Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El pecado del Sanedrín

 

El Diario Vasco, 1957-04-14

 

      En aquellos días, Judea se hallaba bajo la ocupación romana. El pueblo, que odiaba al ocupante, como ocurre siempre, no podía ofrecer resistencia. Anás, Caifás y la mayor parte de los dirigentes judíos trataban de realizar a duras penas una política colaboracionista para salvar, al menos, la apariencia de libertad que aún le quedaba al Estado judaico.

      Lo importante, pues, para los príncipes de los judíos era evitar choques e incidentes que pudieran dar al traste con la situación, como finalmente ocurrió.

      No es seguro que todos los miembros del Sanedrín, al condenar a Jesús, tuviesen conciencia de quién era aquel Hombre ni que fuesen directamente movidos por un odio satánico contra el Hijo de Dios.

      En realidad, cabe suponer que muchos de ellos no daban ninguna importancia religiosa a un «agitador» que ni siquiera era oficialmente escriba o maestro de la ley, y que se decidieran a condenarlo únicamente para impedir que, con su predicación y sus milagros, provocase un levantamiento contra los romanos y contra los amigos de los romanos, que eran ellos mismos.

      Su pecado no fue en este caso tan grande como si hubieran tenido pleno conocimiento del carácter auténticamente profético y divino de aquel Hombre. Visto desde el interior de sus conciencias no consistió en condenar al inocente, sino el de condenar a UN inocente para salvar al pueblo.

      Pero este ya es un pecado enorme.

      Aunque Jesús no hubiera sido Dios, en la conducta de aquellos «leaders» había ya motivos suficientes para execrarlos.

      La cuestión se plantea con claridad en el capítulo once de San Juan.

      Desde que había empezado a hacerse famoso, Jesús inspiraba sospechas a la policía del Sanedrín. Después del milagro de la resurrección de Lázaro no faltaron, pues, denunciadores que fuesen a decir a los fariseos lo que había ocurrido y que aquel Hombre iba ya resultando demasiado peligroso para dejarlo moverse a sus anchas.

      Los dirigentes judíos se plantean el problema netamente en el terreno político, como buenos «realistas», sin detenerse a indagar —ahí está su primer pecado— la autenticidad de los milagros, la conducta y las enseñanzas de aquel Hombre. No actúan, pues, como celosos pastores espirituales, sino como sagaces políticos dispuestos a mantener su autoridad y el orden establecido.

      Â«Â¿Qué hacemos?... Porque este hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos así todos creerán en él y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación».

      Los motivos de su inquietud eran, pues, al parecer, de lo más noble y elevado: la defensa del templo y de la nación judía.

      Las razones que aduce Caifás para justificar la solución violenta eran las de un «prudente» político, hábil administrador, buen conocedor de eso que, desde Maquiavelo, se ha llamado la «razón de Estado», pero que ya existía mucho antes de que naciese el autor de «El Príncipe».

      Caifás plantea sin reparos su tesis maquiavélica: si para salvar el Estado hay que eliminar a este individuo, no debemos dudar un momento en hacerlo. «Vosotros no sabéis nada. ¿No comprendéis que conviene más que muera un hombre por todo el pueblo, no que perezca todo el pueblo?».

      La verdad es que estas palabras tenían un sentido mucho más profundo de lo que pensaba el mismo Caifás, porque aquel inocente al que se proponían condenar iba, en efecto, a morir por la salvación del pueblo. El oportunismo de Caifás servía así, aun sin quererlo, a los planes divina y eternamente madurados por Dios.

      Aquellos hombres no tienen conciencia, son unos oportunistas, «no ven más allá de sus narices», como suele decirse vulgarmente. Se hallan quizás un poco en duda sobre lo que conviene hacer; pero de todo lo que les ha dicho Caifás hay algo que les ha llegado verdaderamente al alma y es ese «vosotros no sabéis nada», que apunta a su amor propio de un modo terrible. Como todos los tontos están dispuestos a hacer las mayores atrocidades con tal de que no se les tome por tontos.

      La tesis de Caifás triunfa, pues, sin larga discusión. Aquel hombre será condenado.

      Pero obsérvese que los motivos de su condenación no tienen nada que ver con su proceder. Nadie se ha preocupado de saber si ha hecho realmente algo malo; si en sus maneras hay alguna cosa ofensiva para la moral; si sus milagros son una ficción, si se trata de un santo o de un embaucador. Nadie de aquellos hombres parece haberse preguntado: «pero, ¿qué dice este hombre? ¿Cuáles son sus palabras? ¿En qué consiste su doctrina?». Sólo se mira una cosa: este hombre es peligroso para el Estado, es decir, para nosotros. A toda costa debe ser eliminado.

      Â«Desde aquel día tomaron la resolución de matarle».

 

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