Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Viet-Nam

 

El Diario Vasco, 1965-07-18

 

      Es evidente que la guerra del Vietnam no es una guerra. «Guerra» en sentido clásico y «guerra revolucionaria» son, en efecto, dos fenómenos sustantivos distintos, que el vocabulario debiera separar de modo más terminante.

      En la hora presente la guerra revolucionaria es un combinado de terrorismo, guerrilla, subversión, marxismo, acción psicológica e insurrección popular, que nada tiene que ver con la idea clásica de la guerra.

      Muchos millones de personas en el mundo la han adoptado como su forma normal de hacer política, sin que ello debe causar extrañeza dentro de una concepción materialista de la historia.

      En cierto modo triunfan así las ideas de Clausewitch, aunque por caminos muy alejados del pensamiento del famoso general alemán.

      La guerra revolucionaria plantea hoy problemas de todas clases, incluso problemas morales nuevos, y es materia de abundante literatura, sobre todo a partir del conflicto argelino.

      Es curioso hacer notar que, para la mayoría de los autores, dicha forma de convulsión popular tiene su origen en España, en la lucha contra la invasión napoleónica, aunque naturalmente no había adquirido entonces todavía la perfección técnica que en la actualidad ha logrado.

      En 1808 la presencia de las tropas francesas en España origina en todo el país, de modo natural y sin necesidad de métodos de acción psicológica, un estado colectivo de indignación y de desesperación popular que lanza a hombres y mujeres a la guerrilla y al terrorismo contra el Ejército invasor.

      Se produce entonces, por primera vez en la historia, según parece, la lucha de un pueblo desarmado contra un Ejército perfectamente organizado pero enteramente impopular y extraño al país.

      Â«La guerrilla implica un enlace profundo entre los combatientes y las masas populares», explica uno de los colaboradores del volumen colectivo «Guerre révolutionnaire et conscience chrétienne».

      Algunos descubren también caracteres análogos en las luchas carlistas del siglo pasado. «Un carlista con su fusil —afirma Balmes en uno de sus escritos políticos— recorría sin peligro una gran extensión del país, llegaba hasta tocar los muros de los puntos fortificados, mientras que las tropas de la reina, para hacer una marcha de algunas leguas con seguridad, necesitaban reunirse en número considerable y, según el terreno y las circunstancias, era menester un Ejército entero. Acampaban siete u ocho mil carlistas en país tan pobre y pelado como las rocas que los rodeaban y vivían allí muchos meses; y un Ejército de la reina había de regresar a un punto fortificado en acabándose la provisión de los morrales.

      La explicación de estos hechos es bien sencilla: el carlismo tenía hondas raíces populares. El régimen liberal, en cambio, carecía por completo de ellas, fuera de algunos grandes núcleos urbanos.

      En la guerra revolucionaria un Ejército no se enfrenta, pues, con otro Ejército que respete también las reglas del arte, sino con un pueblo insurreccionado, movilizado psicológicamente. Cada ciudadano es un combatiente o un espía. La guerra revolucionaria es la emboscada permanente.

      Esto es, en cierto modo, lo que está ocurriendo en el Sudeste asiático. Si el Vietcong se infiltra en el Sur y combate en el interior del país es porque una gran parte del pueblo del Sur está con él, sea voluntariamente, sea como efecto de una acción psicológica colectiva. ¿Qué habrá ocurrido para que así suceda?

      De cualquier modo en una guerra revolucionaria los aviones y los cañones no sirven para nada si previamente se ha perdido la batalla de la popularidad.

      Y esta es la que tendrían que ganar los americanos con una buena política. Una política que mirase realmente a la libertad económica y a la dignidad de los pueblos que sufren, más que a los intereses americanos a corto plazo.

      El senador Kennedy lo ha dicho recientemente en forma para mí enteramente clara, que sintetiza sin duda el pensamiento de la parte más inteligente del pueblo americano: «La respuesta a una guerra revolucionaria no puede ser una acción militar sino, ante todo y sobre todo, una respuesta política».

 

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