Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Logocracia

 

El Diario Vasco, 1956-12-02

 

      Un escritor guipuzcoano, que hemos de calificar de novel por ser éstas, que yo sepa, sus primeras armas en el campo de las letras, acaba de publicar bajo el título «La última encrucijada» una novela, o más bien, un ensayo novelado en el que el excipiente literario tiene una importancia secundaria.

      La pretensión del autor, aunque excesiva, no puede ser más noble ni generosa: hacer felices a los hombres, lograr el máximo de bienestar posible para todos los habitantes del planeta, y esto, no mediante teorías abstractas, sino gracias a la aplicación de un método práctico y sistemático que el propio autor —I.R. Gamecho— sugiere y desarrolla hasta sus penúltimas consecuencias.

      El procedimiento consiste en establecer un régimen político universal apellidado, con acierto etimológico, con el nombre de «logocracia». La «logocracia» mundial haría prevalecer siempre «lo que es de razón», delimitando su acción a lo que el autor llama lo «asociante» es decir, aquellas cuestiones que pueden ser unánimemente resueltas y en la que todo hombre razonable tiene que estar necesariamente de acuerdo. Téngase, por ejemplo, la ideología que se tenga o la religión que se profese, para todos los hombres, o, al menos, para todos los que saben sumar, dos y dos son cuatro.

      El autor piensa que de esta manera tan simple y diáfana se llegaría al encauzamiento de la economía mundial y a la supresión de las guerras. Releguemos lo «disociante», aumentemos nuestro esfuerzo en lo «asociante».

      Por desgracia, las cosas no son tan simples; el ser humano es increíblemente complejo y profundo.

      Nunca se puede estar seguro de que dos hombres se hallen conformes en algo; en ocasiones basta que uno afirme una cosa evidente para que otro la niegue.

      A menudo hasta nos contradecimos a nosotros mismos. Algo que nos parecía claro y aceptable, o que nos agradaba por la mañana, nos fastidia y nos parece inadmisible por la tarde.

      Muchas personas estarían dispuestas a decir y a sostener que dos y dos son cinco solamente para darle en la cabeza a su prójimo y esto lo estamos viendo todos los días.

      Hay quienes preferirían morir de hambre antes que dejarse alimentar por su enemigo ideológico del que les separa un abismo no sólo de «ideas disociantes», sino, lo que es más grave, de «afectos disociantes». Para algunos el enemigo ideológico es un señor con el que no se quiere ir a ninguna parte, «ni siquiera al cielo», aunque esto sea una barbaridad.

      El hombre es así. Los mejores no son los que se interesan por el logro del «bienestar», objetivo inmanente de valor equívoco, sino los que creen que hay que condicionarlo todo al triunfo de sus ideales absolutos.

      Yo creo que éstos tienen razón.

      No es lo «asociante», sino lo «disociante», lo que interesa de verdad y mueve a los hombres.

      Es muy dudoso, pues, que la promesa de una felicidad universal fundada en la afirmación de lo asociante tenga atractivo alguno para muchos hombres y mujeres sublimemente apasionados —la mejor parte, quizás, del género humano.

      Excluídas las grandes cuestiones, ¿cómo ponerse de acuerdo sobre algo que valga la pena, algo que no sea un puro «truísmo» o una verdad intrascendente?

      El mundo es y seguirá siendo un reino compartido, donde lo bueno y lo malo deberán luchar hasta el fin de los tiempos. No hay idea asociante que pueda conducirles a una tregua.

 

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