Carlos Santamaría y su obra escrita
Técnicos al servicio de una concepción moral de la vida humana
Guipúzcoa Económica, 1958-11
Una de las preocupaciones mayores de nuestro tiempo es el desarrollo acelerado de la técnica. El progreso técnico ha aportado grandes beneficios a la Humanidad y su lucha contra la miseria, el hambre, la enfermedad y la incultura, pero, al mismo tiempo, le ha acarreado no pocos males.
¿Cuál es la razón de estos males? ¿De dónde viene lo bueno y de dónde lo malo que la técnica ofrece a la vida humana?
La celeridad, primer inconveniente del progreso técnico
El primer inconveniente del progreso técnico lo constituye su misma celeridad, el ritmo con que se desarrolla, yendo siempre más de prisa de lo que la previsión del hombre y su poder de asimilación pueden alcanzar.
La técnica siempre inacabada, siempre insatisfecha, a la busca siempre de realizaciones nuevas, es un activo elemento de inestabilidad y de incertidumbre en nuestras vidas.
Es verdad que nos aporta cierta seguridad, determinadas ventajas materiales, una comodidad muy apreciable en muchos aspectos; pero, al mismo tiempo, en razón de los cambios que constantemente introduce en nuestras formas de existencia, constituye un factor de desequilibrio. Desequilibrio material y desequilibrio psÃquico; desequilibrio económico y desequilibrio social.
La rapidez con que presenta nuevas posibilidades y nuevos conflictos, nuevas soluciones y nuevos problemas no nos da tiempo —por decirlo as× al reposo ni al disfrute de los bienes que ella podrÃa y deberÃa proporcionarnos.
Apenas hemos terminado de adaptarnos a las exigencias de una técnica, surge otra nueva que nos obliga a emprender un nuevo camino y a echar por la borda gran parte del trabajo realizado hasta entonces.
Esta constante agitación y mutación propia del progreso técnico moderno viene favorecida por el agio y la especulación financiera, que encuentran en ella un campo muy apropiado, asà como por la inquietud intelectual y el afán de permanente novedad caracterÃstico del hombre contemporáneo.
Segundo mal: el materialismo que comporta
El segundo inconveniente —que es el que aquà nos interesa— del progreso técnico: es el materialismo que comporta, el «concepto técnico de la vida», forma particular del materialismo denunciada por S.S. el Papa en su Mensaje de Navidad de 1953.
Como consecuencia de este materialismo y de aquella inestabilidad, la técnica es una de las causas más importantes de complicación actual de la vida humana. Sin embargo, no nos es posible renunciar a ella porque la irreversibilidad del progreso técnico se nos presenta como una ley fatal: allà donde se ha implantado el ferrocarril no se puede volver a la carreta; donde se ha iniciado la industrialización no se puede volver a las formas primitivas del vivir agrÃcola y artesano; donde ha penetrado el cine y la televisión no se puede pretender que las gentes retornen a las distracciones pastoriles e ingenuas de sus antepasados. El progreso técnico es, en este sentido, irrenunciable: tenemos que cargar con él y afrontar las dificultades de su aplicación haciendo todo lo que sea posible para que se convierta realmente en un instrumento al servicio del hombre y de los fines más elevados de su existencia.
No debemos permitir que ponga en peligro nuestros valores fundamentales, nuestros valores morales, la concepción espiritualista de la vida, la tranquilidad y la continuidad histórica de generación a generación.
Una coyuntura favorable al verdadero progreso
Estamos ante una coyuntura que puede ser muy favorable al verdadero progreso de la humanidad, su progreso espiritual y moral, pero que también podrÃa resultarle sumamente perjudicial y dañoso para éste.
En Guipúzcoa, donde somos testigos de una transformación, cada vez más rápida y también más preocupante, y asistimos al tránsito de lo que era un vivir patriarcal y profundamente tradicional religioso, a un vivir utilitario y hedonÃstico cada vez más acusado, sentimos este problema en nuestra propia carne, a través de constantes incidencias que fundadamente alarman a los hombres interesados en el bienestar público y en la autenticidad de nuestro pueblo.
¿Cómo debemos proceder para obtener los beneficios del progreso técnico sin sufrir sus inconvenientes? ¿De qué manera el progreso técnico servirá al progreso moral en lugar de ser una causa de degeneración y de miseria para nuestro pueblo?
Al plantear estas cuestiones no me alejo en lo más mÃnimo de las preocupaciones capitales de nuestra Escuela. Una gran parte del esfuerzo técnico se vierte hoy en la empresa industrial: a través de ésta se canaliza o debe canalizarse hacia el bien común. La Empresa debe ser cada vez menos un instrumento de enriquecimiento privado y cada vez más una fuente de riqueza y de bienestar para el conjunto de la sociedad en el seno de la cual existe.
El papel decisivo de los técnicos
Ahora bien, por causa de su misma complejidad, la empresa moderna está sufriendo también, en estos momentos, una notable transformación. Los más autorizados observadores están de acuerdo en reconocer la importancia creciente que toma en las empresas el papel de la dirección técnica frente al del capital, el cual se transporta a un plano en cierto modo secundario. Rápidamente se van cambiando las relaciones entre los que poseen los medios de producción y los que dirigen el funcionamiento y la aplicación de los mismos, de suerte que el poder efectivo pasa insensiblemente a manos de éstos. ¿Vamos quizás hacia una tecnocracia, forma intermedia entre la estructura capitalista y el colectivismo estatal? En cualquier caso el porvenir de la técnica depende en gran parte de la dirección que impriman a su utilización los que están al frente de las actividades industriales y productivas. El que, en un mañana próximo, la técnica sea un motivo de bienestar y de elevación de nuestros pueblos, o, por el contrario, causa importante de su degeneración, dependerá, en gran medida, de la actitud que adopten frente al problema planteado nuestros dirigentes técnicos.
La solución de este problema no es ajena, sin duda, al buen gobierno de los poderes públicos ni a la educación moral y religiosas de las gentes, pero todos los esfuerzos que se hagan en el campo espiritual o en el de la actividad polÃtica, pueden malograrse y se malograrán, sin duda, si dentro del mismo mundo técnico no surge la visión clara del sentido moral del progreso, si los hombres que lo impulsan, desde el investigador cientÃfico hasta el director de empresa, no tienen una idea moral, una idea propiamente moral, de su misma actividad.
El «espÃritu técnico», deformación de la conciencia moderna
Por desgracia, debemos reconocer que muchos dirigentes técnicos, pese a su buena intención, se hallan invadidos por la mentalidad técnica, por el espÃritu técnico a que antes me he referido. En realidad, este espÃritu se nos impone a todos como una deformación de la conciencia contemporánea, tanto más peligrosa cuanto más insensible.
Las técnicas de diferentes clases —cientÃficas, económicas, sociales y polÃticas— invaden la vida humana y pretenden regular nuestras decisiones, nuestras necesidades, los actos más elementales de nuestra vida, según criterios técnicos.
Uno se pregunta si estas técnicas, que tienen la pretensión de gobernar nuestras vidas, serán capaces de gobernarse a sà mismas. De hecho, se está produciendo dentro del mundo técnico un conflicto que de debe ser observado con la mayor atención. En el interior mismo de ese mundo técnico se está presentando una situación crÃtica, una situación sin salida, lo que, en cierto modo, le permite a uno sentirse optimista, precisamente porque cuando se llega —cuando el hombre llega— a una situación sin salida es cuando se está más cerca de una salida auténtica, de una salida históricamente trascendente.
La crisis interior a la técnica está probablemente preparando una especie de reconversión del mundo técnico. En cualquier caso la larga cadena de decepciones y fracasos que han conocido, está produciendo en el ánimo de los tecnólogos una profunda preocupación. Son muchos los que se plantean el problema del valor real de los descubrimientos con relación al bienestar humano, pero a menudo lo hacen con razones puramente técnicas y, por lo tanto, inservibles para el caso. Precisamente lo que caracteriza la alienación técnica es la total sumersión en una criteriologÃa eficacista. Los hombres que, dentro de ese cuadro, se replantean en su conjunto el problema de la técnica, lo acometen con el utillaje mental que la técnica misma les proporciona.
La noción clave de la técnica es la de «eficacia». Ahora bien, hablar de eficacia es hablar de fines y de objetivos. Para una técnica, el objetivo desempeña un papel análogo al que la verdad objetiva realiza en relación con el saber y el conocimiento especulativo. Cada técnica se vuelca Ãntegramente, o tiende a volcarse, en su propio fin.
El objetivo es la razón final de toda técnica. Lo que se pide a una técnica no es que sea verdadera sino que sea eficaz.
Oppenheimer, el atomista universalmente conocido, tiene razón cuando dice que «ciencia no se plantean las cuestiones del bien y del mal». Una técnica es «buena» si realiza su objetivo, y «mala» en caso contrario. Tal es la «moral» causal de la eficacia.
Falsedad de la «moral técnica»
Ahora bien, esta especie de «moral técnica», no es una verdadera moral: en primer lugar porque se desentiende de la moralidad de los medios y en segundo término porque le falta todo nexo con el objetivo último de la vida humana. Nosotros no podemos aplicar la palabra «moral» a una regla de conducta que prescinda de esta relación.
A pesar de ello, los técnicos están muy acostumbrados a formular reglas de conducta fundadas exclusivamente en consideraciones técnicas y de las cuales toda consideración moral se halla enteramente excluida. Para citar un solo ejemplo, tomaré este texto extraÃdo de una revista cientÃfica en el que se defiende la oportunidad del «birth control».
«Parece claro —dice— que el objetivo final de la ciencia médica en el estadio actual debe ser el de estabilizar las tasas de la natalidad y de mortalidad humanas a un nivel cada vez más bajo a fin de que los habitantes de todos los paÃses se encuentren bien, satisfactoriamente alimentados y seguros de una larga existencia. Para alcanzar este objetivo es manifiesto que lo primero que se necesita es poner a punto un método de limitación de nacimientos, simple, poco costoso y seguro».
Como se ve, no se expresa en este texto ninguna preocupación respecto de la dignidad de la persona y del respeto de la vida humana. El razonamiento es claro, simple y sin ninguna clase de complicaciones éticas: tal es el objetivo, tal el medio económico y seguro para realizarlo, tal, por tanto, la solución técnica del problema.
Pero lo malo de ese razonamiento es que en él, el hombre real, el hombre genuino, cuerpo y alma, acción racional y responsabilidad moral, mundo de valores materiales y de valores espirituales, complejo de finalidades individuales y sociales, el hombre real con todas sus facultades y sus fuerzas fÃsicas e intelectuales, está ausente. Su existencia se sintetiza en esta finalidad técnica: ser satisfactoriamente alimentado y estar seguro de una larga existencia. Al tratar de definir al hombre como un objetivo técnico el hombre desaparece. El hombre real es extraño a la mentalidad técnica y a los criterios técnicos, estrictamente técnicos, precisamente porque no puede ser definido como un simple objetivo técnico que es lo único que las meras técnicas pueden reconocer en él. Las técnicas no ven en el hombre más que aspectos muy parciales del hombre, necesidades concretas, objetivos materiales determinados. El hombre verdadero, el propio hombre, raÃz de todas aquellas necesidades y clave de todos estos objetivos es tan inaccesible al espÃritu técnico como lo es la «cosa en sû a la teorÃa del conocimiento de Kant.
La técnica sólo ve aspectos parciales del hombre
AsÃ, si nos preguntamos, desde un punto de vista estrictamente técnico, qué es un hombre; nos encontraremos sin respuesta para esta cuestión. La contestación dependerá de la técnica de que se trate y de los objetivos humanos que ella intente realizar y siempre será de una parcialidad radical.
Para la dietética, por ejemplo, un hombre no es más que un aparato digestivo. Es una máquina como otra cualquiera que debe recibir cantidades determinadas de calorÃas, proteÃnas y vitaminas, en las condiciones más económicas y regulares posibles.
Para las técnicas del transporte un hombre no es más que una masa mecánica M que hay que transportar en condiciones fÃsicas determinadas con un mÃnimo G de gastos y en un mÃnimo t de tiempo.
Para las técnicas de calefacción y de climatización, el hombre es también un objeto: un objeto que hay que mantener entre determinadas condiciones lÃmites de temperatura en relación con la humedad y quizás, también, con la presión, determinables mediante ecuaciones o por experiencias cientÃficas inteligentemente concebidas.
Para la estadÃstica matemática un hombre es una unidad aritmética, un valor marginal en relación con múltiples funciones numéricas. Para la estrategia, un hombre es un peón en el tablero, un simple factor operativo positivo o negativo, en acto o en potencia.
PodrÃamos prolongar esta lista indefinidamente para probar, de un modo descriptivo, que en todos los casos el hombre real es extraño a la técnica, precisamente, porque no puede ser definido nunca como un objetivo técnico. No tiene, pues, derecho a la existencia, en su propia calidad de hombre, dentro del universo técnico.
La técnica no opera sobre hombres, sino sobre abstracciones prácticas. No opera sobre hombres, sino sobre aparatos digestivos, masas mecánicas, centros térmicos en relación con un medio fÃsico cualquiera y asà sucesivamente.
Toda técnica tiende, pues, a realizar un objetivo determinado y busca los medios más eficaces al efecto. Para ello debe tener en cuenta un conjunto de condiciones particularmente importantes desde el punto de vista técnico: rapidez, seguridad, economÃa, autonomÃa, etc. Dentro de estas condiciones trata de obtener el resultado «óptimo» con relación a su objetivo o a ciertos aspectos del mismo y a este fin procura que algunas funciones tÃpicas, no siempre fáciles de determinar, obtengan sus valores extremos, máximos o mÃnimos.
Ahora bien, como estos aspectos son a menudo opuestos —de manera que para favorecer a los unos hay que sacrificar los otros— cada técnica realiza lo que la moderna investigación operacional llama un «sub-optimización».
Para explicar este concepto podrÃamos elegir como ejemplo lo que ocurre en la administración pública entre técnicos de diferentes ramas de la misma. Las decisiones que se adopten serán muy diferentes según el problema que cada uno se plantee: el problema del uno será la reducción del déficit presupuestario; el del otro, el aumento del poder nutritivo de la ración media alimentaria del obrero; el de un tercero, el aumento de la cifra de las exportaciones. Quien se fijará en la disminución de la mortalidad; quien, en la elevación de los salarios reales o en las condiciones estratégicas más favorables de la defensa nacional, o en cualquier otro de los infinitos fines particulares que dentro de la administración pública pueden y deben perseguirse.
Ahora bien, un gobierno en el que faltara un criterio superior, propiamente polÃtico, que es como decir propiamente moral —porque la polÃtica es un quehacer eminentemente moral— un gobierno que se dejara conducir por los infinitos criterios particulares de sub-optimización que caben en relación con aquellos infinitos fines, no serÃa un gobierno sino la expresión de una situación de anarquÃa.
Algo de esto les ocurre a las técnicas cuando quieren gobernarse ellas mismas, cuando rechazando los criterios metatécnicos, las razones filosóficas y morales, y todo lo que no sea reductible a una formulación estrictamente técnica, quieren determinar por sà mismas la conducta humana.
La técnica no puede realizar una sÃntesis humana
Al mundo técnico le falta la posibilidad de practicar una sÃntesis, de alcanzar un punto de vista superior, una razón propiamente humana, integral, no fragmentada, capaz de ver lo que escapa por definición a todo criterio particular, es decir, lo genéricamente humano.
Cuando, en el mes de junio de 1945, el público americano se hallaba bajo la impresión de los combates excepcionalmente sangrientos que se libraban para la posesión de la isla de Okinawa, un cierto número de sabios trabajaban en el mayor secreto en la fabricación de la bomba atómica. Nadie mejor que ellos podÃan darse cuenta de los posibles efectos catastróficos de la explosión nuclear.
Una doble inquietud combatÃa sus espÃritus: por una parte, la sensación angustiosa de que la utilización de la nueva arma habÃa de sobrepasar con mucho a todos los poderes destructivos que la humanidad habÃa conocido hasta entonces y de que no se podrÃa, con tranquilidad de conciencia, organizar una matanza de aquellas dimensiones en la población civil.
Por otra parte, una viva curiosidad, una curiosidad morbosa, caracterÃstica de la investigación cientÃfica, les agitaba y les estimulaba incesantemente a continuar sus trabajos. Uno de los actores de este drama escribÃa después del lanzamiento de la bomba: «el carácter monstruoso de la destrucción que iba a operarse me angustiaba, pero yo ardÃa en curiosidad por saber cuál serÃa el resultado de la experiencia y si, finalmente, la bomba que tantos esfuerzos nos costara, llegarÃa o no a funcionar en el momento supremo».
La inquietud llegó a tal extremo que el fÃsico Compton hizo una encuesta entre sus colaboradores proponiendo varias soluciones posibles: 1) Empelo incondicionado del arma. 2) Demostración militar en el Japón seguida de un nuevo ofrecimiento de capitulación antes de llegar al «empleo a fondo» de la bomba. 3) Demostración experimental en los EE.UU. en presencia de representantes del Japón seguida de un ofrecimiento de capitulación. 4) Aplazamiento del empleo del arma. 5 ) Prohibición total del arma.
Como ustedes ven, señores, esto era mucho más que un simple planteamiento técnico. En esta pentagonal gama de posibilidades latÃa una preocupación moral, cierta angustia entre el bien y el mal propiamente éticos por encima de las razones pura y estrictamente técnicas.
La decisión que se adoptó en este caso concreto fue, sin embargo, de un carácter tÃpicamente técnico. Trece años más tarde el Presidente Truman declaró que el acuerdo favorable al lanzamiento de la bomba habÃa sido tomado sobre la base de una teorÃa según la cual la invasión del Japón por la planicie de Tokio y por el sudeste hubiera costado al ejército americano quinientas mil bajas de las cuales la mitad serÃan muertos. La operación de invasión del Japón fue pues «optimizada» con arreglo a un criterio consistente en reducir al mÃnimo la pérdida de los efectivos americanos. En la operación de Hiroshima la conciencia moral hubiera visto tal vez otros aspectos de la cuestión, aspectos humanos y genuinamente morales y tal vez no hubiera tolerado que la población civil no combatiente, niños, mujeres y ancianos, fuese condenada a pagar terriblemente caros los gastos de la operación. El caso que acabo de citar, es un ejemplo tÃpico de decisión estrictamente técnica.
Un criterio estrictamente técnico destruirÃa el mundo
Si se acepta que las técnicas queden abandonadas a sà mismas y a sus propios criterios —algo asà como en la economÃa liberal, «laissez faire, laissez passer»— el mundo de las técnicas caerá inevitablemente en la autodestrucción. El proceso de la sub-optimización que hemos descrito tiende, en efecto, a una fragmentación radical de la conducta humana. Separado de toda raÃz moral, el mundo de las técnicas es un mundo contradictorio, a-lógico en su conjunto.
Dentro de aquel nivel surge, a pesar de todo, una necesidad de trascendencia frente a la cual caben varias posiciones posibles. Existe, en primer lugar, la mentalidad técnica cerrada e intransigente: la negación a todo lo que no sea la propia técnica, sus métodos, su lenguaje, su repertorio de ideas. Pero ya hemos visto a donde conduce esta actitud.
Hay una segunda posición que impide la salida imponiendo una solución falsa: es el predominio absoluto, la dictadura de una técnica determinada sobre las demás. Es el caso del marxismo pretendiendo poner orden en el mundo de las técnicas por la supremacÃa de una técnica determinada: la economÃa, la ciencia de las necesidades humanas, erigida en ciencia primordial del hombre.
Esta absolutización no es legÃtima. No es tampoco realizable. Es cierto que la dictadura de una idea, lo mismo que cualquier otra suerte de dictadura, excluyendo los diversos pluralismos legÃtimos de la vida social, concentrando todos los esfuerzos sobre una sola tarea, puede producir una primera sensación de orden y de aumento de la seguridad. Pero tarde o temprano esta ilusión desaparece: la complejidad de la existencia vuelve al primer plano; lo natural, eliminado por un momento, vuelve siempre al galope.
La pretensión de que la idea económica reine en el mundo desordenado de las técnicas, no es exclusiva de la mentalidad marxista. Esa misma idea se halla también ampliamente desarrollada en el mundo capitalista. Lo que Berdief llama «la moral técnica de la producción» es también un caso tÃpico de la deformación que hemos señalado. En este caso hay también una idea técnica que se erige en Ãdolo. Todas las demás técnicas se subordinan a la idea central de una «maximación» de la productividad.
De esta manera, se identifica tal aumento con el de la felicidad o el bienestar humano y, simultáneamente, se degrada este concepto al nivel del bienestar material. Viene a resultar asà que, al final, ya no es la producción, como factor de ésta. No se trata ya de producir más para que los hombres sean más felices, sino de que los hombres sean más felices para que produzcan en mayor abundancia. Tiene lugar de esta manera una especie de inversión del orden humano.
La búsqueda de un principio humano capaz de gobernar la técnica
Hay que reconocer, sin embargo, que en la noción de productividad, tal como se la concibe actualmente, existe ya un cierto rebasamiento de la mentalidad técnica propiamente dicha. El fenómeno que hoy se observa es el de una rebusca, tÃmida, tanteante, y oscura, si se quiere, pero auténtica, de un principio humano, capaz de gobernar el mundo de la técnica. Esta exploración parte del interior de este mismo mundo y es la resultante de una dolorosa experiencia histórica.
Para escapar a su contradicción interna, para salir de la encrucijada, se hace cada vez más necesario aproximar unas técnicas a otras y proceder de modo que todas ellas admitan una especie de interdependencia o de interacción fecunda. Cada técnica, lejos de encerrarse en sus propios criterios, se ve obligada a buscar fuera de ellos su propio sentido. Nuevas técnicas de confluencia o de convergencia, están naciendo ahora como resultado de esta fecundación. Aunque nos hallemos todavÃa lejos de un verdadero punto de vista moral, este hecho patente constituye ya una esperanza y un principio de orientación moral.
Este es el caso de la productividad. En principio, ésta es un factor de eficacia, la pretensión de un rendimiento máximo, de un sistema en función de un factor particular de producción. Pero, en un sentido más amplio, la productividad representa una cooperación entre hombres dispuesta a tener en cuenta una gran diversidad de factores humanos socio-psicológicos más o menos imponderables. Cuando se intenta llevar a cabo esta cooperación se descubre la existencia de elementos que no pueden ser aislados ni expresados mediante fórmulas técnicas. Este es, señores, el momento solemne en que empieza a descubrirse ese gran mediterráneo que es el mundo de los valores morales.
Dentro del mundo técnico se ve surgir la necesidad de buscar un arbitraje entre las técnicas y sus dispares criterios, un criterio ordenador forzosamente metatécnico.
Hombres antes que técnicos
Se empieza a hablar de «relaciones humanas». ¿Los investigadores se verán conducidos por ese camino a la reconquista de los principios morales, como una cosa que están necesitando y que las técnicas mismas no pueden darles?
Todo depende de una cosa: de que los hombres que hoy llevan adelante la investigación y la expansión técnicas y que de buena fe pretenden lograr la ordenación del mundo fragmentario de las técnicas, no se olviden de que además de técnicos y antes que técnicos son hombres.
Cuando les pedimos que humanicen su actividad, que limiten sus experiencias, que renuncien si es preciso a una parte de sus realizaciones, que sometan sus invenciones a una voluntad moral, nos dirigimos no a su ciencia de técnicos sino a su conciencia de hombres. Les pedimos que por un momento olviden sus fórmulas, su positivismo práctico, sus temibles y simplificadores cocientes, el rigor de sus definiciones cientÃficas y piensen que ellos también son hombres y que tienen también la posibilidad y el deber de pensar las cosas con un pensamiento metatécnico, un pensamiento impregnado de ideas humanas y de ideas morales, indefinibles si se quiere desde el punto de vista del positivismo técnico, pero que no por eso dejan de tener una realidad auténtica y, por decirlo asÃ, más sólida y estable que la de los mismos conceptos técnicos.
La solución del problema no será alcanzada más que a través de una rehumanización de la técnica. Si el concepto de eficacia agota, en cierto modo, la naturaleza propia de la técnica, es menester que no se olvide que toda abstracción deja de ser legÃtima desde el momento en que pretende encerrarse en sà misma, en que intenta construir un universo aparte y se opone a ser restituida a lo real.
Es propio de la técnica el concentrarse exclusivamente en la realización de su propio objetivo, pero no es admisible que el técnico, prescindiendo de su condición de hombre, se olvide de que existe un mundo de valores morales, que él como hombre está llamado a realizar. En la realización del objetivo técnico ha de producirse, pues, una especie de restitución; el objetivo técnico debe ser rehumanizado en la perfección de su cumplimiento, haciendo que sea de nuevo un objetivo humano, después de haber sido un objetivo técnico.
Las anteriores consideraciones muestran la urgente necesidad de formar Ãntegramente a los hombres que han de llevar la dirección del mundo técnico.
En medio de tanto progreso y de tanta dificultad, acaso habÃamos olvidado esta pequeña verdad, que tal vez sea la clave de la solución del problema. Acaso habÃamos olvidado que los técnicos también son hombres.
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