Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El sudor de tu frente

 

El Diario Vasco, 1956-09-09

 

      En cualquier tratado de fisiología pueden encontrarse multitud de datos interesantes sobre nuestra vida física.

      El cuerpo humano es una máquina que requiere cuidados muy minuciosos: absorbe, transforma y expira unos doce mil litros de aire ambiente por día, ha de ser mantenido entre ciertos límites de temperatura, necesita ingerir unos setenta gramos de albuminoides, unos tres kilos de agua, veinte gramos de sales, irradia mil ochocientas calorías y consume además otras quinientas para calentar los alimentos fríos, vaporizar el agua de la respiración, proporcionar la energía necesaria al trabajo del corazón y de los músculos respiratorios, etcétera.

      En fin, nuestro cuerpo es un mecanismo muy complicado, sometido a una servidumbre con relación al medio ambiente del que, en cierto modo, forma parte. Para proporcionarle todos los elementos que necesita tenemos que ingeniárnoslas: buscar los productos alimenticios, asegurar las condiciones de vida que nos permitan respirar, descansar, dormir, etcétera.

      Afortunadamente, no nos paramos mucho a pensar en esta tarea ingente que la Naturaleza y la organización social nos ayudan a realizar más o menos satisfactoriamente.

      La actividad económica tiene por objeto hacer frente a este cúmulo de necesidades. Es una actividad muy importante, porque sin ella ni los poetas podrían hablarnos en su lenguaje demiúrgico ni los filósofos se entretendrían en sus altas especulaciones ni los juristas podrían pensar en ordenar la sociedad sobre la base de relaciones de derecho.

      Primero vivir (comer, respirar, dormir, funcionar fisiológicamente), luego... todo lo demás. La actividad económica, la necesidad de buscarse alimento, cobijo, vestimenta, etc., ocupan —hoy por hoy— la mayor parte del tiempo de la generalidad de los humanos, salvo el pequeño número de personas que pueden permitirse el lujo de ser mantenidas y cuidadas a expensas de los demás, sin compensación ni esfuerzo alguno por su parte, fauna parasitaria e indeseable —salvo los casos de infancia, vejez e imposibilidad física— que debe desaparecer en breve plazo.

      A medida que el hombre va conociendo mejor la Naturaleza, aprende a obtener sus recursos con mayor facilidad y se le hace más llevadera su existencia material, pero sigue y seguirá dependiente de la Naturaleza física: necesitará siempre sus doce mil litros de aire ambiente, sus X gramos de albuminoides y todo lo demás; habrá de alimentarse a intervalos fijos, detener su actividad cuando se lo exija su organismo, someterse a una serie de necesidades humillantes que dan fe de su subordinación al mundo material al que —le guste o no— el hombre pertenece a causa de su elemento corpóreo.

      Se comprende, pues, que la mayoría de los hombres atribuyan una importancia muy grande a la actividad económica y a todo lo que ella comporta: producción, transporte, distribución cambio, etcétera. Las gentes que se preocupan de estas cosas, que son la inmensa mayoría, experimentan cierto desprecio hacia los intelectuales puros, porque saben que éstos no podrían comer ni lucubrar si ellos no se ocuparan de los demás.

      Marta y María eran hermanas y al parecer estaban en excelentes relaciones, pero Marta se quejaba algunas veces porque a ella le correspondía trajinar mientras su hermana se entretenía en altísimos y espirituales paliques con el Señor. Es posible que de cuando en cuando María se diera cuenta de esto y sin duda no dejaría de echarle una mano a Marta.

      Los intelectuales y especialmente los jóvenes, que gozan de la suerte de poder dedicar una amplia parte de su existencia al estudio y a la propia formación, deberían pensar en la enorme responsabilidad que tienen y en su deber de aproximarse un poco al mundo del trabajo, de prestar también su esfuerzo físico, ya que el mantenimiento de su máquina corporal da tanto quehacer a otros hombres.

      El señoritismo estudiantil es algo que debiera terminar en esta época que, no sin razón, se ha llamado civilización del trabajo.

      Fatigarse, ensuciarse las manos limpiando «cacharros», acarreando objetos necesarios para la vida, son actividades que convienen mucho a los intelectuales y a los hombres de profesión liberal, no sólo como ejercicio gimnástico, sino para defenderles de la tentación de la incorporeidad y de la soberbia espiritualista.

      Lo digo sin el menor asomo de ironía y sin ninguna pretensión de humorismo.

      Muchos hombres ilustres lo han entendido así y en el extranjero es corriente que famosos escritores, grandes filósofos y artistas generales no se sientan avergonzados de «faire la vaisselle», independientemente de que se encuentren o no criadas.

      Esto les hace más corpóreos y seguramente más humanos.

 

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