Carlos Santamaría y su obra escrita

 

«Maccarthysmo»

 

El Diario Vasco, 1957-05-12

 

      La muerte del senador McCarthy, ante cuya figura de luchador infatigable me inclino con el respeto religioso que merecen los muertos, trae a mi memoria un tema casi olvidado, pero que desgraciadamente no ha perdido actualidad: el tema del «maccarthysmo».

      Ignoro si el fenómeno que se ha designado con tan bárbaro neologismo refleja, en realidad, la posición concreta del señor McCarthy; pero lo cierto es que la palabra en cuestión sirve hoy para designar una actitud política muy definida —por lo demás sumamente simplista y violenta— que lo supedita todo a la lucha contra los comunistas.

      El «maccarthysmo» ve marxistas solapados por todas partes, no vacila en acusar a los hombres más respetables. Con tal de descubrir a los presuntos espías no se para en escrúpulos, ni en procedimientos, ni tiene inconveniente en poner en tela de juicio la honradez de muchas personas, en provocar procesos escandalosos ni en destruir vidas ajenas.

      La obsesión «maccarthysta» conduce, en último extremo, a posiciones enteramente anticristianas y radicalmente inmorales. (El comunismo no es el mal absoluto. No todo lo que se haga contra él queda justificado «ipso facto»).

      Tiene, además, el notable peligro de impedirnos ver otros males sociales no menos importantes y acaso más graves que el propio comunismo y que, acaso, pasan inadvertidos para nosotros.

      No basta que un hombre sea enemigo del sistema capitalista y partidario de una reforma social profunda para que se le acuse de comunista.

      El capitalismo, en la forma en que lo conocemos actualmente —realización anónima y deshumanizada de una insaciable ambición de poder—, no tiene nada de cristiano y nosotros no hemos de defenderlo, confundiéndolo con el legítimo derecho de propiedad que salvaguarda la dignidad y la libertad de la persona humana.

      Aún dando por sentado que no existiese el régimen soviético, los cristianos no dejaríamos de encontrarnos ante la necesidad de realizar una transformación social y económica de formidables dimensiones, una revolución sin par en la Historia. Huyamos, pues, de la actitud simplista de los que aún sueñan con cruzadas y reconquistas.

      Pensemos en la gigantesca complejidad de ese mundo, que está ante nuestros ojos, tal como él es realmente, y comprendamos que el papel de católico no puede consistir en atizar hogueras o en levantar horcas, sino en algo mucho más humano y mucho más importante: sumergirse en ese mundo y buscar paso a paso, mediante un esfuerzo tenaz, impregnado de amor sobrenatural, soluciones cristianas para una Humanidad formada por hombres de todas las razas y de todas las religiones.

      Una Humanidad que quizás en los siglos venideros vendrá a Cristo, pero que hoy no lo conoce acaso porque encuentra en el comportamiento de los mismos cristianos demasiados obstáculos para ello.

 

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