Carlos Santamaría y su obra escrita
Europa y civismo
El Diario Vasco, 1956-09-23
La inhibición es el más activo disolvente de la vida polÃtica. Ella da paso a la arbitrariedad, impide el mantenimiento de un orden jurÃdico digno de este nombre e inutiliza los más nobles esfuerzos.
Las gentes pueden inhibirse por ignorancia o por cansancio o apatÃa. En el primer caso hay que educar a la opinión para que los ciudadanos tengan claro conocimiento de los derechos que les confieren las leyes y el modo de ejercerlos. En el segundo, la opinión debe ser galvanizada, presentándosele objetivos sociales capaces de estimularla, metas o mitos polÃticos —según la terminologÃa de Sorel— que tengan la virtud de sacarla de su indiferencia.
Un ciudadano que por ignorancia de las leyes no ejerce sus derechos polÃticos causa un perjuicio a la sociedad porque contribuye a su anquilosamiento. Esta inmovilidad prolongada en efecto puede conducir a la parálisis efectiva.
Los pueblos ganan sus libertades practicándolas, de la misma manera que los deportistas adquieren la rapidez de los reflejos y la fortaleza de los músculos mediante el ejercicio y el «entrenamiento» constantes. La verdadera educación cÃvica debe pues compeler al conocimiento y a la «puesta en práctica» de los derechos y de los deberes ciudadanos.
El súbdito coopera con la autoridad de dos maneras diferentes, ambas igualmente necesarias para una vida pública ordenada: acatando sus órdenes y poniendo en juego las facultades, derechos y libertades que la ley vigente y, en su defecto, el derecho natural, le reconocen.
Aún queda un tercer punto, sumamente importante, que en los viejos regÃmenes, llamados absolutistas, se realizaba de múltiples maneras: la expresión de las necesidades de los pueblos, de sus aspiraciones, de sus quejas y agravios. Existe un modo de cooperar a la acción de la autoridad, que es la crÃtica. Una crÃtica razonable y constructiva es uno de los más grandes servicios que se pueden prestar al poder público.
Esta colaboración de diversos géneros es absolutamente indispensable y la autoridad tiene el deber de estimularla y acogerla.
En la carta de Mons. dell'Acqua, en nombre del Papa a la XVI Semana Social Española, cuya lectura aconsejo vivamente a mis lectores, se recuerda el respeto que la sociedad debe a la persona humana y las obligaciones que ésta tiene para el bien común.
«La cooperación a este fin tantas veces olvidada por muchos a causa de su inexplicable absentismo de los problemas de la sociedad puede llegar incluso a la participación en el gobierno de la cosa pública, que hoy ya no es privilegio de unos pocos sino deber de todos en función de las responsabilidades de que están investidos» —dice la SecretarÃa de Estado.
Europa atraviesa una situación muy difÃcil: nadie debe ignorarlo. Desde el siglo XV ella construyó un mundo nuevo, basado en el esfuerzo y el espÃritu de iniciativa de gentes emprendedoras, más o menos noblemente ambiciosas, y resultante de la fusión de razas dotadas de una extraordinaria vitalidad en el cuadro de una juridicidad heredada del imperio.
La inmensa obra colonial realizada por los pueblos europeos en el transcurso de cuatro siglos está a punto de hundirse en medio de indiferencias y rencores locales en un momento sólo comparable al del derrumbamiento helénico frente a Macedonia. Personas inconscientes de los paÃses que más rápidamente perdieron su hegemonÃa se frotan las manos en un gesto suicida ante el probable hundimiento de otros pueblos que la han conservado largamente. Pero lo que se hunde no es Alemania, Inglaterra o Francia, sino Europa entera.
Con la desaparición de la influencia europea, el mundo puede entrar en un caos, antipolo de lo que fue en otros tiempos la sociedad medieval, es decir, una gran comunidad fundada sobre el imperio de la justicia, de la ley del derecho, del respeto de la persona.
En nuestro horizonte histórico concreto, ¿podrá Europa encontrar de nuevo el camino de la jurisdicidad, de la defensa del derecho? Mucho depende de la educación cÃvica de los europeos a la que antes hacÃa referencia.
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