Carlos Santamaría y su obra escrita

 

«Chuan li»

 

El Diario Vasco, 1958-01-19

 

      Cuando los pensadores chinos del siglo XIX intentaron traducir a su idioma la filosofía política occidental construida sobre los principios de la revolución francesa, se encontraron ante una dificultad inesperada: en el lenguaje del Celeste Imperio no existía el equivalente del término «derecho» en el sentido propiamente político del mismo. No había, por ejemplo, modo de decir en correcto chino «declaración de los derechos del hombre».

      Hubo, pues, que inventar un neologismo y se introdujo la palabra «chuan li», que al pie de letra significa «poder e interés». «Chuan li», igual a «poder e interés», igual a «derecho». Sería interesante analizar hasta qué punto esta difracción de la idea de derecho en otras dos, no menos oscuras y difíciles, no implica una interpretación diferente y propiamente chinesca de los derechos humanos.

      La indicada carencia de vocablo no significa sin embargo que tales derechos fuesen desconocidos de los filósofos chinos: el confucionismo es un viejo racionalismo que ha pasado ya por todas estas cosas. Esta, al menos, es la opinión del profesor Chung Su Lo, expresada en un artículo publicado por la Unesco en 1947, con motivo de la redacción de la Declaración de derechos del hombre que entonces preparaba dicha organización internacional.

      Cúmplense ahora diez años de la promulgación de dicha Carta, cuya inoperancia a lo largo de esta agitada década salta a la vista, pues ni las propias Naciones Unidas han hecho nada positivo para que sus miembros la pusieran en práctica. Es probable que asistamos a una campaña de propaganda y de conmemoración. Las revistas volverán a ocuparse de la olvidada Declaración del 48; pero la fe en este género de manifiestos públicos se halla muy debilitada a la vista de los acontecimientos.

      Se cuenta que en una de las sesiones de la Comisión de la Unesco, en la que se discutía el proyecto, alguien manifestó su extrañeza por el hecho de que se hubiera podido llegar a una formulación común de la lista o repertorio de derechos universalmente reconocidos —al menos en principio— al ser humano. «Sí, estamos de acuerdo —se le respondió—, pero a condición de que no se nos pregunte por qué. Con los 'por qué' empiezan las dificultades».

      He aquí la gran paradoja de nuestro tiempo. Aunque los hombres y los Estados puedan llegar a fórmulas prácticas de convivencia, más o menos impuestas por la necesidad, no están en condiciones de ponerse de acuerdo sobre la justificación o interpretación de las mismas. Incluso si todos hiciéramos los mismos gestos, los actos realizados serían internamente diferentes.

      Así, por ejemplo, el respeto a la vida no tiene exactamente la misma significación para un espiritualista que para un materialista, para un ateo que para un creyente, para un marxista que para un liberal químicamente puro. Esto explica las diferentes actitudes, ya que tarde o temprano las discrepancias de conceptos han de asomar en el plano de los hechos; para unos será lícito matar en legítima defensa, pero no lo será matar a un niño indefenso; para otros, la guerra de legítima defensa constituirá un crimen —así piensan los pacifistas absolutos—, y el aborto provocado, la cosa más natural del mundo.

      El verdadero fondo del derecho sigue siendo casi tan intraducible para los pensadores de distintas faunas ideológicas como lo fue la palabra para los escritores chinos del siglo XIX. Cada uno tiene que inventarse su «chuan li».

      Con razón se pregunta Pablo Lucas Verdú, el nuevo e inquieto catedrático de la Universidad de Santiago, si el derecho natural sigue siendo la base de nuestra convivencia política. Su respuesta tiende a ser optimista. Al fin y al cabo la rara coincidencia que hemos apuntado, siquiera sea superficial, entre gentes de tan diversas ideologías y credos, revela la existencia de un fondo común humano que está más allá de todas las discrepancias y discusiones.

 

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