Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Ante la iniquidad

 

El Diario Vasco, 1956-11-11

 

Si no se cree en nada, si nada tiene sentido, si no podemos afirmar ningún valor absoluto, todo es posible, nada tiene importancia. No cabe ir ni a favor ni en contra del crimen; el asesino ni se equivoca ni tiene razón. Tanto da atizar el fuego en los hornos crematorios como entregarse al cuidado de los leprosos. Malicia y virtud no son sino azar o capricho. (Albert Camus).

 

    Mi amigo, el ateo tibio, se muestra muy escandalizado e inquieto por los tristes sucesos de Hungría. Sin embargo, yo no acabo de comprender del todo su actitud.

    Para él, en efecto, no existen categorías éticas, el bien, el mal, el vicio, la virtud. Ser criminal o persona honrada viene a ser, para mi amigo —él me lo ha dicho muchas veces— lo mismo que ser rubio o moreno, tener las narices cortas o largas... en fin, algo tan tísico e impersonal como pueden serlo la presión arterial o el número de leucocitos por centímetro cúbico de sangre.

    Desde el momento en que Dios no existe, no hay tampoco bondad, verdad, ni belleza absolutas y todas esas categorías caen pulverizadas en lo relativo.

    Â¿Qué es el crimen? ¡Vaya usted a saber! Una anomalía funcional del hígado, algo que no anda en la vesícula o que anda demasiado en la tiroides. ¿Qué es el sentimiento de la bondad? La sublimación, autodefensa o compensación cerebral frente a lo feo y difícil de la existencia...

    El criminal esencial no existe; existe, claro está, el delincuente, el que infringe las leyes penales, pero éstas sólo tienen una significación social defensiva. El delincuente es un tipo molesto para la sociedad, la cual se lo sacude como puede. Las mismas cosas que aquél hace, dejan, sin embargo, de ser punibles cuando se realizan en virtud de la razón de Estado.

    De acuerdo con sus ideas, mi amigo, el ateo tibio, adopta una actitud de indiferencia científica ante la vida. Para él no hay injusticias ni crímenes propiamente dichos, sino choques y conflictos entre fuerzas vitales que se oponen en la lucha por la existencia.

    Por eso mi amigo nunca se rasga las vestiduras y raras veces se indigna, excepto si alguien le molesta o le estorba, en cuyo caso sus resortes vitales saltan como los de una máquina; pero se trata —bien entendido— de un fenómeno puramente físico y sin sentido moral alguno.

    Esta vez, este inconsecuente amigo se ha mostrado, sin embargo, muy molesto, olvidando, sin duda, sus propios principios y movido, acaso, por un rastro ilógico de humanidad. El empleo de la fuerza brutal y masiva contra un pequeño pueblo en lucha por su libertad le ha conmovido.

    Pero, en el fondo, ¿qué más daría, si todo es Física?

    Recuerdo ahora una frase apodíctica de Camus: «Si nada es verdadero ni falso, bueno o malo, la regla debe consistir en mostrarse el más eficaz, es decir, el más fuerte. El mundo no estará ya dividido en justo e injustos, sino en tiranos y esclavos».

    Cuando no se cree en Dios, en efecto, no puede uno indignarse de nada. Ante la fatalidad nadie tiene derecho a nada. Esta es la conclusión a que se llega.

    En cuanto a mis otros numerosos amigos, los creyentes, los que creen en los valores morales absolutos y no meramente penales, lo que me extraña en ellos no es —claro está— que se indignen ante esos horribles hechos (que agobian una vez más al desdichado pueblo magyar y que son un bochorno para la conciencia de la Humanidad), sino que se indignen tan poco, que se indignen tan raras veces, que no se indignen más a menudo.

    Sin duda, su sensibilidad moral no da más de sí.

 

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