «Luz del Cielo» canta sus penas, sólo le queda, sólo, la tenue voluntad de tener algo que hacer, algo bello e importante sin duda. «Zeozertan sinistu edo zeozer maitatzeko borondatea» (la voluntad de creer en algo, de amor a algo).
Y yo me pregunto a mà mismo y te pregunto a tÃ, lector, ¿de qué maldito sortilegio es vÃctima nuestra civilización técnica, con su cortejo de satélites artificiales y de cerebros electrónicos, para que asà llegue a engendrar esta suerte de hastÃo infinito, este cansancio de la vida?
Hay que fundar una mitologÃa nueva para que los pájaros, las flores y los jóvenes puedan respirar, como en tiempos de Virgilio, un poco de aire fresco.
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