Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Espectadores de cine

 

El Diario Vasco, 1960-01-24

 

      Como es sabido, el teatro antiguo era una especie de rito religiosos en el que tomaba parte el pueblo. Tal era el significado primero del Coro en la tragedia griega.

      En una situación de cultura naciente —lo que Spengler ha llamado la primavera de una cultura—, el arte y todas sus manifestaciones son una especie de vivencia popular, y la participación del público en el espectáculo se realiza de un modo espontáneo y natural.

      En cambio, a medida que la cultura se va intelectualizando o esclerotizando, el hombre de la calle vuelve a ser un mero espectador pasivo, y llega incluso a adoptar una postura de total indiferencia.

      Ahora bien, sin pueblo, es decir, sin público genuino, la representación artística no puede ser perfecta ni acabada. El papel activo del espectador es siempre necesario para que la comunicación de ideas, emociones y sentimientos, alcance una realidad. El Coro no es, por tanto, un elemento accesorio del cual pueda prescindirse sin que la obra padezca en su misma esencia.

      Claro está, que lo que aquí decimos del teatro puede aplicarse a cualquier género de comunicación artística. El autor y el actor —dos papeles que en muchos casos corresponden a una misma persona— necesitan sentirse estimulados y comprendidos por su público, comunicarse con él de alguna manera, recibir del mismo un signo de comprensión y de aprobación, o de desaprobación, procedente del mundo exterior, es decir, de otros universos humanos distintos del suyo. En todo caso, es preciso que se establezca una especie de diálogo para que haya una representación inteligente. Esta afirmación vale tanto para el escritor como para el orador o la danzarina.

      De algunos novelistas se dice que acostumbran a leer sus originales a la cocinera o al chófer estudiando sus reacciones como si fuesen augures.

      El buen conferenciante sabe identificarse plenamente con su auditorio. Los más pequeños gestos de este, los murmullos, los rostros de los espectadores, las risas, los «movimientos diversos» que en el mismo producen, le estimulan en todo momento y le dan inspiración y brío para exponer sus ideas. El orador político, en una asamblea parlamentaria adversa, se crece al sentirse acosado y adquiere mayor fuerza de expresión a medida que va percibiendo su resistencia, hasta que llega a dominarla y a hacerse con ella del todo, como el domador con la fiera o el torero con el toro.

      En el teatro, el público, con sus aplausos, y llegado el caso con sus protestas, contribuye también a dar realidad a la representación. Sin ellos el actor no podría llevar esta a cabo. Los ensayos son siempre incomparablemente más fríos e inexpresivos que la representación misma: les falta algo esencial, que es el público.

      Menos privilegiado que el conferenciante y el actor de teatro, el actor cinematográfico se ve obligado a hacer su trabajo en condiciones artificiales, lejos del público, en escenarios convencionales, por escenas sueltas, sin coherencia inmediata, y casi siempre fuera de ambiente. En general no puede conocer las reacciones del público si no es a través de los críticos, lo cual tiene muy poco de auténtico. Diríase que el trabajo del actor cinematográfico es muchos menos «vivente» que el de los artistas teatrales de toda especie.

      Quizás en el cine es donde más se echa en falta la participación del público, un público inteligente, sensible, dispuesto al contacto directo con el problema humano que se plantea. Desde este punto de vista, ese intermediario obligado que es la máquina constituye la primera dificultad que hay que vencer en este arte, y esto lo saben, sin duda, mejor que nadie, los actores y directores y todos los que trabajan en el cine o para el cine.

      Algo análogo ocurre con el orador «magnetofónico» y con el «televisado», que actúan también en laboratorio, sin contacto directo con su público.

      Felizmente, por lo que hace al cine, la organización de coloquios y discusiones, las encuestas, las películas comentadas por el público en los cine-club y cine-fórum, contribuyen hoy a formar entre la gente conciencia de «pueblo» y a promover esta deseable intervención.

 

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