Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La era de los «managers»

 

El Diario Vasco, 1960-11-27

 

      Nadie sabe cual será la salida del actual enfrentamiento de sistemas económicos.

      Se nos ofrece, por un lado, la economía capitalista, o de mercado, en la cual el esfuerzo de los productores se halla directamente orientado por la dinámica de la oferta y la demanda. La teoría liberal capitalista atribuye a este mecanismo el mágico poder de conducir el proceso económico hacia las soluciones más justas y convenientes para la sociedad. Por desgracia, los hechos económicos están ahí, y no parecen confirmar históricamente el carácter verídico de semejante aserto. La libertad de mercados ha llevado a desigualdades económicas y sociales, entre individuos y entre pueblos, sumamente injustas y reprobables.

      Frente a la economía de mercado, la economía de plan o colectivista afirma que las necesidades de la colectividad pueden y deben ser determinadas por organismos centrales, llamados también a establecer las cifras óptimas de producción de las distintas clases de bienes.

      No se trata, naturalmente, de considerar ambos sistemas —capitalismo y colectivismo— en el plano de las ideas o de los conceptos, sino en el de las realidades sociales. En ambos casos, para que el sistema no degenere en tiranía económica, se requiere una elevada educación cívica y un sentido social muy auténtico y extendido.

      El agio, la especulación, la captación del poder económico, por grupos de intereses privados y el instinto del lucro, vician, sin duda alguna, la experiencia capitalista. Parece difícil que no sea así, mientras el hombre sea hombre.

      Por su parte, la burocracia, el funcionarismo, la inercia de la gigantesca máquina estatal y la corrupción política, pueden también desvirtuar cualquier intento de planificación, convirtiéndolo en un instrumento del más odioso totalitarismo. En un Estado bien organizado, puesto a salvo de todas esas rémoras y plenamente reconciliado con la inmensa mayoría de sus ciudadanos, el colectivismo podría, en cambio, ser una buena fórmula y enteramente compatible con las libertades y los derechos personales, incluyendo, naturalmente, entre éstos, cierto derecho de propiedad que no fuese el abusivo del liberalismo económico.

      La anterior oposición se halla imbricada, como es sabido, con un conflicto filosófico muy profundo, lo que complica terriblemente el problema, dentro del cual marxismo y personalismo representan, a mi juicio, los dos polos opuestos. La salida de esta crisis no aparece, repitámoslo, nada clara.

      En cualquier caso puede afirmarse, sin titubeo, que la historia nunca desanda sus pasos y que, por tanto, el proceso contemporáneo de colectivización creciente es, bajo ciertos aspectos, irreversible, pero que, por su parte, la autonomía individual se revela también como algo irreductible e inatacable por los ácidos. En virtud de ello, resulta poco probable que este match termine por «knock-out» de ninguno de los dos contendientes.

      Muchos piensan, y entre ellos, en primer término, James Burn, en su libro titulado «La era de los organizadores» que la caída del capitalismo no se producirá en beneficio del socialismo, sino que dará comienzo a una nueva era en la que los técnicos organizadores, los directores o «managers», representarán la función clave y serán los verdaderos ejecutivos del poder económico. A esto se puede llegar, tanto por la trayectoria comunista como por la capitalista.

      Pero hay que ponerse en guardia contra esta idea que sería una nueva sofisticación.

      Queda siempre, en efecto, un margen amplísimo de opciones de extraordinario interés para los pueblos, los cuales rebasan por completo el orden de las decisiones técnicas. De cualquier modo, el control colectivo, es decir, la intervención efectiva del ciudadano en los negocios públicos, es una pieza inexcusable en un sistema eficaz y justo.

 

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