Carlos Santamaría y su obra escrita
El juicio de la Historia
El Diario Vasco, 1956-11-04
Muchos no creen en el juicio de Dios y confÃan en el juicio de la posteridad. Quieren llenar el vacÃo de su desesperanza con la nada de la inmortalidad histórica.
Es comprensible, hasta cierto punto, que uno no crea en las cosas trascendentes, aunque pueda observarse que nadie deja de creer del todo en ellas. El espÃritu del hombre se encuentra, en efecto, sumido en la caverna platónica y todo le es oscuro mientras se arrastra dentro de ella.
Pero, que se espere en la justicia histórica y en la especie de inmortalidad que ella confiere, parece harta imbecilidad. A quien no crea en la dimensión trascendente de la vida humana y sienta la picazón de la justicia, no le queda más que reconcomerse y consumirse en su propia insatisfacción. Buscar la inmortalidad panteónica o apelar a la venganza de la Historia, es intolerable estupidez.
La concepción religiosa, la verdadera valoración de la vida humana, se funda en el más allá y empieza por afirmar que el verdadero reino de la Justicia no es de este mundo.
Santos enormes viven y mueren ignorados de sus coetáneos y la misma historia eclesiástica los desconoce por completo. La Iglesia celebra una fiesta en honor de todos los santos, en la que se venera a cuantos fueron justificados y volvieron de la gran tribulación con sus vestes blancas. En el cielo causará una gran sorpresa —si asà puede hablarse— ver a muchas gentes, que parecÃan absolutamente insignificantes y que hasta fueron tenidas por malas personas. Sus vidas acabaron en el fracaso y, humanamente hablando, en la más ruin abyección. Pero los juicios de Dios son muy diferentes, porque El es el Señor de lo impenetrable.
La Historia no retiene otros nombres que los que suenan, aunque sean los de ilustres bandidos. Pero, si no hay otra vida, si las nociones de culpa y de bondad no tienen sentido alguno trascendente, qué más da pasar a la posteridad como un gran canalla que como un gran santo?
En el fondo darÃa lo mismo no pasar de ninguna manera. Pero los hombres somos sacos de soberbia y nos enamoramos de la fama. Quien no haya caÃdo en esta tentación, arroje la primera piedra.
Si no hubiera habido Waterloo, otra hubiese sido la historia de Napoleón: buenos son los que ganan las guerras, malos los que las pierden. ¡La Historia! Todo depende de que la haga tu amigo o tu enemigo.
En nuestro tiempo se intenta acelerar el juicio histórico, juzgar a los hombres en vivo. Sin esperar a que mueran, son elevados al cielo o despachados al infierno. El infierno histórico es un infierno de papel, algo asà como la cárcel de papel de «La Codorniz».
Albert Camus, en su libro «L'Homme revolté», hace notar que «en el universo religiosos, el verdadero juicio se deja para más tarde; no es necesario que el crimen sea castigado inmediatamente ni la inocencia consagrada. En el nuevo universo, el juicio pronunciado por la Historia debe ser inmediato, porque la culpabilidad coincide con la falta y el castigo».
Los ejemplos que cita Camus, son más impresionantes hoy que cuando él los enunció, precisamente porque conocemos el desarrollo ulterior de los acontecimientos y las «volte-face» de la justicia marxista.
«La Historia —prosigue— ha juzgado a Boukharin, porque le ha hecho morir. Proclama la inocencia de Stalin: está en la cumbre del poder. Tito se halla sometido a proceso, como lo estuvo Trotsky, cuya culpabilidad no se hizo clara para los filósofos del crimen histórico más que en el momento en el que el martillo del criminal se abatió sobre él. De la misma manera, Tito, del que no sabemos, se nos dice, si es culpable o no, ha sido denunciado, pero no está todavÃa hundido. Cuando sea arrojado por tierra, su culpabilidad será cierta...».
Pero Tito no sólo no ha sido arrojado por tierra, sino glorificado; su papel se encuentra más alto que nunca. Ahora es justo e inocente, como antes lo era Stalin, porque ahora es él el que «está en la cumbre del poder», mientras su enemigo yace bajo tierra.
Mañana... ¿quién sabe lo que pasará mañana? Asà es el juicio de los hombres.
Pero el juicio de Dios nadie puede conocerlo ni escrutarlo. «No juzguéis y no seréis juzgados».
Nadie, por muy cristiano que sea, puede tener la pretensión de anticipar el juicio final.
Y eso es lo que han querido hacer, precisamente los maniqueos de nuestro tiempo, sean o no marxistas.
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